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HEBRAS VIUDAS, DE DAVID BUSTOS

Damaris Calderón Campos



 

 

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“El amor transcribe perplejo/ lo que el autor le dicta/ La perplejidad resulta de lo que se escucha”. Esta, según mi percepción, sería una buena manera de adentrarse en el libro de David Bustos, Hebras viudas, o al menos, fue la manera, en que lo hice yo. Entrar a un espacio, a veces armado con la precariedad de un set cinematográfico por donde transcurre una película muda, un set  mirado después de desarmada la vida (sus escenas) antes de verlas deslizarse ante los ojos como en una película, porque la imagen, mirada a distancia, adonde conduce es “ a un pasillo que da al dormitorio matrimonial y ahí se consuma un arte quejumbroso, demasiado real para estos días sin gracia, que contados uno a uno son reflejos de la lámpara de lágrimas”. Es decir, el sujeto que estuvo involucrado, en la alguna vez cama real, consumando ese arte quejumbroso, ahora se distancia y lo mira ( lo desmonta, lo desmitifica), intenta reducirlo a un set. Me es muy difícil (muy) hablar de un libro de poesía, cada vez más es la tentación del silencio, por lo poco que creo que añade cualquier comentario a un poema, sin embargo, la necesidad también de comentar , de compartir. Y entonces com (parto) desde estas instantáneas obtenidas del saco del lagrimal del amanecer, del silencio deformado del hierro.

Hebras viudas, como hilachas de la trama de una vida cotidiana que se deshace, de la que quedan sin embargo huellas, registros, hilachas, hebras viudas de un ovillo que comprende toda la existencia. Existencia que se desplaza, entre el enredo de las palabras, por suerte diáfanas, transcribiendo con una dignidad y sobriedad encomiable la tragedia de la pérdida, porque Hebras viudas es un registro de la pérdida, de la soledad, del desamor, de cabellos finos que se van pero también se adhieren a la tina del baño, de las cosas que desaparecen por el espejo retrovisor y que casi nadie mira, lo que se va alejando en su fugacidad vertiginosa. Alejado del patetismo, del sentimentalismo fácil, de la queja, el poemario se va construyendo con la voz de un hablante que ante el dolor busca un lenguaje tenue, un lenguaje que quizás reconcilie los bordes de lo quebrado, el lector va siguiendo este itinerario de pérdidas más por el fragmento de la escena, por el objeto abandonado, huérfano, que por lo que le comunique explícitamente el autor. El abandono se percibe en las huellas que dejan los cuerpos ausentes o tal vez el cuerpo ausente, el cuerpo del amor, la soledad de la cama que se percibe por la falta de simetría en un colchón de dos plazas donde sólo una parte evidencia la erosión del peso de la superficie, el colchón viudo, el perro abandonado del vecino que llora inconsolable, el cenicero atestado de colillas, el té frío en la mesa de centro van conformando ese espectro donde en frio de la soledad quizás sea la única tibieza posible, en un mundo huérfano, viudo, donde el lenguaje se aferra con dignidad al tránsito de las cosas, a su desprendimiento. Una de las cosas que más aprecio de este libro es este “ tono menor”, este tono donde no es necesario el énfasis , el desgarro verbal, porque cada situación, cada cosa perdida, cada imagen, en su desnudez, resultan más conmovedoras, hablan por sí mismas. También el empleo de la ironía y la autoironía, que tratan de paliar el dolor reduciéndolo a un imposible , así, poemas como “A pedir de boca,” donde se invoca al ángel de la infancia con el que se tropieza con un carrito de supermercado como” soluciones parche/ortopedia de segunda”, sin siquiera saber si se sangra por la herida o “Por lo más delgado” donde “ las hebras como hiedras/ en un jardín abandonado/ en vuelven en causales remolinos/ un clásico film/de lágrimas negras” o “Antes de lavar vacíe sus bolsillos”, donde “ la ropa en el colgador (deja) que el viento entre por una maga de la camisa y juegue con el puño”.

Sin embargo, así como el poemario es un registro de la pérdida, del desamor, es también, en un complementario movimiento, un libro de amor, de profundo amor por todo lo evocado, de un amor tan grande, me atrevería a decir, que se reviste de pudor, de delicadeza, donde toda palabra se sabe insuficiente para nombrar, porque el hablante , el viviente, el sufriente heroico, transido de humanidad cotidiana, camina descalzo sobre piedras ardientes y sabe que el cuerpo siempre es alcanzado por una palabra más grande, por una palabra que no puede nombrar. Quizás el poema más explícito, que se construye como una fábula, sea “Alguien visita a Anna O en su cabaña”, donde el viaje, el aprendizaje, desembocan en la entrega, en la búsqueda, en el aprendizaje, “ de cómo el amor se pierde a cada instante”. O el espléndido poema “ Fuera de servicio” donde “ las hebras proliferan como hiedras del escuadrón de la muerte” y el poeta, como el anatomista “picotea y zurce, redacta/ movido por un interés casi científico/ las funciones de los tejidos de la vida que se está viviendo/ y que en ningún caso se está por vivir”. Sin embargo, dentro del libro, de sus ruinas, emerge luminosa la figura de la niña, la que tiene brazos y piernas para caminar por el mundo, la que lleva en la punta de su lengua la palabra dios.

Como una paráfrasis sobria, del “Tango del viudo”, amo ese momento final del poemario donde en “Apartado” (tachado), se habla de la búsqueda de un lenguaje recortado, ajardinado, una manera, en fin “ menos pedregosa de entrarle a la vida y a la muerte”.

Marianne Moore escribió que el arte de perder no es difícil de dominar y que hay que escribirlo como si no fuera un desastre. Del linaje de los perdedores ( quién pierde qué y a quién deja la pérdida con las manos vacías, quizás plenas también, transmutadas), de ese linaje, es este poemario de David Bustos, que de la pérdida, hace arte, escritura, poesía, sin estridencias, sin ostentación.



 

 

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