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Eduardo Anguita: El amor por la palabra
Recuperación de "La belleza de pensar". Editorial Universidad de Valparaíso, 2013. 296 págs.

Por Patricio Tapia
Revista de Libros de El Mercurio. Domingo 22 de Diciembre de 2013



 


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Con más tranquilidad y menos exigencia, la obra poética de Eduardo Anguita habría sido probablemente más frondosa. Autor de una poesía que no temía en llamar "intelectual", la totalidad de ella -que considera algunos de los poemas más logrados y rigurosos de la segunda mitad del siglo XX en Chile, como, por ejemplo, "Definición y pérdida de la persona" o "Venus en el pudridero"- cabe en un volumen de 200 páginas (es cierto que hacia mediados de la década del 60 siente que se le acabó la veta lírica). Su severidad, por otra parte, no estaba exenta de soberbia y más de una vez señaló que se merecía el Premio Nobel por algunos de sus versos.

Pero Anguita fue también un ensayista considerable. Con más tranquilidad y menos exigencia, probablemente habría publicado más que La belleza de pensar, que reunía un conjunto de ensayos aparecidos principalmente en El Mercurio entre 1976 y 1983. Como hombre de letras, escribió artículos, reseñas y comentarios en otras publicaciones, chilenas y extranjeras, que solo en parte se han recuperado. Así, por ejemplo, los artículos autobiográficos aparecidos en la revista Plan entre 1972 y 1973, recogidos en Páginas de la memoria (2000). En uno de ellos Anguita decía que aprendió a leer a los cinco años de edad y en doce horas. Una mañana le enseñaron las letras y después de almuerzo ya estaba leyendo el silabario. "Yo mismo me asombraba de cómo podían los niños demorarse tantas semanas en aprender a leer, siendo que era tan fácil pronunciar una letra y la siguiente, para que, solas, se formaran las palabras". Es esa fascinación por las palabras, y el pensamiento que transportan, lo que anima La belleza de pensar. En uno de los ensayos reunidos señala que hablar sin palabras es difícil; hablar con palabras tal vez sea aun más difícil. "Pero hablar con palabras sobre las mismas palabras, he ahí lo más arduo".

Lingüística y erotismo

Los temas de La belleza de pensar son variados: van desde la sonrisa de la Gioconda y la participación en lo bello, hasta la "pesantez" y la "gracia" en la poesía chilena -siendo la expresión más extraordinaria de la primera el Neruda de Residencia en la tierra y de la segunda, la obra de Huidobro-; puede hablar sobre lo cómico, o la música y el tiempo; aborda el tema de algunos santos (san José de Cupertino y san Cristóbal) y -con distancia algo irónica- las teorías de Freud. Hay acercamientos a la belleza "como resplandor de la verdad"; o a los colores y palabras -allí cuenta una anécdota de Matisse, y, en una errata de esta nueva edición por lo demás esmeradísima, se borra el nombre de quien la cuenta (es Stravinsky)-; o qué es el ensayo o qué es la poesía. En "Palabra de hombre" dice: "La poesía -como la entiendo yo- es una aproximación, de primera mano, a la realidad, aproximación afectiva y cognoscitiva". Pero que no es muy racionalizable. En otro ensayo indica que la explicación de la poesía nunca la sustituye: "No es la función cognoscitiva lo que más importa, sino la voluptuosidad de la formulación verbal que muestra en carne viva el temblor afectivo de un poema".

Los temas recurrentes, con todo, podrían resumirse en lingüística y erotismo. Habla con propiedad de las funciones del lenguaje y los intentos de notación de Mallarmé. Pero en la tradicional distinción entre "significado" y "significante", no parece estar muy convencido de que lo segundo sea arbitrario respecto de lo primero. Reconoce que un vocablo no es el objeto nombrado, pero agrega que "la palabra tiene cuerpo; ocupa un lugar en el tiempo, y, escrita, también en el espacio". "Me gusta el castellano", afirma en el ensayo "Apriesa cantan los gallos" -un verso del Poema del Cid - en su defensa de los clásicos del idioma para que no sean "traducidos" al castellano moderno. En poesía, sostiene que "si se cambia la forma, se cambia todo"; en otro ensayo: "Lo dicho es la forma de decirlo, y la forma como se dice es lo dicho"; en un tercero se pregunta si una rosa huele más nítida por tener un nombre. Respuesta: "Sin duda; precisamente exhala y huele más bella. Y una flor perfuma con muy distinto encanto cuando es nombrada", y concluye: "Sin nombre, la realidad sería solo la sombra de sí misma".

Otra constante es la "ecuación fluctuante" del eros y la pérdida de la identidad personal en la entrega amorosa. En el ensayo "Paolo y Francesca", sobre los amantes desdichados que están en el Infierno de Dante, cree Anguita que no pueden sentir amor: "Allí el cuerpo no es de carne y hueso; es pura forma; y la pasión necesita más que forma". Desconfía de la educación sexual, que no es sino "la enseñanza de nimiedades anatómicas y fisiológicas, que para todo criterio normal y sensato no constituye sino una frivolización revestida de pedagogía, o en el peor de los casos, la neutralización de sentimientos que deben estimarse sagrados". Para él es algo muy distinto: "uno con el otro en íntimo contacto conocen su ser separado. Y, superior a toda experiencia, esta: capturar el instante eterno dentro del vasto tiempo impersonal. Posesión del tiempo y de la eternidad a través del goce".

Personas y personajes

El libro es un índice de sus lecturas (D. H. Lawrence, Rilke, san Agustín, Baudelaire, Dostoievski) y, también, una galería de la época que le tocó vivir a Anguita (1914-1992). Autores de su edad: José Edwards (de quien ahora se está recuperando su obra); Volodia Teitelboim, con quien editara, en 1935, una Antología de poesía chilena nueva; el "Chico" Molina; y otros integrantes de la "generación del 38", la que intentó convertir las palabras en actos: Miguel Serrano, Omar Cáceres, Braulio Arenas, Alfonso Echeverría. También apoyará, con sus comentarios, a autores más jóvenes, como Manuel Silva Acevedo o Raúl Zurita.

Buena parte son autores mayores (Violeta Quevedo, practicante de un "pesimismo activo", Juan Emar, Humberto Díaz-Casanueva). Conoció a Neruda y sufrió la angustia de su influencia, pero la presencia decisiva fue la de Vicente Huidobro. Para una generación de poetas él fue "un despertar a la propia personalidad", un nuevo ánimo y una actitud "antipesantez". Anguita no se ahorra elogios en el prólogo a su Antología de Vicente Huidobro (1945), homenaje en ausencia (Huidobro estaba en Europa) y es de deducir la tristeza a su muerte, en 1948. Los arcaísmos de "Mester de clerecía en memoria de Vicente Huidobro" ("A muerto de los aires un fino emperador / Escuridad est tanta que non a alrededor...") apenas disfrazan su emoción. En el único número de la revista "David" (1953) Anguita dice creer en el Paraíso y en la promesa cristiana de la Resurrección de los Muertos, entre otras cosas, para poder ver de nuevo a su amigo.

Inseguridad del hombre

Anguita distinguió entre la "pesantez" y la "gracia" en la poesía chilena. Él podía moverse en ambos registros. En uno de los ensayos de La belleza de pensar, "Sonido y sentido", señala que algunas palabras le gustan, sabiendo o ignorando su sentido. Por otra parte, también se jactaba de que cierta vez Huidobro lanzó un acertijo a sus amigos poetas más jóvenes que solo él respondió. "¿Cuál es la palabra que tiene exactamente las mismas letras que 'destino'. Ni Arenas ni Helio Rodríguez ni Adrián Jiménez ni Teófilo Cid supieron contestar. Yo salté: 'densito'. Huidobro se quedó pensando y estalló en carcajadas. 'Por Dios que es bruto usted, Anguita'. La respuesta era 'sentido'".

En 1949 publicó los cuentos de Inseguridad del hombre. Y el miedo parece no haberlo abandonado más; junto a la mala salud, al parecer, modificaron su carácter alegre. Según varios testimonios, su inestabilidad de ánimo iba desde la desesperación al entusiasmo, se acostumbró a visitar adivinas y psiquiatras, llevaba en sus bolsillos remedios para el insomnio y calmantes, en alguna época anduvo armado con un revólver. Se dice que fue el primer poeta chileno -gracias a su labor en publicidad- propietario de un automóvil, que era su única entretención. Con su primer ataque de angustia creyó tener un infarto (infidenció su amigo Enrique Bunster) y fue llevado a una clínica que no tenía camas, por lo que terminó en la Maternidad.

Cuando recibió el Premio María Luisa Bombal, en 1981, experimentó el asedio de la prensa. No quería ni fiestas ni homenajes. "No quiero nada, que me dejen tranquilo nada más". Luego, se dice, viviría encerrado en su departamento, sin recibir a nadie, agorafóbico e hipocondríaco, aquejado de males reales e imaginarios. Murió en 1992, tras sufrir quemaduras al caer sobre una estufa y un derrame cerebral, no se sabe bien qué fue causa de qué.



 



 

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