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Lapis aurea

Claudia Posadas

 

PAROXITUM 

El gesto con que reconozco el día
y que disipa la ambigüedad de la noche,
la fulguración con la cual recobro los nudos de mis actos,
de pronto carecen de sentido.

Me es ajeno cuanto habría de decir.
No vislumbro las palabras,
y ni siquiera las comprendería si alguien las nombrara por mí.

El ave del significado es una ráfaga sin forma.

Cuanto habría de enfrentar es inalcanzable.
Me vence el estancamiento de la sangre,
el hastío de quien vuelve sin gloria ni derrota.

Me abandona la tibieza de lo que había creído una pertenencia,
lo incierto me jala como una caída irreversible:
todo signo se convierte en vértigo.

Porque había decidido renunciar a los puentes. Puentes de razón,
puentes de lenguaje,
                          puentes de poder,
puentes,
insondables puentes que se fueron tendiendo bajo una extraña vigilancia.

Porque había decidido abandonar el orden
y no cumplir sus votos en palabra,
acto o pensamiento,
no ser para intuir hasta dónde fui tomada por el mundo,
y encontrar lo hermosamente mío.

Y todo en nombre de un corazón que desconozco
y que mínimo,
abisal,
sostiene mi agotada reciedumbre.

Y todo en contra del absurdo,
todo por reconstruir las percepciones de esta cárcel
 a imagen y semejanza de la transparencia.

Pero en esta orfandad sólo existe el miedo.

¿Qué será de mi carne sin su altar de lo aprendido,
sin los hilos a los cuales había enlazado su memoria,
una forma estéril, imprecisa?

Y si todo es aparente,
la construcción de una conciencia,
¿podría permanecer sin asidero pensando que la cárcel no es real?

¿Y entonces qué es lo real?

¿O mejor debería guardarme en la locura y fundirme en astros invisibles?

El salto, la caída, olvidar el resplandor de lo habitado,
cómo duele este paso decisivo.

Y todo por saberme,
por hallar otro fundamento contra este invierno viejo,
inalterable,
donde el corazón es el vestigio de una luz vencida por el tiempo.

 

 

DE LAS TORTUOSAS MAQUINARIAS

La obsesión,
su trastocamiento irreversible.
Venas como un orden invasor que va tomando el templo y tus campos fértiles
hasta concentrar su lenguaje.

Vértebras espinas que se irán cubriendo con la carne de las consumaciones.

Una vigilancia anfibia sumergida en el frío
cuyos párpados transparentes aguardan el mínimo quiebre de tus actos
para cumplir su mordedura.

Cualquier gesto es golpe en tus heridas,
cualquier palabra,
matiz de lo aparente,
nutrimentos    nutriciones sucesivas    alud acumulado en el corazón de tu violencia estalla el pulso,

el sofocamiento contenido,
y despertar una y otra vez en el borde irreversible,
y una y otra vez,
con el cuerpo atado,
cumplir la ceremonia.

Al principio son extraños los mecanismos de esta vieja y complicada máquina,
y lo adverso una fatalidad que no puede atacarte.

Con el tiempo,
el engranaje se aceita en la repetición hasta perfeccionar su ritmo,
y el adversario se convierte en el panal de llamas conspirando contra ti.

Pero en ocasiones la maquinaria es útil por la atención con que desmenuza los detalles
y te es posible revelar las cajas de tortura de los otros,
aquellas inofensivas sutilezas
que de pronto son los templos del orgullo escindiendo tu carencia,
la burla que se esconde ante tus duelos,
o la sentencia a muerte de quienes, como tú,
son los delatores:
cuántas veces,
antes de que nombraras el rostro de su miedo,
los verdugos te negaron sus banquetes y sus puertas,
o cerraron su sarcófago en tu sangre.

Y sin embargo cuántas veces,
debido a tus precisos goznes,
lograste  escapar de sus cámaras de rendición.

Triste e íntima victoria el descubrir por enferma lucidez las formas de este reino de masacres,
pero sólo eso.

Y cada vez más grande el estallido,
más alto el sedimento de su furia.

Más hambrientos e innobles los verdugos cuyos rostros,
en el sueño,
han sido el círculo hilarante cercando tu impotencia
y que ahora, en la vigilia,
son la perfecta y encarnada máscara de tu dolor.

Más poderoso el ejército de tus Apariciones,
lo que más temías,
y no supiste fue llamado por ti.

Y siempre el llanto,
el angustiante desandar de lo perdido.

 

 

CONSOLAMENT

Llego a la Estancia Noble
como entrar a una mansión de silencio
después de las heridas del mundo.

No fue necesario contar la raigambre de mi súplica: el Vigilante, el que atenuó en silencio mi extrañeza frente a cualquier intemperie inconcebible,
el Presagio cuyas pequeñas levedades fueron disueltas en la gravidez de los días,
ya había medido,
con su astrolabio,
la hondura de mi cansancio a las órbitas extremas,
y previsto cada ebullición del magma.

También,
ya conocía el nombre y la cantidad exacta de elementos,
su temperatura,
los procesos que debieron cumplirse:

caltination              sublimation                  solution
putrefaction                   distiliation
coagulation

tinctur.

Asimismo había creado con su mínima Armonía de órbitas celestes las notas que habrían de cicatrizarme,
y escrito cada hallazgo o el extinguirse de la luz en el Scivias de nuestra historia.

(“Faltaría contar la unión donde, siendo una sola estrella, tomaremos como nuestras las leyes de la incandescencia y brillemos en el Uno...”, me dice el Eterno con un diminuto fulgurar de vuelo.)

El Escanciador me recibe portando la vasija donde serenó agua del pozo. Cierran mis duelos al ser lavados por ese río con el que unge mi cabeza y que vierte en el Vaso Espiritual:
si fidem addit, salvus erit”,
tomar de la transparencia para ser de la transparencia.

La música de esferas encauza la vibración del pensamiento mientras respiro la germinación de la Rosa.

Entrego al Celebrante la copa en la cual vertí el aceite de ira forjado en el invierno de lo visible, aquella sangre con que nutrí mis lámparas y cuya combustión, en el largo exilio de la luz, no fue suficiente para depurarse,
mi sangre que el Dispensador destila en su redoma y dispone en el cáliz “cuya ofrenda deberá derramarse en el Crisol”,
me dice con las miríadas de ojos que revisten sus miríadas de alas.

Melhorament, beso el manto del anciano en que el Múltiple se ha transformado...
            Adoratio, el Libro de su Ordenanza es impuesto sobre mi cabeza,
así como las manos de una multitud de murmullos que se desvanecen...
           Melioramentum, repito la oración escuchada en el sueño. Su ascendencia revive el talismán que me fue devuelto. Me deslumbra ese latido y rememoro el incendio blanco y el primer y más terrible duelo al saber de un abandono, y sin embargo la promesa del reencuentro y entonces tú, el alba, la rosa y la neblina son en esta sola gema...

Tú, Alquimista, Emisario de la estirpe de los Primeros Nacidos, el Nacido Lejos,
tú mi Spiritus de quien fui arrebatada para que supieras el frío y la gravedad,
y para convertirme en el témpano de tu ausencia,
acepto el misterio de mi destrucción y cúmplase la razón de tu llamada y de mi búsqueda
y seamos en el Padre y la Madre.

Tú, el Poder que ya es un Trono y el círculo de fuego girando alrededor de mi cuerpo
y que en su vórtice cada vez más rápido absorbe mi carne y mis huesos,
mis cárceles de tiempo y las máscaras del absurdo hasta revelarme en mis vestiduras inmortales,
hasta levantarse en mi cabeza como un Castillo flameante,
como una coronación viva y recién nombrada,
corona sin fin en la luz blanca más allá

de la blancura de la luz.

 

 

 

 

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