Víctor Montoya

 
 

 

 


El Yatiri, de Arturo Borda



Por Víctor Montoya

 

Tú, yatiri aymara, eres el testimonio vivo, mágico y palpitante de una cultura milenaria; eres el sabio, curandero, adivino y líder espiritual de tu ayllu*, cuyas tradiciones y conocimientos, probados en actos rituales mágico-religiosos, te fueron transmitidos de generación en generación y de boca en boca.

Tú, apocalípticamente colosal y absorto en la Vía Láctea, como hubiera dicho el pintor que te retrató, arrojas con la mano derecha las hojas de la coca sobre el chal, mientras que con la izquierda, cuyos dedos rociaron el amargo brebaje a los cuatro vientos, dibujas signos tan misteriosos como tu propia vida. En el fondo del paisaje —lejos de tu wallqepu, vasija de barro, pan y sombrero—, se divisa la tenue línea del horizonte, donde se junta el lago sagrado de los incas con el majestuoso cielo del altiplano. Las tres mujeres, sentadas en el suelo y ataviadas con prendas de llamativos colores, te observan en actitud de admiración y respeto, esperando que las hojas de la coca respondan sus preguntas y despejen sus dudas.

Visto de cerca, pareces un aparapita metido a tata yatiri, pues tienes los pies descalzos, los pantalones remendados y el poncho que, más que poncho, es un harapo tendido sobre tus hombros; luces el rostro barbado, la melena desgreñada y el porte de un marinero en tierra, y, aunque tienes hincada una rodilla y la espalda encorvada como un arco, no posees el aspecto de un indígena aymara —orgulloso de su raza—, sino la apariencia de un criollo que aprendió a leer los misterios del universo en las hojas de la coca.

Tú, yatiri aymara, conoces el origen y el destino de la coca, como el hombre conoce el anverso y el reverso de la mujer amada, pues según cuenta la leyenda, las hojas de la coca son los residuos de una doncella presumida, quien solía burlarse del amor de los hombres a poco de ofrecerles su cuerpo y sus encantos. Entonces los yatiris y amautas, en su afán de evitar que los hombres perdieran la cabeza y se quitaran la vida lanzándose al precipicio, solicitaron la muerte de la doncella, cuyo cuerpo fue seccionado y enterrado en los descuelgues del macizo andino. Al cabo de un tiempo, en esos mismos lugares donde fueron enterrados sus despojos, brotaron unos arbustos que tenían la propiedad de adormecer la mente de los hombres, aliviar las penas del alma y mitigar la sed y el hambre. Así es como los hijos del Sol empezaron a masticar y extraer el jugo de las hojas de la coca, no sólo con fines ceremoniales, medicinales y recreativos, sino también con el propósito de rendirle culto a la Pachamama, quien tuvo la voluntad de trocar el cuerpo de la doncella en un prodigioso arbusto, que tú sabes usar para leer el porvenir de la humanidad y la bienaventuranza de cuantos recurren al espejo de tu memoria, donde se reflejan las leyes divinas de tus ancestros y la sabiduría popular.

En ti se deposita, desde tiempos inmemoriales, el cofre de los secretos de tu ayllu; representas la verdad y la justicia, y eres el hijo pródigo que vive invocando a las deidades de la teogonía andina: al Tata-Mallku y los espíritus protectores del Alaxpacha; a la Pachamama, los Achachilas y espíritus benefactores del Akhapacha; a los Supaya y espíritus malignos y benignos del Manqhapacha. Sólo tú, yatiri andrajoso y ermitaño, muerto y revivido por el rayo, puedes ver la luz en el caos del universo, sin entrar en éxtasis ni en trance como los chamanes, hechiceros y brujos, quienes dicen poseer también poderes sobrenaturales para curar y hacer maleficios por medio de procedimientos y rituales mágicos, que no son una comunicación real con los espíritus del más aquí y del más allá, sino simples actos de birlibirloque y superchería; la prueba está en que tú puedes mirar en las hojas de la coca lo que el oráculo sibilino no puede ver en la bola de cristal.

Tú, conocedor de medicamentos caseros, eres capaz de curar al enfermo desahuciado por las ciencias médicas y devolverle el sentido de la razón a quien la perdió en el laberinto de un amor no correspondido. Sólo tú sabes que la curación, aparte de ser un rito y un acto litúrgico, es un nexo entre lo natural y lo divino.

Aunque tienes una visión aldeana del mundo, porque crees que su eje está en tu marka, no te cansas de recorrer de pueblo en pueblo, cargando al hombro tu wallqepu, donde llevas la coca, las plantas medicinales y las piedras mágicas que vas recogiendo a lo largo del camino. Usas esas piedras de diversos colores y tamaños como talismanes para liberar el alma de quienes están sometidos a los maleficios de las artes ocultas de brujos y hechiceros, y para atraer sobre los sueños toda clase de bienes y venturas materiales y espirituales.

Por si no lo sabías, el artista que te retrató respondía al nombre de Arturo Borda (La Paz, Bolivia,1883-1953), quien, además de poeta, actor y narrador, fue un sindicalista de ideas anarquistas, un bohemio empedernido que conoció los infiernos del alcohol y descendió hacia los bajos fondos del lumpen, en medio de un ambiente hostil que no supo rescatar su talento sino muchos años después de su muerte, cuando la crítica de arte en Nueva York, a poco de descubrir su excepcional vena creativa, lo elevó al nivel de las estrellas pero lejos de la tierra que lo vio nacer. No es casual que uno de sus cuadros, «Retrato de mis padres», haya aparecido en el diario The New York Times en 1965, con una excelente crítica de John Canada.

Algunos dicen que lo vieron compartir la misma botella con los aparapitas de la ciudad, en tanto otros aseveran que lo vieron deambular con un aspecto deplorable, que cualquier hijo de vecino podía confundirlo con un andariego de la limosna. Sin embargo, casi todos coinciden en señalar que ese artista, tenido injustamente por loco, era más cuerdo que el Sancho de Don Quijote y más decente que un caballero de capa y sombrero, pues el hecho de querer indagar los misterios de la luz y la oscuridad no es un acto de locura sino de genialidad.

En 1919, con el dinero que consiguió vendiéndote a una dama de regular fortuna, viajó a Buenos Aires con la ilusión de exponer y vender sus cuadros en las galerías porteñas. A su retorno a Bolivia, frustrado por algunos intermediarios, empezó a abandonar los pinceles y la paleta para retomar la pluma y el papel, que, en veinte años de silencio y aislamiento voluntario, le permitieron re-crear su obra literaria El Loco, que no es la criatura del alma de un perturbado mental, como parece sugerirlo el título, sino la confesión de una mente lúcida que se adelantó a la mediocridad de sus contemporáneos.

Es imprescindible leer El Loco, que la H. Municipalidad de La Paz publicó en tres gruesos volúmenes en 1966, para darse cuenta que en sus páginas, forjadas en el yunque de la realidad y la fantasía, se esconde un excelente artista de la pluma y el pincel, cuya voz angustiosa y solitaria se alza como eco desde el fondo de un espíritu atormentado por la existencia. Nadie conoce los detalles de su vida sentimental, salvo el hecho de que estuvo enamorado de una monja, que en su juventud llegó a ser dirigente sindical, que contribuyó a la fundación de varias publicaciones de izquierda y que se desempeñó como actor y director de escena de los cuadros dramáticos obreros de propaganda socialista «Luz y Vida» y «Rosa Luxemburgo».

Así pues, yatiri aymara, el artista que te retrató fue un hombre de buenos quilates, como deben ser los grandes talentos que hacen de su vida una obra de arte, a pesar de vivir asediados por la incomprensión y la ignorancia. Si me preguntas cómo murió, la respuesta es categórica: falleció de un modo trágico, después de haber ingerido ácido muriático, más por equivocación que por un acto suicida, en estado de ebriedad.

 

GLOSARIO

Achachila: Espíritu ancestral, divinidad encarnada en las montañas.
Akhapacha: Suelo, aquí, este lugar.
Alaxpacha: Cielo, espacio indefinido donde se mueven los astros.
Ayllu: Familia extensa, grupo consanguíneo, comunidad andina.
Aparapita: Cargador indígena.
Manqhapacha: Subsuelo, adentro, interior.
Marka: Caserío, aldea, pueblo de corto vecindario.
Pachamama: Madre tierra.
Supaya: Demonio, diablo.
Tata-Mallku: Jefe, noble, distinguido.
Yatiri: Adivino, vidente, el que sabe.
Wallqepu: Talega de lana, bolsa pequeña usada por los hombres para llevar coca.



 

 

 
 


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