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El profesor nunca llegó tarde

Por Diamela Eltit
Revista de Libros de El Mercurio, Domingo 31 de Agosto de 2014

 


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Es interesante pero a la vez complejo el ingreso a los dominios públicos de categorías que permiten re-leer signos que permanecían indeterminados o insumisos antes de que la pulsión clasificatoria capturara escenas y escenarios. Desde esa perspectiva, actualizando las imágenes de un pasado que no termina de transcurrir, me atrevería a afirmar (con reparos por acudir a una ortopedia cultural) que Nicanor Parra, su persona, consolidó lo que hoy se podría señalar como una presencia performática fundada en una precisión, es un decir, científica. Su opción por una determinada teatralidad de sí fue crucial para la construcción del personaje vivo que hoy representa y se celebra.

Su presencia de superstar se organizó desde una estructura que no dejó de lado la austeridad (deliberada) del provincianismo agrícola. Se podría pensar que él mismo se construyó como un artefacto o como parte de un antipoema activo. Esa es la imagen que percibí del profesor y poeta Parra, como le decía mientras fui alumna del Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile en los años 70, ese tiempo del silencio y de la ocupación.

Como la alumna que fui -sitio de observación privilegiada-, pude percibir en ese preciso período cómo él, desde el lugar académico, buscaba establecer (con vehemencia) su filiación literaria, básicamente a través de pensar y repensar a Carlos Pezoa Véliz, poeta de las "vidas mínimas" y perfecto sintetizador de la melancolía chilena. Una y otra vez, Parra, como le decía en ese tiempo, volvía sobre Carlos Pezoa Véliz para hablar en realidad de sí mismo o para encontrar antipoesía, la de él, en la poesía nacional o para situar el inicio de su genealogía en la dirección de un proyecto, es un decir, "micro". Lo no dicho pero sin embargo presente era la también poderosa poética de Neruda, una poética que Nicanor Parra, como le digo ahora, había pensado de manera muy compleja y prolongada.

Carlos Pezoa Véliz era el objeto preferencial en esas clases donde Parra, como le decía, con su particular procedimiento, llevaba a cabo su performance, plagada de silencios expectantes donde también establecía ciertas afirmaciones lapidarias e inolvidables por su exactitud: "una cosa son las metáforas y otras los metaforones", y a continuación acudía a ejemplificar su sentencia con un conjunto de versos que ilustraban una u otra característica.

Pero más allá de los metaforones o de Carlos Pezoa Véliz o del profesor Parra mismo, como le decía, estaba la obra-Parra, en ese tiempo ya completamente consolidada, porque la antipoesía habitaba los centros del canon local. Esa obra-Parra que amplió los registros poéticos y se inscribió velozmente en los imaginarios, en parte, debido a que los imaginarios locales ya la conocían porque sus materiales provenían de los usos de la cultura misma y eran sometidos poéticamente a una cuidada y sofisticada reelaboración. Se trataba de incorporar las paradojas y tensarlas. Se trataba de darse una vuelta de carnero para salir o no salir indemne. No importaba. Un cuerpo textual nuevo se había hecho presente que trabajaba los opuestos y los mantenía en un perfecto equilibrio.

La antipoesía ya había irradiado sus marcas en otras escrituras donde Parra, como le decía, extendía sus huellas. Pero, por otra parte, en las infaltables e infatigables conversaciones de estudiantes de literatura o en círculos poéticos abundaban una serie de lugares comunes que oponían poéticas de manera muy básica o ingenua (por ejemplo, Parra-Neruda). Nunca compartí esos planteamientos ni los comparto en el presente, pues considero al espacio literario como una trama o un tapiz que tiene diversas hebras y que, en su conjunto, y gracias a la potencia de las propuestas, configuran el gran sitio de la escritura que, a su vez, posibilita su incremento con los signos del porvenir.

Pero me parece pertinente señalar que Parra, como le decía en ese tiempo, no puede ser aislado de "los Parra" de esos años. Por un azar, en esa época, había conocido a su hermana la cantante Hilda Parra en el liceo de la población José María Caro, donde yo trabajaba como profesora secundaria; por supuesto, estaba la gran obra de Violeta y sus hijos Isabel y Ángel, su hermano Roberto, pero también Parra, como le decía, acostumbraba a ir a la Universidad con sus hijos pequeños, Colombina y Juan de Dios, y también su hija mayor, Catalina, objeto de un antipoema vibrante que sus alumnos conocíamos muy bien. "Los Parra" operaban como un conjunto realmente homogéneo, pero simultáneamente heterogéneo en la medida en que sus desplazamientos podían ser leídos de manera individual, pero a la vez como una tribu particular que se extendía de manera rizomática por los espacios: desde los pueblos, los circos, las peñas, las poblaciones emblemáticas, hasta llegar a la academia chilena.

En cierto modo, "los Parra" estaban en todas partes (hoy siguen su deambular por la diversidad de sitios culturales), pero, claro, Parra, como le decía, era el protagonista de mi escena como estudiante de literatura y necesariamente me obligaba a pensarlo a él mismo como la antipoesía a la que aludía en sus clases. En cierto modo, percibí entonces -y no dejo de pensar que quizás estaba equivocada- que su propia propuesta lo agobiaba, lo obligaba a representarla cada vez, lo empujaba a pelear en contra de "molinos de viento" (principalmente Neruda) o en contra del sinsentido o a favor de las expectativas de los otros que esperaban de manera no demasiado sutil una iluminación o un momento verdaderamente sagrado. O, lo peor, desfallecían por una muestra definitiva de su ingenio.

Pero Parra, como le decía al profesor de esos años, parecía tener una capacidad excepcional para sortear todos los escollos y sostener su personaje. En parte algo de él apelaba a la construcción -"Obra Gruesa"- y a una apropiación de los espacios mediante la extensión de sus "Artefactos". Hoy su obra, más allá de las legítimas diferencias críticas que pudiera suscitar, está en pleno movimiento. Refulge. Se incrementa. Aunque hay que reconocer que la pasión beata de sus fans puede causar saturación por los efectos miméticos que caracterizan a parte de nuestro medio cultural.

Pero no quiero terminar este insuficiente recuento sin reconocer un punto preciso en que el antipoeta (en relación a nuestro medio literario) lleva toda, pero toda la delantera del mundo: Nicanor Parra, como le digo ahora, el hombre de carne y hueso, es extraordinariamente apuesto. Y ese primer lugar, a sus cien años, no se lo quita nadie.

 



 



 

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