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Borges, Panchito, Renzi, Piglia

Por L.M.S



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En Historias personales (2015-2017), Ricardo Piglia nos cuenta esta historia, que Borges le había contado a Emilio Renzi, y éste a él:

Lo llamé por teléfono para invitarlo y accedió enseguida. Me recibió en la Biblioteca Nacional, amable, con su tono indeciso, parecía siempre a punto de perder la palabra que quería decir.

Enseguida me habló de La Plata, donde vivía su amigo el poeta Paco López Merino, con quien se visitaban asiduamente. Un domingo en casa, me dice Borges, contaba Renzi, después de almorzar y antes de irse, su amigo insistió en saludar al padre de Borges que, como era costumbre en los criollos viejos, dormía la siesta. Luego de algunos cabildeos, decidieron acompañarlo al dormitorio.

Doctor, quería despedirme de usted, dijo López Merino.

Todos se sintieron incómodos, pero como lo querían aceptaron la amistosa e imperativa resolución, y el doctor Borges, con una sonrisa, tranquilo, lo saludó con un abrazo... Al salir López Merino vio la guitarra de Güiraldes, que el autor de Don Segundo Sombra le había obsequiado a la madre de Borges antes de irse a París, y López Merino la hizo sonar, dulcemente.

Está destemplada; nunca fue muy buena esta guitarra, dijo malicioso el poeta, contó Borges, y agregó Borges, dijo Renzi, parece una maldad, pero solo era un chiste de muchachos.

Lo cierto es que López Merino se mató de un tiro al día siguiente y ahí entendieron lo imperativo y sobrio de su saludo final.

Lindo, ¿no?, dijo Borges con una sonrisa cansada como si la elegancia de la secreta despedida lo hubiera emocionado.

 

Paco López Merino corresponde al poeta Francisco López Merino, a quién llamaban Panchito, muy cercano a Borges y a su familia, con quien compartió sus primeras creaciones e incursiones en el dinámico mundo intelectual del Buenos Aires de aquellos años. López Merino publicó algunos libros en que primaba una poesía melancólica y dolida, que reflejaba las duras experiencias que le tocaron vivir en sus jóvenes años.

El 22 de mayo de 1928, Francisco López Merino puso fin a su vida con un disparo. Tenía 23 años.

Borges resintió mucho esta muerte, y en dos publicaciones de sus poemas incluyó sendos homenajes recordatorios de su amado amigo.

 

 

A Francisco López Merino

Si te cubriste, por deliberada mano, de muerte,
si tu voluntad fue rehusar todas las mañanas del mundo,
es inútil que palabras rechazadas te soliciten,
predestinadas a imposibilidad y a derrota.

Sólo me queda entonces
decir el deshonor de las rosas que no supieron demorarte,
el oprobio del día que te permitió el balazo y el fin.

¿Qué sabrá oponer nuestra voz
a lo confirmado por la disolución, la lágrima, el mármol?
Pero hay ternuras que por ninguna muerte son menos:
las íntimas, indescifrables noticias que nos cuenta la música,
la patria que condesciende a higuera y aljibe,
la gravitación del amor, que nos justifica.

Pienso en ellas y pienso también, amigo escondido,
que tal vez a imagen de la predilección, obramos la muerte,
que la supiste de campanas, niña y graciosa,
hermana de tu aplicada letra de colegial,
y que hubieras querido distraerte en ella como en un sueño.

Si esto es verdad y si cuando el tiempo nos deja,
nos queda un sedimento de eternidad, un gusto del mundo,
entonces es ligera tu muerte,
como los versos en que siempre estás esperándonos,
entonces no profanarán tu tiniebla
estas amistades que invocan.

 

Mayo 20, 1928

Ahora es invulnerable como los dioses.

Nada en la tierra puede herirlo, ni el desamor de una mujer, ni la tisis, ni las ansiedades del verso, ni esa cosa blanca, la luna, que ya no tiene que fijar en palabras.

Camina lentamente bajo los tilos; mira las balaustradas y las puertas, no para recordarlas.

Ya sabe cuántas noches y cuántas mañanas le faltan.

Su voluntad le ha impuesto una disciplina precisa. Hará determinados actos, cruzará previstas esquinas, tocará un árbol o una reja, para que el porvenir sea tan irrevocable como el pasado.

Obra de esa manera para que el hecho que desea y que teme no sea otra cosa que el término final de una serie.

Camina por la calle 49; piensa que nunca atravesará tal o cual zaguán lateral.

Sin que lo sospecharan, se ha despedido ya de muchos amigos.

Piensa lo que nunca sabrá, si el día siguiente será un día de lluvia.

Se cruza con un conocido y le hace una broma. Sabe que este episodio será, durante algún tiempo, una anécdota.

Ahora es invulnerable como los muertos.

En la hora fijada, subirá por unos escalones de mármol. (Esto perdurará en la memoria de otros.)

Bajará al lavatorio; en el piso ajedrezado el agua borrará muy pronto la sangre. El espejo lo aguarda.

Se alisará el pelo, se ajustará el nudo de la corbata (siempre fue un poco dandy, como cuadra a un joven poeta) y tratará de imaginar que el otro, el del cristal, ejecuta los actos y que él, su doble, los repite. La mano no le temblará cuando ocurra el último. Dócilmente, mágicamente, ya habrá apoyado el arma contra la sien.

Así, lo creo, sucedieron las cosas.




 



 

 

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