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Thomas Bernhard
La moribundia de un escritor austríaco

Antonio Avaria



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Con motivo de la muerte temprana de Thomas Bernhard (1931- 1989), y la difusión de su vasta y original obra en castellano, cabe recordar que mucha parte de la novela alemana contemporánea proviene de Austria, un país que en este siglo ha nacido de nuevo dos veces, al final de las dos guerras. No sólo los tres grandes –Franz Kafka, Robert Musil, Hermann Broch– nacieron súbditos de la Monarquía del Danubio; también Heimito von Doderer (Los demonios), Stephan Zweig, Arthur Schnitzler, Franz Werfel, por nombrar a los más conocidos en nuestro medio. Estos centroeuropeos, dice Kundera, asumen y reviven “la desprestigiada herencia de Cervantes”, dando vueltas y revueltas (especialmente en Los sonámbulos de Broch) al tema del hombre confrontado al proceso de la degradación de los valores. Los hijos de un imperio derrumbado no suelen escribir páginas alegres ni tragedias optimistas.

Nada más degradado e infeliz que el mundo de Thomas Bernhard, sin que otra salida que la catastrófica o la nada infinita. Dice: “Nada que alabar, nada que condenar, nada que denunciar. Pero mucho ridículo”. Y sin embargo escribe, sin cejar escribe, dominando un cuerpo comido por la tisis, una o dos novelas año por año, además de estrenar obras teatrales (todas de escándalo) y recibir los máximos premios de la lengua alemana. Escribe contra sí mismo, analizándose, mortificándose en un ejercicio de exorcismo, poseído de amor-odio hacia su patria, que aparece insistentemente en toda su larga obra.

Para el yo doliente y escribiente encarnizado de Bernhard y sus héroes, Austria es la cara más visible de un aniquilamiento universal. Tras el oropel de los festivales internacionales y la belleza voceada por todo el mundo, es la tierra del fracaso político y moral, culturalmente muerta, funeral del espíritu. Se entiende así el escándalo y las vestiduras rasgadas del patriotismo ante cada nuevo libro, o pieza dramática de Bernhard, en un país acostumbrado, sin embargo, a la mirada ingrata y al rencor de sus hijos. Como en Kafka y Samuel Beckett, la situación absurda, cruel y sin salida es metáfora de la ruindad y nulidad de la existencia. ¿Por qué escriben, entonces, por qué viven y cargan la pesadumbre, la náusea, la ira, como si un absurdo soplo sobrenatural los trascendiera? Es un enigma que, en literatura, los grandes desesperados sean los más próximos al despojo místico. En su camino irremediable hacia la nada, sólo viven la noche oscura del alma, pero a contrapelo comunican fe sin límites (absurda, según la lógica) en los poderes de la angustia y la creación.

El origen es el primer libro de una pentalogía novelesca que ha sido catalogada como una de las grandes autobiografías del siglo. Pocas veces una ciudad había sido zaherida más brutalmente: “Salzburgo la horrible” habría que decir, glosando el título Lima la horrible (1964), de Sebastián Salazar Bondy. Es “una fachada pérfida, en la que el mundo pinta ininterrumpidamente su falsedad, y detrás del cual todo lo creado tiene que atrofiarse y pervertirse y morirse lentamente. Mi ciudad de origen es en realidad una enfermedad mortal, con la que sus habitantes nacen o son arrastrados y, si en el momento decisivo no se van, se suicidan súbitamente, directa o indirectamente..., o perecen lenta y miserablemente, en ese suelo de muerte, arquitectónico-arzobispal-embrutecido-nacionalsocialista-católico, y en el fondo totalmente enemigo del ser humano”. El muchacho de 13 años la ve como un museo de la muerte, hecho de abyección y vileza, y no camina ya rodeado de música, sino repelido “por el lodazal moral de sus habitantes”.

En este Bildungsroman (novela de formación, de aprendizaje), de tan ilustre familia en la literatura alemana (Goethe, Séller, Musil, los hermanos Mann), el niño es víctima de la antieducación nazi y luego de la católica autoritaria; percibe el internado como un continuo horror construido abyectamente contra su espíritu, sucio y “hediondo a muros viejos y húmedos y a sábanas viejas y raídas y a alumnos jóvenes y sin lavar”. Un gran desesperado chileno, Pablo de Rokha, coincide con esta descripción en Satanás (1927), refiriéndose a sus años de formación en Talca: “El Seminario de las polillas, catres de chinches meados de perro/ y muertos, el Seminario de las arañas y el gran invierno/ abandonando su huevo enorme en los soberados de la infancia/ la yegua cristiana y difícil/ la cola peluda y colonial del catolicismo/ enlazándome, envolviéndome, amarrándome...”. Parecido lenguaje iracundo, intransigente, que no admite reconciliación, utiliza Thomas Bernhard para revivir el drama de su infancia y tomar desquite de un mundo que siente malvado y enemigo.

En su afán de perfección verbal, Bernhard es casi un manierista. La pasión de su invectiva se transmite al estilo, que recurre al anacoluto o inconsecuencia del régimen gramatical por la misma deliberada voluntad poética que empleó Neruda en su poesía de la angustia (Residencia en la Tierra). El curso narrativo adopta variaciones, meandros, permutaciones y reiteraciones de eficaz efecto sonoro y emocional, sin perder –ni siquiera en la traducción– su cualidad encantatoria.

El niño se refugia en el sótano a practicar el violín, pensando en el suicidio; por eso el bombardeo y la destrucción del internado lo liberan de un instrumento aborrecido porque es símbolo de su cautiverio y humillación durante su etapa infantil. Al salir verá los montones de cadáveres y las ruinas de la ciudad. Al terminar los siete años del Anschluss (la anexión a Alemania), la “paz” que sigue continuará abofeteando en cuerpo y alma al protagonista, quien nos abandona al cumplir los quince años. El narrador rescata al abuelo y al tío como dos seres que fracasan en el cumplimiento de sus ilusiones, pero que merecen ternura y gratitud.

Muerto Thomas Bernhard, su obra y la de sus connacionales –el más conocido es Peter Handke (1942), y también Peter Turrini (1944)– sigue imprimiendo una marca original en la literatura contemporánea de lengua alemana.


 

 

 

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