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LA LECTURA IMPERCEPTIBLE

Arturo Carrera
Cuenca, 23 de nov.de 2011




 

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Yo nací en la provincia de Buenos Aires, en un pueblito llamado Coronel Pringles, donde había una única librería, Casa Landoni, atendida por señoritas solteronas: las chicas de Landoni. El padre había sido un famoso librero y allí vendían diarios, revistas, figurines y libros. Pero más tarde las chicas sólo aceptaron vender libros. Y los exponían en unas enormes vitrinas intocables, junto a muñecos de porcelana y cajitas de música.

Entre ellos estaba Las invitadas, de Silvina Ocampo, uno de los primeros libros elegidos y comprados por mí. Mi padre me leía a Enrique Hudson y a José Hernández. También Don Segundo Sombra, de Guiraldes, que era su clásico. Pero de Oliverio Girondo y de Juan L. Ortiz me habló don José Triano, un pintor discípulo del cubista Petorutti, que había llegado a Pringles y que fue amigo personal de Juanele Ortiz. De modo que él nos hizo entrar en su mundo, digo nos hizo porque incluyo a César Aira, que por ese entonces ya era amigo mío.

Pero mi influencia de Juan L. Ortiz es más tardía y explota, porque es como una semilla de esas que explotan con el fuego, cuando frecuenté por carta a un poeta rosarino llamado Héctor Piccoli.

Entonces, yo entré En el aura del sauce, como se llama la totalidad de los poemas de Juanele (“Juanele” es el sobrenombre familiar con el que se identificaba al poeta). Yo me acerqué a su obra por la leyenda, que ya existía. Se decía —al menos en Pringles— que Juanele era un eremita, entre esas islas de nuestra Mesopotamia (la comprendida entre los río Paraná y Uruguay). Una mesopotamia recorrida aún por una hidrografía hormigueante. Con un río hacia la mitad muy caudaloso e inmenso llamado Gualeguay, que no lejos de su desembocadura en los brazos del delta del Paraná,   tiene un pequeño puerto: Puerto Ruíz, donde nació el 11 de junio de 1886 Juan Laurentino Ortiz.

La leyenda de Juanele destacaba su fina estampa, ágil, flaca, concentrada en la observación del paisaje fluvial; su amor por los gatos,  de los que decía que “recibían de las galaxias una sustancia incorporal llamada neutrino”. Y que fumaba en largas boquillas de caña que él mismo fabricaba; que publicaba sus poemas, de versos extensos, en libros de tipografía minúscula, en fin…

Su poesía tardía es lo que más me atrae, sus poemas extensos, donde practica lo que los antiguos supieron llamar el carmen perpetuum, que suena como poesía perpetua o infinita. Una paradoja, sin duda, porque Leopardi dice que el poema es “un ímpetu que no puede durar mucho” y Juanele lo hace durar muchas páginas. Y es eso lo que yo admiro: sus paradojas. Su concisión en lo extenso. Admiro que sus poemas admitan contarnos algo, aunque después el hilo de lo contado se abra, se desfleque en infinitos hilillos y cada uno haya visto una historia diferente en cada poema.

Aldo Oliva y curiosamente también Juan José Saer, compararon a Juanele con el pintor americano Jackson Pollock. Y creo que es una comparación acertada. Pollock utilizó, ustedes saben, la técnica del dripping, del chorreado. Metía pinturas en una lata agujereada y se paseaba sobre la tela horizontal. Ya había una revolución en ese hecho, que la tela no estaba fijada a la pared ni sobre el caballete sino en el piso, y él se paseaba sobre ella con movimientos exorbitados; y así contaba su historia, o no, con manchas, con motas de color como en enjambres. Y Juanele, a su modo, también: utilizaba las palabras que amaba como una materia fluida, como una tinta que uno pudiera chorrear.

Juanele es un caso extraordinario —no lo conocí en persona pero lo empecé a leer cada vez más y a comprender, si es que se puede comprender la poesía, luego de la visita que tres amigos míos (César Aira, Héctor Libertella y Tamara Kamenszain) hicieran a su casa de Paraná, donde él vivía. No estuve allí pero a su regreso los acribillé a preguntas. Tomé notas, pedí que me repitieran las anécdotas, no sé si eran anécdotas; me parecía increíble la cantidad de “microrrelatos” que trajeron de ese solo “día”. Tamara K. dijo que tardó mucho en recibirlos. Gerarda, su mujer, los hizo pasar y sentar y cuando apareció Juanele les explicó que tardaba en venir porque se estaba peinando. En verdad se estaba batiendo el pelo delicadamente hasta que adquiría una consistencia de espuma y les refirió por qué lo hacía: “para que el aire fluyera más entre los hilos de la fuerza”. Para que los pelos también gozaran como gozan las hojas y los tallos de las plantas.

César me contó dos cosas a mi juicio secretas, que me han acompañado hasta hoy,sobre el “gusto científico” de Juanele. La primera, que su lectura favorita era: La vida secreta de las plantas, un extraño libro de Peter Tomkins y Cristopher Bird. Un libro donde aparecen exposiciones fascinantes acerca de las relaciones físicas, emocionales y espirituales entre las plantas y el hombre. Como un Paracelso argentino, Juanele le advirtió sobre los lazos afectivos entre los planetas y las estrellas con las hierbas y con las hormigas. Les explicó una danza de las hormigas, y cómo las hormigas por la noche acuden a sus nodrizas, que llegan a acunar, a higienizar y a hacer dormir a las hormigas más pequeñas. (El relato después nos lo confirmó una lectura de  Maurice Maeterlink).

Pero Juanele también tenía, al parecer, una lectura tácita. ¿No hay acaso en nuestra vida, una lectura tácita, a la que nunca accedimos pero que de un modo laberíntico, comprendemos y citamos? Para Juanele esa lectura fue Una cierva en el parque de Richmond, de Enrique Hudson; se lamentaba, decía que nunca la pudo leer, ni conseguir. Sin embargo, sabía de su escritura. Por ejemplo, que Hudson escribía una página hoy y la corregía durante la noche siguiente, avanzando de ese modo en su trabajo. Al morir antes de finalizar la última página del libro, ésta quedó sin corregir. Y Juanele le preguntó a César Aira: ¿qué dice esa página que Hudson no corrigió?

Si la poesía escrita puede ser un empirismo, es decir una sintaxis y una experimentación constantes dentro de no importa cuáles límites, podemos imaginar la lectura de Juanele Ortiz como la experiencia de lo imperceptible, de una pragmática de lo imperceptible, y eso me gusta. Su “empirismo” lo había llevado a atravesarlo todo como el viento. Pero para decirlo de un modo más directo: se había vuelto un río. Tenía, como dice el filósofo Deleuze, entre sus devenires, un devenir río. Un régimen de ríos, con sus deltas, sus afluentes, las islillas, las arenas, las florcitas, las cañas.

Desde el comienzo al fin de su obra se mantuvo en ese devenir-río. Un poema de la primera época, vastamente citado, titulado “Fui al río”, prefigura de qué modo formal y espiritual (me atrevería a decir) él entra en esta dimensión sutil del río.

Fui al río y lo sentía
cerca de mí, enfrente de mí.
Las ramas tenían voces
que no llegaban hasta mí.
La corriente decía
cosas que no entendía.
Me angustiaba casi,
Quería comprenderlo,
sentir qué decía el cielo vago y pálido en él
con sus primeras sílabas alargadas,
pero no podía.

Regresaba.
—¿Era yo el que regresaba?
en la angustia vaga
de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas.

De pronto sentí el río en mí,
corría en mí,
con sus orillas trémulas de señas,
con sus hondos reflejos apenas estrellados.
Corría el río en mí con sus ramajes.
Era yo un río en el anochecer,
y suspiraban en mí los árboles,
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
¡Me atravesaba un  río, me atravesaba un río!

Pero ese atravesamiento no es el río ni el tema del río sino el fluir mismo, el ritmo, el flujo e influjo de la visión de los movedizos temas que trata y de todos los personajes que describe; de todos los estados de infancia, de deseo —interiores y exteriores ya, a su propia escritura.

 Estuvo años en esa potencia imperceptible, amando lo que lo rodeaba, adorando ese paisaje o macrocosmos que lo contenía y ese lugar diminuto que le conversaba en la página: esas arañitas que tejían en sus poemas los diminutivos.Otra cosa contó Héctor Libertella: su amor por las arañitas era tal, que impedía que las mataran; la tarde que lo visitaron, mientras lo ayudaban a pasar en limpio algunos de sus manuscritos, al volver las páginas aparecían estas arañas. Juanele se refería a ellas sonriendo como las autoras de sus textos, las obreras sigilosas de sus poemas).

Juanele fue leído  por ese entonces, sólo por la exigua comunidad de sus amigos que lo cuidaban desde lejos, como en ese aforismo de Foucault: “pensar que alguien está solo es orar por él”. Él no formó escuelas ni sectas ni pandillas, pero su presencia lejana imantaba, atraía jóvenes viajeros que lo visitaban y que fueron esbozando el mito. Ahora, por suerte, se lo ha redescubierto y se lo lee, y es el poeta mayor de la Argentina, y su obra es incomparable.

Debo reconocer constantemente su ímpetu, su energía, que al leerlo, multiplica en nosotros la afirmación de una alegría, de una presencia incontenible, que convierte nuestro pensamiento en algo que no se reduce a la conciencia.

Juanele fue quien dijo: todo poeta es un ser peligroso porque prefigura la conciencia de la felicidad perdida. Por eso, para pensar esas magias de la naturaleza, de esa naturaleza que recibimos en sus libros y que tanto nos toca, hay que leer a Juanele como para indisciplinarse. Nos deja a su modo, como Francis Ponge, otra fábrica del prado. Nos deja un testimonio formal casi incivil, parecido al de Thoreau y sus lagunas. Porque con su misterioso vigor y sus rupturas, atrae una alegría profunda, casi inalcanzable, que nos hace vibrar y vivir esa eficacia de la poesía sin dejar de mostrarnos el dolor, la injusticia, el pliegue de oro de cierta “miseria de belleza”; y además: una especie de involución constante en lo formal. Porque ese devenir consiste en una involución y la involución —dicen los filósofos— es lo contrario de evolucionar pero también lo contrario de regresar a un origen a una infancia o a un mundo primitivo, sino más bien, para Juanele incluso, permanecer en la sencillez de una economía de la belleza. Basta que leamos el primer libro de poemas y algunos de los últimos, para notar la gran eficacia que alcanzó ese carpe diem permanente, ese trabajo al intentar eliminar la gravedad, gravedad que logró domeñar mediante la utilización extremadamente precisa de los adverbios.

“Yo no tengo en cuenta la música —nos dice Juanele en una entrevista—, yo la necesito”. Y al referirse al silencio aclara: “Lo mío es esa otra música, esa cosa que hay más allá de la música, como el mismo Debussy en la propia música dice, que no es la evocación del silencio sino la sugerencia de algo que está germinando y que va a florecer y que no puede definirse. Es decir el devenir, es decir el tiempo más que los momentos de la eternidad donde uno puede sentir como un vértice, una cosa que es dolorosa aunque sea de éxtasis, más que eso, algo que los traspasa, que los trasciende, que puede llamarse el tiempo. Como los orientales que escriben música que dicen que es lo que más se parece a la vida (…) ritmo que no puede definirse por la cantidad de sílabas sino que como ritmo de lo que se dice.”

Debo plantarme finalmente ante la obra de Juanele y decidir, casi como él mismo lo hacía, otra de las nociones imprescindibles en su obra como es la llamada “la prueba de soledad ante el paisaje”. Debo decidirme a pensar que su obra es un paisaje, que su poesía pudo ser o es lo que podríamos llamar un poco aventureramente “poesía de paisaje”, así como decimos que en Oriente existe una “pintura de paisaje”.

Salvo que yo me enfrenté a ese paisaje, a esa “naturaleza” para asegurarme de que a través de ella recobraría acaso la memoria inmediata o la memoria de lo inmediato. O quizá, como dice Bonnefoy, la presencia.

Ortiz explica en una carta a un amigo: “sueño para lo mío con una poesía de pura presencia, de resplandor casi, sin forma, o con la muy fluida y aérea de los estados interiores —armonía o visión...” Esa experiencia unitiva con lo primordial, que en occidente llamamos lo Uno, en Oriente pudo ser la inmediatez. Yo quisiera comprender esa escritura para decidir ilusoriamente por qué escribimos. Quizá sea tan solo para participar de ese agenciamiento del ímpetu de las medidas rítmicas. La medida o la métrica del mundo, como quería el poeta Robert Creeley, una métrica que nos mide aún cuando dormimos, cuando no sabemos nada acerca de ella. Creeley cita el poema de William Carlos Williams:

            “Aprendiendo con la edad a dejar pasar mi vida mientras duermo:
            diciendo
                        La medida interviene, medir es todo lo que sabemos...”

Quizá escribir Y LEER no seaN otra cosa que aprender a medir esa medida ya sutil, ya incierta. Y acaso también mediante ella, entrever cómo nos incluimos en el mundo, cómo somos formas y devenires de la vida que anhelamos. Y comprender que por ese acceso a lo inmediato podemos consentir un acuerdo con el lugar de la existencia. Creo que eso fue lo que me dejó y aún me deja Juanele cuando lo leo: la idea de que la vida debe ser captada rotundamente, como intenta hacerlo la pintura japonesa sumi-è.

Si ustedes me preguntaran ahora cuándo puede empezar a verse, a sentirse en mi obra la influencia, la ilusión de rozar la experiencia de Juanele, yo diría en mi libro Arturo y yo. En ese libro incluí como epígrafe unas líneas acerca de la pintura sumi-è, que tomé de los Ensayos sobre el budismo Zen, de Suzuki. Dice así:
                       
                        “La vida es una pintura sumi-è,
                        que debemos ejecutar de una vez y para siempre,
                        sin vacilación, sin intelección,
                        sin que sean permisibles ni posibles
                        las correcciones.”
                                              
Quiero referirme a esa pintura, ligada a la idea que tengo de la poesía de Juanele como poesía de paisaje, y también a esa “prueba de soledad en el paisaje”, que solemos citar de él sin precisar demasiado bien ni sus términos, ni sus alcances.

La pintura sumi-è es lo más comparable a la escritura manuscrita, ya que en Oriente el sumi-è y la caligrafía son considerados la misma clase de arte. Están el blanco y negro de la tinta, porque se pinta sobre papel y casi no se aplica color. Podría decirse que es una especie de boceto en negro y blanco. La tinta se prepara con hollín y cola, y el pincel es de pelo de oveja o tejón; se confecciona así para que absorba mucho fluido. El papel debe ser delgado y absorberá, también, mucha tinta. De modo que si el pincel se demora mucho, el papel se rasga. Las líneas han de dibujarse lo más rápidamente posible y en la menor cantidad. No se permite la deliberación, ni el borrado, ni las correcciones. ¿Qué quiere decir todo esto? Que el artista debe seguir su inspiración volcando la energía de su espíritu en esos trazos, sin hacer demasiadas concesiones al realismo. Aquí otra vez la semejanza con la práctica de Pollock adquiere nuevo sentido. El papel, el soporte es el que realiza la obra sin que lo sepa el artista que se mueve, diríamos en Occidente, con movimientos “inconscientes”.

Suzuki compara el instante de la pintura sumi-è con la pintura al óleo. Aquella es como una catedral en relación a esta que es paupérrima: “pobre en la forma, pobre en el contenido, pobre en la ejecución, pobre en el material”, nos dice, “pero los orientales sentimos en ella la presencia de cierto espíritu móvil que misteriosamente se cierne en torno de las líneas, puntos y sombras de variadas formas; en ellos vibra el ritmo de su aliento vital.” Incluso, la línea del pintor sumi-è es final, insiste Suzuki: nada puede trascenderla, nada puede recobrarla; es inevitable como el resplandor de un relámpago; ni el artista puede deshacerla; y de allí surge su belleza.”

Creo que en Oriente toda la pintura de paisaje busca alcanzar en su propósito la misma eficacia, la misma velocidad, la misma inmediatez. Lo mismo esto que yo decido nombrar como poesía de paisaje. Y acaso esta poesía de Juanele sea un sumi-è un poco ralentado por los fantasmas de la retórica y de la tradición. Sin embargo, el rasgo más notable de su escritura en relación al sumi-è, pareciera ser el haber comprendido quizá intuitivamente, que mediante esta inconsciencia la naturaleza documenta su destino; mediante esta inconsciencia el poeta hace su prueba de soledad en el paisaje.

En una entrevista que yo leí tardíamente acaso, Juanele intenta explicar esto que toma de Antonio Machado: la prueba de soledad en el paisaje. “Machado [dice Juanele a don Vicente Zito Lema] fue un típico escritor de provincia, en el sentido pleno. O sea, estuvo radicado en un pequeño lugar, y muy espaciadamente viajaba a Madrid, y menos aún a París, aunque no por ello estaba ausente o desconocía lo que pasaba. Machado dice cosas muy profundas y muy justas. Lo que significa vivir en provincia y resistir la prueba de estar sin compañía. Es algo que después yo he sentido en carne propia. Revisando sus libros decía: esto es lo que me sucede a mí. Él afirma que es un desafío muy importante para ciertos escritores, o para ciertos intelectuales o para ciertos espíritus, vivir con la naturaleza, fuera de la ciudad, porque si bien es muy humano y muy necesario contrastar lo que uno hace, someter a la opinión de los colegas o cómplices, lo que uno está creando, saber a qué atenerse sobre su valor, si bien ello es necesario para la conciencia poética, artística en general, lo otro, es decir la contrastación solamente con las cosas que no responden, quizás sea más determinante o más profunda en distinto sentido. Machado dice que él en las provincias no podía preguntarle a un árbol, a una piedra, lo que valía eso que hacía, eso que sentía que debía hacer. Y que le hubiera sido relativamente fácil irse a Madrid a preguntárselo a otros escritores, pero que prefería someterse a la prueba misma, si es que puede considerarse prueba, a esa resonancia que, no sé si imaginativamente, las cosas tienen en el mismo mundo que las rodea.”

Ahora bien, no es asombroso ni increíble que esta prueba de soledad en el paisaje coincida con el espíritu de “Soledad Eterna”, un principio artístico-religioso específicamente japonés, puesto en práctica por los poetas Saigyó y Matsuo Basho, hace más de cuatrocientos años. Principio que se conoce bajo el nombre de sabi o wabi o shibumi. Basho lo pone en práctica en la etapa de su madurez, en la que según se creía, “el regreso a la naturaleza” era más importante que “el regreso al hombre común”. Los tipos de imágenes que evoca sabi, el estilo sabi, se refieren a la soledad impersonal y lejana, a una forma de vigilia profunda o estado de alerta más allá de la emoción personal y de la conciencia del yo. Imágenes dominadas por un alejamiento sugestivo, quietud, suave melancolía y tranquilidad. Es la escritura de toda la obra de Juanele.¿Cuál poema elegiríamos para acercarnos a esa soledad? A medida que la  obra crece, pero tal vez no crece, o tal vez su crecimiento sea tan imperceptible como el de los cristales, más difícil es decidir, aunque escuchamos en los poemas de los últimos años del poeta, un trizamiento, unos signinos dispersos, unas téselas sonoras que se desplazan circundando un tema, una idea, a la manera de Mallarmé, la variación prismática de una idea, quizá, de una sensación o apenas una cosa, una hojita, una brizna de hierba o el latido de una ranita. Pero me gusta la soledad de los durmientes y Juanele armó esta escena :

Aquí estoy a tu lado mujer mía que duermes,
solo.
La noche es una oscuridad tímida
a través
de la madreselva.
(Será en los campos una solemnidad
de giro armonioso,
mágico,
acompasado de grillos y suspirado de aguas).
Estoy solo a tu lado, mujer mía.
¿Qué sueño
agitará tu pecho?
Aquí estoy a tu lado, solo, mujer mía.
¿Qué será de nosotros
de aquí a doscientos años?
Qué seremos ¡Dios mío! Qué seremos?
Dentro de cien,
dónde estaré yo?
¿Tendrá la noche estival,
entonces la forma que ahora tiene?
¿Y habrá una soledad
que gemirá
en esta misma pieza,
al lado
de la mujer dormida?

“Aquí estoy a tu lado”, de su libro El agua y la noche

La prueba de soledad en el paisaje se acerca profundamente a la Soledad Eterna o sabi. No es gratuito que se diga que Machado conoció el haiku y casi lo practicó en sus poemas aforísticos. No es raro comprobar el profundo acercamiento de Juanele al mundo Oriental y al Zen.

En una entrevista con Jorge Conti cuando éste le pregunta cómo definiría la función poética del lenguaje, Juanele responde: “Cuando es utilizado de una manera, diríamos... (claro, hay que hablar de una manera, en cierto modo religiosa) de `iluminación´... Es decir, se carga tanto, pone en función tantas virtualidades fonéticas, conceptuales, rítmicas, que paradójicamente y a la vez se hace transparente y recibe (justamente ahí está la doctrina Zen), por hacerse casi existente, recibe, digo, ciertas esencias, ciertas atmósferas, ciertos aires de esa realidad que al hombre se le escapa... que no puede asir.” [1]

No, no la temas, ella te mira
                                     de donde tú doblas, constantemente, los días…
         Y de noche, aún, te visita,
                       y tú quizá ni sospechas que algunas veces por tu hálito
                                                                ella te respira…:

Quizá la LECTURA DE poesía sea el registro de un paso. De una vacilación como la mía, ahora. ¿Escribo? ¿Busco un poema, un libro, o apenas el reflejo de mi incertidumbre, la estrategia de mi dolor?

 

* * *

[1] Diálogo de Juan L. Ortiz con Jorge Conti, revista Poesía y poética, México, P.73.



 

 

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