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EL MISÓGINO
y Otros Cuentos

Ediciones Kultrún, 2007

Ana Iris Salgado

 

El MISÓGINO
(A M. Bandet, la musa trágica)

Alberto apenas podía escribir, le costaba hacerlo junto a la música de Vangelis que bajaba por las escaleras, en medio de grititos y risas coquetas.

Las mujeres se divertían frente a los espejos plagados de vestidos translúcidos y carteras doradas. Lentejuelas relucientes, hilos de oro, entre sedas y telas finas. Tan solo una mueca de desagrado en el rostro, un leve pestañear en los ojos, las delataba en su mundo de Chanel legítimo. Alberto las conocía detalladamente: en su condición de misógino, las odiaba con intensidad, pero con una firmeza que velaba todo atisbo de aquel sentimiento. Para él, todas ellas eran Margaret, esa pérfida que olvidó la promesa que ambos se habían hecho a los 14 años, cuando ella sólo era Margarita, una pobre muñeca marginal. Ahora todas las mujeres eran Margaret: tontas, insensibles y vacías.

Por eso la música se elevaba aún más y él juntaba las letras atropelladamente para escribir su última voluntad. Siempre supo que ser zurdo era como un castigo, pero que ensayo tras ensayo había logrado realmente ejecutar su mano derecha; esa que ahora lo vengaría de todas las crueldades.

A ratos avanzaba al balcón y descargaba su mirada en cada una de ellas. Todas se parecían a Margaret. Miren que ponerse tanto collar, tanto gimnasio y el bótox. Esas flores en el pelo. Flores que echarían raíces y que luego putrefactas debían ser arrojadas a la basura, junto con ellas. ¿En qué se podría reciclar una mujer? Para un misógino no existe tal posibilidad.

—¡Hola, querida! ¡Qué placer verte! ¡Qué bien te ves! Te queda regio el lila.
—¡Y tú, esas botas! He buscado toda la tarde unas parecidas, pero nada …
—Ah no, imposible, éstas las traje de Europa. Pero ven, mira éstas, ¿te gustan?
—No sé, pero veamos … linda ¡mira qué top!

Por el alto parlante, la música baja unos minutos: «Señoras y señoritas de esta Gran Multitienda Exclusiva / Woman›s Shopping Center … una sorpresa en el tercer nivel. Por favor suban con su ticket, que les dará derecho a sortear un desfile de modas en el corazón de París». Y después las mismas palabras, en inglés y en francés.

§

Entonces las sonrisas de ellas, odiosos chillidos de gatas en celo. La sorpresa ya viene. Sí Margaret, sé que estás ahí, colocando las flores en tu larga extensión de cabello … tu corazón de pasa … vano y seco.

Y la música vuelve a subir. Las melodías corren desenfrenadas por el tercer nivel. La carta ya está en el escritorio, al lado del computador personal que la reproduce, pero sin firma. El protector de pantalla muestra una hermosa mujer rubia, disfrazada de odalisca, luego la misma convertida en vampiresa, luego en gatúbela y en ángel; en demonio y de nuevo en odalisca. La música recorre el salón, las hembras gritan de contentas, en la pasarela está ella, la más hermosa, la reina a imitar.

De pronto la luz … todo es oscuridad … la música desaparece bruscamente. Junto con el griterío, sobresale un aullido terrible. Margaret en el suelo, ensangrentadas las rosas de su pelo y su corazón paralizado.

Alberto sonríe, mientras agita la mano en que sostiene con orgullo el arma asesina.

Ríe, mientras sobre él se lanzan varios guardias. Su mano derecha aún sostiene el revólver, en tanto la izquierda tiene un ejemplar de esa carta, su última voluntad. Sonríe y grita furioso, exultante.

—¡Hoy todas las mujeres han muerto! Todas … infinitamente todas …

 

* * *

CUANDO EL CIELO SE QUERÍA CAER

1
Eusebio Matamala despertó, miró el reloj de pared y descubrió sobresaltado que ya eran las diez y media de la mañana. Restregó sus ojos, miró a su esposa que dormía y no pudo evitar estremecerse de frío. Con una mano alcanzó la camisa que había dejado la noche anterior en el mueble del dormitorio y se la puso rápidamente. Entonces se percató de que algo inusual sucedía. Su esposa, en tanto, seguía durmiendo. Al levantarse notó que, además, había muy poca luz para una mañana de verano. Abrió las gruesas cortinas y el espectáculo le pareció desolador. Nevaba lenta y copiosamente. Frente a sus ojos, la vieja techumbre de tejuelas mohosas de la casa vecina, acumulaba casi treinta centímetros de nieve.

No entendía lo que estaba pasando, ¿cómo podía haber nevado tanto en una sola noche? Lo asaltó una inmensa duda, ¿acaso el sueño lo había confundido? Terminó de vestirse, exaltado. Su mujer se dio vueltas en la cama, cubriéndose aún más con el plumón. Eusebio se dirigió al cuarto de los niños; éstos también dormían. La poca claridad prolongaba sus sueños. Automáticamente tomó el teléfono y llamó a la Compañía para saber la fecha exacta. La voz suave de la operadora le confirmó que ese era el día 10 de julio. Antes que le dijeran el año, atónito, colgó el teléfono. No podía creer que estuviesen en pleno invierno. La noche anterior habían tenido una temperatura agradable y tuvieron que acostar a los niños con sus pijamas delgados. Fue a verlos; ambos dormían con sus pijamas rojos de franela térmica.

No lograba comprender el origen de la confusión. Atolondradamente fue a las ventanas de la calle y descorrió las cortinas: el médico de la casa de enfrente sacaba a duras penas su auto por entre la nieve. En el kiosco de la esquina, el hombrecillo semi inválido barría la nieve de la entrada. Miró el antejardín. Había mucha nieve, el portón de la calle estaba cerrado con llave; algunos juguetes de los niños alcanzaban a mostrarse por entre la nieve.

Se sentó un rato para pensar. Si era invierno, entonces estaba de vacaciones. Por lo tanto, no era necesario salir de la casa, tampoco abrir el portón. Luego de cavilar un rato, se dirigió a la cocina y abrió la puerta que llevaba al patio trasero. Observó que había leña acumulada y ordenada. Ni siquiera recordaba haber apilado leña. Todo parecía ajeno. Más allá, su pequeño auto parecía también dormir. Recogió una brazada de leña y fue con ella al comedor.

Resultó difícil hacer fuego. Ante la ausencia de astillas, tuvo que soplar reiteradamente, no sin antes encender algunos fósforos que no sirvieron de nada. Cuando volvía con la segunda brazada, que había escogido con cautela, encontró a sus hijos levantados.

Los pequeños estaban verdaderamente alborotados con la nevada y los escuchó gritar:

—¡Mira, papá, parece que el cielo se va a caer!
—Cuando deje de nevar, iremos a hacer un mono de nieve, ¿verdad, papá?

Dejó la leña y entró al dormitorio. Allí encontró a su mujer casi pegada al vidrio de la ventana, contemplando las blancas tejuelas de la casa vecina. Se miraron sin decir palabra. No hablaron de la nieve. Tal vez en ese instante comenzaron a enmudecer para siempre.

Los niños, en tanto, reclamaban el mono de nieve en el momento en que, al parecer, llegaba a su fin. Pero cuando Eusebio se acercó a la ventana, comenzó de nuevo a nevar aun más tupido y así siguió cayendo a través de los minutos, las horas y los días.

Uno de esos días, observó que el hombrecillo del kiosco ya se había dado cuenta que no sacaba nada con barrer la nieve si al momento siguiente estaba todo cubierto. Sintió satisfacción al no verlo; siempre le había resultado repelente su aspecto, aunque la relación con éste había sido muy impersonal. Sólo lo veía cuando el hombre desmontaba o tapiaba las ventanas de su kiosco de revistas obscenas o cuando hablaba a gritos con algún transeúnte que Eusebio nunca alcanzaba a ver.

2
La situación empeoraba. Se tomaron algunas medidas. Una de ellas fue quedarse en casa. La nieve se había acumulado tanto que era riesgoso salir de la casa; habría que esperar que todo terminara. Aún quedaban provisiones. Además, ellos no sentirían tanto el aislamiento, pues estaban acostumbrados a estar solos. No tenían tampoco familiar alguno en el pueblo. Por esa razón el teléfono, acostumbrado sólo a las llamadas útiles, tampoco sonó.

Sin embargo, esta eventualidad tomó otro camino, cuando la leña comenzó a escasear. Afuera la nieve seguía su curso normal. Más de un metro de ella dominaba todo lo visible.

Una tarde se detuvo. Nadie hizo nada, ni hubo ningún plan al respecto. Así estuvo por casi dos horas. Cuando comenzaban a recobrar las esperanzas y al caer la noche, el cielo de nuevo se cerró y la nevazón se vino abajo más copiosa que nunca. Eusebio contempló con angustia a los niños que miraban la caída de los copos de nieve que, como plumillas volantes, parecían acercar el cielo gris. Sacó a los niños de esa visión y los atrajo hacia sí cuando estos comenzaron a llorar. Sólo en ese momento notó que el kiosco de la esquina tenía las ventanas tapiadas y que el auto del médico de enfrente apenas se adivinaba en el escueto garaje completamente blanco. En la calle no había transeúntes.

La casa estaba cada vez más gélida. Los niños tuvieron que dormir con ellos. Al despertar preguntaban angustiados cuándo saldrían de casa. Descorrían la gruesa cortina con una pequeña esperanza. Pero era inútil, la nieve avanzaba. Eusebio y su mujer no hablaban, solamente miraban el reducido horizonte buscando una respuesta.

Una noche, el menor de sus hijos comenzó a toser. Lo hacía fatigosamente, con tos seca. La fiebre subió bruscamente. Eusebio desesperado buscó medicamentos. Algo encontró y se pudo reducir la fiebre. Pero pronto tal vez contagiaría a su hermana.

Su mujer, en silencio, sólo atinó pedirle a Dios que el niño no se obstruyera.

A pesar de que disminuyó un tanto la fiebre, el niño continuaba mal, su aspecto era fatigado y sus bronquios se congestionaban cada vez más.

Eusebio, decidido, tomó el teléfono para pedir ayuda, pero éste no tuvo tono, no funcionaba. Miró afuera y distinguió alambres sueltos. Trató de encender el único aparato de televisión que había en casa, pero tampoco fue posible. Ningún canal estaba en pantalla. De pronto recordó que guardaba un aparato de radio. Lo buscó desesperadamente. Cuando lo encontró, le fue imposible sintonizar emisora alguna. En Eusebio reinó la más completa amargura.

Transcurrieron unos segundos de estupor, que terminaron cuando por casualidad fijó la vista en el cielo raso. Descubrió con espanto que el techo comenzaba a ceder con el enorme peso de la nieve.

Nada hacía dudar, pronto se agrietaría. En su cara se dibujó el pavor. Con las mandíbulas desencajadas, vislumbró la escalofriante idea de morir aplastados o quedar a la intemperie. Por un momento, lo trastornó el vértigo. Aunque aún era temprano, todo estaba muy oscuro. A tientas atinó a encender la luz, pero el suministro estaba suspendido. Desesperado, tomó violentamente las cortinas y gritó. Apenas pudo distinguir el espectáculo gris de la nieve que seguía inundando la tierra.

3
Lentamente fue recobrando la tranquilidad. Miró el calendario para no olvidar el tiempo, pero las fechas se habían confundido. Lo más probable era que, mientras ellos seguían abandonados en la isla de la desesperación, sus vacaciones ya habrían terminado. La realidad estaba ahí dentro; y no podía desentenderse del hecho de que ya no quedaba prácticamente nada para comer.

Afuera la nieve había dejado de caer, pero él y su mujer pensaban que podía ser nefasto creer. Les costó mucho dormirse, pues había comenzado un frío intenso. En la oscuridad, imaginaba las enormes grietas de las paredes que cada vez se hacían más grandes. Una vez que los cuerpos estuvieron apretados, unos con otros, adquirieron calor. Eusebio no supo cuánto tiempo se dejó llevar por el sueño. Le sobrevino la sensación de no saber si, bajo el dominio del subconsciente, estuvo dormido una eternidad o sólo un instante.

4
Cuando abrió los ojos, lo atravesó un presentimiento. El silencio lo paralizó. Reaccionó, de un salto se levantó y miró la única ventana en donde era posible ver un poco. En las tejuelas ya invisibles de la casa vecina, colgaban alargados trozos de hielo. Sus fuerzas acababan, sintió que estaba a punto de desmayarse, pero no pudo evitar decir lo que sólo él escuchó.

—¡Dios mío, luego de la escarcha vendrá el deshielo!

La nieve tapiaba parte de las puertas, el techo no soportaría más y cuando viniese el deshielo, vendría también la inundación. Su mujer lo sacó de esa desastrosa visión del futuro para decirle:

—¡Por favor, haz algo, el niño ya casi no puede respirar!

Corrió angustiado. Había que proporcionarle vapor. Hervir agua, eso era … Pensó en la nieve. No le fue posible abrir las ventanas, la nieve se lo impedía. Hizo presión en los vidrios de la ventana de la cocina, éstos se rompieron de inmediato. Como pudo rasguñó fuertemente … sacó nieve y la colocó en un jarro; en ella también iba la sangre de sus dedos rotos por los vidrios. Nada le importaba, sólo poder hacer algo para ayudar a su hijo. Cuando fue a encender el gas, se dio cuenta que también estaba congelado. Desesperado volvió a su cuarto, abrazó a su mujer y a sus hijos para esperar el fin. El sueño se apoderó de ellos y pudieron dormir.

5
Cuando Eusebio despertó, sintió nuevamente una extraña sensación, no sabía en dónde se encontraba. Su mujer y los niños dormían plácidamente. El cuarto estaba totalmente iluminado. El sol de la mañana les daba de frente. Alcanzó su camisa, se la colocó sentado en la cama; como en un ritual se incorporó lentamente y con el corazón vacilante, descorrió las cortinas. Pudo ver por sobre las tejuelas verdosas de la casa vecina, el cielo azul, despejado, límpido. Su mujer y los niños seguían durmiendo, tapados parcialmente. Avanzó a tientas hasta el pasillo; ahí tropezó con una hilera de maletas. Como un autómata fue al mueble del teléfono; ahí estaban cuatro pasajes aéreos, los tomó y leyó. Todos decían: «Enero 10 vuelo 502 / 2:30 P.M. Hora de presentación 13:30 P.M.» Miró el reloj de la pared, eran las diez con treinta minutos.

Las vacaciones los esperaban. Eusebio Matamala sintió alivio y doble confusión, pero no quería pensar, sólo creer que ésa era la realidad, que lo otro sólo había sido una horrible pesadilla producto de la ansiedad y nerviosismo que precede a los viajes. Ahora sí tomó el teléfono, llamó a la compañía aérea y confirmó todo.

Al concluir, los niños y su mujer despertaban. Junto con ellos sus voces infantiles:

—Papá, ¿a qué hora nos vamos?

Esa era la hermosa realidad. El pleno verano. Dichoso comprobó que todo estaba en orden. Descorrió ufano las cortinas de la ventana que daba a la calle. Vio que el auto no estaba en la casa del médico; el portón estaba abierto hasta atrás y pudo observar, casi con alegría, como el hombre del kiosco de la esquina hablaba a gritos, quién sabe con quién.

§

Sólo un pequeño detalle, un insignificante detalle.

En el antejardín había un charco de agua, un pequeño charco y, en medio de él, un poco de nieve. El último vestigio de un reciente deshielo.


* * *

 

La Aldea Universal de Ana Iris Salgado

Ana Iris Salgado, perseverante protagonista de las letras ayseninas, incursiona esta vez en la narrativa, con una temática predominantemente urbana, aunque se cuele a través de sus intersticios una innegable raigambre patagona (la invocación del paisaje típico, la distancia –íntima– de los personajes, la reivindicación autóctona).

Su perspectiva quiere ser universalista y objetiva, aunque no evita cierta explícita adhesión a la literatura de género, no tanto por la reiterada elección de personajes femeninos (al fin y al cabo ese no es un elemento distintivo al respecto), sino sobre todo por los matices intensamente femeninos de sus descripciones humanas y geográficas. Buenos ejemplos al respecto son sus cuentos «La Amiga de Marilyn», «La Peluquera », «El Otro Ojo» (que alude sin duda al instinto femenino), «El Misógino», «La Silla» y «Una Mujer de Escarcha», cada uno de los cuales remueve los paradigmas clásicos del antigénero.

Sin embargo, tal vez el cuento que mejor refleja la personalidad y devoción literarias de la autora –sus raíces, su visión, sus afluentes intelectuales– sea «Cuando el Cielo se Quería Caer», relato estremecedor que en sus diferentes planos le permite componer una sinfonía de sentimientos útiles para una descripción integral del universo local, íntimo y físico, que la habita.

El cuento «Kanstay, Kan … Canoero», cumple el deber reivindicatorio que todo autor del sur austral tiene para con sus pueblos aborígenes, extinguidos a causa del invasor.

El libro, en su conjunto, representa evidentemente un aporte a la literatura aysenina, que ya hace algún tiempo figura –tímidamente quizás– inserta en el mapa literario nacional.

Acrecentar esa presencia, es deber de las nuevas generaciones de poetas y escritores, a los que Ana Iris les muestra decididamente la senda.

Carlos Aránguiz Zúñiga
Rancagua, primavera del 2007.

 

 

 

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Ana Iris Salgado