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VIAJE CON AGUJERO DENTRO

Ernesto Carrión
Tercer certamen del Festival de la Lira de Cuenca, Ecuador



 

 

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Sin embargo mi lenguaje es mi ideología
Ernesto Carriøn

Antes de comenzar diré únicamente que en este texto hay un viaje con agujero dentro. Un diálogo desarreglado. Un corte de gramáticos tendones donde la vida se tensa desde el origen del niño y la palabra hasta el surgimiento de un hombre y sus cabezas en un lenguaje convertido en un laberinto de hachas. Mi niño y sus manos llenas de libros contra la casa. Mi niño chupándose los tallos de los tréboles amargos y desenchufando una canción en los globos de helio. Mi niño que ya no soy yo, que hoy es Ezequiel y a quien acudo en un verso de este modo: “Ahora sé que a mi hijo le costará tener mi edad entender este libro” (verso de Los Duelos de Una Cabeza sin Mundo). Explico al auditorio entonces que lo que estoy leyendo aquí es un reciclado de todas las cosas que alguna vez quise decir y dije y otras que no. Repito esto para que no haya algún mal entendido entre nosotros: aquí hay un viaje con agujero dentro; un diálogo desarreglado e intervenido por recuerdos fugaces y manchas de una identidad a plazos donde me he prohibido a mí mismo masticar el freno, donde me permito avanzar con esa lógica cubista que ordena mis cabezas (sea la de la infancia, sea la de la adolescencia, sea la de la adultez) en una sola. Intenciones sobre todo agujereando la tabla de un cuadro de pensar donde reposa un hombre. Así avanzo y retrocedo. Así ansío deshacerme en los fragmentos difuminados por el deseo de responder con algunas palabras cómo llegue a la lectura y de dónde vino la escritura como un algodón empapado de sangre debajo de la lengua. Así al final no quedará ningún recuerdo de este diálogo desordenado y ustedes podrán irse con la sensación de que no se dijo nada aunque haya puesto toda mi vida en lo que dije, o de verdad lo haya dicho todo y no haya puesto absolutamente nada de mi vida en este texto. Así nace el poema. Así comienzo:

He de confesar que soy un pésimo lector de literatura. De hecho carezco de esa educación formal y alineada a través de corrientes y nudos históricos que tienen los estudiantes de literatura y los escritores de formación académica. A pesar de que aprecio aquella linealidad elegante, he sido desordenado y bastante. Leo desordenadamente, y casi siempre lo que me cae en las manos y que tiene que ver conmigo y si no, lo leído, encuentra su jaleo hasta enfrentarme. Hay un cordón misterioso que ha enlazado el encuentro de ambos: del libro y de mi yo lector. La magia del reflejo está en la posibilidad de trisarme oculta en unas cuantas palabras. Cuando era adolescente y quería dar con Dios leía hasta tres libros por semana (uno de filosofía, uno de poesía y uno de narrativa y me gustaba intercalarlos en un deleite de horas) al final no di con dios, pero sí con mi primer poemario. Recuerdo que amé a Feuerbach y a Nietzsche y que odié todas las verdades de Schopenhauer. Así termina esta introducción de amor a uno mismo. Soy un lector desordenado, que escribe ordenadamente sus libros, y que no tiene formación académica dentro de las letras. Un libro siempre me ha llevado a otro y a otro hasta el infierno. En mi desorden de lector voraz he ido dejando libros a medio leer que algún día retomaré, en mi escritura además he ido dejando textos que rescato a veces, que reciclo. ¿Quién dice que en la literatura no se recicla? Todo se recicla. Todo al fin cuenta. Y esto que estoy leyendo aquí en este momento es un reciclado de todas las cosas que alguna vez quise decir y dije y otras que no. Aquí hay un viaje con agujero dentro (verso de los Diarios Sumergidos de Calibán). Un niño con sus manos llenas de libros contra la casa. Un algodón empapado de sangre debajo de la lengua.

Pero hay que volver al inicio. Al instante en que se gestó todo este amor por la lectura (que luego se convertiría en obsesión por la escritura). Hay que probar que es posible viajar en el tiempo a través de unas pocas palabras. Avanzo. Retrocedo. Estoy entonces en un departamento pequeño en la parte del sur de la ciudad de Guayaquil, donde vivíamos con mi madre y mi hermana. Ese círculo de tres cerrado con cariño por las noches cuando volvía del trabajo mi madre y nos leía cuentos. Recuerdo esa colección de Cuenta Cuentos que incluía casetes de audio que preferí destripar a su descuido para poder tener su voz todas las noches. Recuerdo por primera vez haber recreado rostros en las manchas de la losa. Recuerdo estos rostros que luego tendrían nombre y que ubicaría en hojas llenas de dibujos como historietas por la madrugada. Empieza así mi insomnio con esos libros a los 7 u 8 años de edad. Con esos rostros extirpados a la losa y esas historias que escribía y coloreaba entrada la madrugada hasta las seis de la mañana y que al graparlas se las entregaba a mi madre diciéndole que aquello era un libro. Que aquel manojillo de hojas garabateadas y con escritos debajo era de verdad un libro.

Y esto no es un cuento, pero quizás en nuestra boca todo es un cuento. Pienso en la escritura. En ese útero empeñado en disminuirse (verso de Demonia Factory). Voy ahora al espacio en que quedé colgado entre el final del colegio y el inicio de la Universidad. 1996. Boston College: hay un muchacho sentado en su ventana escribiendo versos sobre la nieve. Piensa en un círculo de temores donde aparecen el amor y el crecimiento. La nieve atrapa los metales de su pensamiento. Piensa en el frío y observa como su cerveza se cubre en un segundo de telarañas. La luna también es una telaraña atrapada en el fondo de una botella. Piensa este muchacho en la escritura y lee Ortega y Gasset y el cuento de La Dama o el Tigre. No sabe qué puerta abrir. No lo sabrá al menos por 15 años más.

Avanzo, pero vuelvo a mi infancia. A mi madre y su segundo matrimonio. Yo y mi silencio. Yo recogido en mí mismo. Yo y los libros comprados para el hogar donde había desde literatura infantil, pasando por la ficción, hasta narrativa latinoamericana. Comprendo bien que el no acoplarme a la nueva familia me empujó a buscarme un hogar en un sinnúmero de libros.  Entonces fui tremendamente feliz leyendo a Robert L. Stevenson, Emilio Salgari, Mark Twain, Julio Verne, Alejandro Dumas, entre otros. Llene mi vida de libros y si tuvieron una influencia marcada, propia de mencionarse, sería solamente visible en ese viaje que aún experimento al abrir un libro (ese desprendimiento parecido a un mecanismo de liberación), esa capacidad de permitirme trasladarme a espacios y épocas distintas (por más trillado que esto suene).  Llené mi vida de libros desde entonces y estos me acompañaron y acompañan en todas las etapas por las que viajo. Avanzo. Año 2001. 12 de la noche, en esa casa contaba con un estudio donde mis libros y yo pasábamos nuestro tiempo juntos. Casi siempre haciendo cosas como escribir y planificar otros libros gracias al insomnio. El insomnio a esos 24 años se agolpaba en las paredes a pulir retratos. Tocaba en mi cerebro su marchita fúnebre de ovejas. ¿Llovía? Creo que llovía sobre Guayaquil y oí esta frase: ¿Vienes a la cama/ tengo celos de la maldita poesía? Hago aquí un silencio por todo el tiempo que adeudo a mi familia y a mi propia vida que quedó enlutado y enjaulado para siempre en horas de lecturas y escritura. Quien lee y escribe trabaja contra el mundo. En su espalda se aglomeran las edades de sus hijos, los amigos desaparecidos, las tardes que se evaporan frente a la casa como un muerto sin pantalones a media siesta pero descomponiéndose entero.

Avanzo pero vuelvo a mis 18 años. Había terminado de leer Demian de Herman Hesse. Había tenido que salir a respirar sobre la vereda de mi casa y de pronto sentí todas las casas tambalearse, quebrarse el aire, a las nubes derretirse hacia mis oídos. Sentí miedo y placer. Me dije entonces: esto es un libro: esto que produce escozor y duda y recogimiento y coraje y pena. Escribir es mantener la lucidez en medio del torbellino; se trata al fin y al cabo –como dijo Perlongher- de una lucha atroz y solitaria por deformarlo todo”. Así debía escribirse. Acordé entonces que lo que me propondría a escribir no debía suceder como una operación matemática o de reflexión pura (menos aún como breves narraciones sobre la cotidianidad de mi vida), sino que este libro debía levantarse como una propuesta en debate con la realidad. Comprendí que iría a elaborar textos divorciados de todo preciosismo (sin alejarse de la estética) y de todo intelectualismo donde no esté implicado su protagonista (sin alejarse de la ética). Wittengstein, de por medio. Y que mi libro debía iniciarse en el sitio donde se han consumido todos los libros posibles y todas las voces posibles. Que debía transformar mi trabajo en un devenir progresivo de mi identidad (recordando que las identidades fueron derribadas desde la modernidad, y que ya nadie es un “todo como tal”, una identidad clara o transparente, sino una extensión de seres, cosas y conocimientos en los cuales deambulamos fragmentariamente. Y que -como dijo Bretón- “la historia de la poesía moderna es únicamente la historia de las libertades que se han tomado los poetas respecto al Yo”).

Sin embargo la literatura no puede cambiar el mundo. La poesía, por ejemplo, no puede cambiar el mundo; sin embargo  “el mundo no vuelve a ser el mismo después de un poema”, dice el poeta español Jorge Riechmann. Pero hay libros que incendian verdaderamente nuestra percepción de la realidad. Creo en esto. Creo, incluso, que la lectura puede llevarnos a vías de mayor tolerancia. Enfrentarse a un autor es, de cualquier modo, enfrentarse a una forma distinta de mirar la realidad. Enfrentarse a un sinnúmero de probabilidades y verdades escogidas. No creo en aquella literatura que no dice nada. Que no está comprometida con la búsqueda de las soluciones a las preguntas esenciales. Dar con mi rostro. Escupirme una verdad en la cresta abierta de mi cráneo en llamas. Siempre los libros más importantes en la vida de uno, son aquellos que han causado un impacto de tal magnitud, que afectan nuestra percepción de la realidad. Debe ser que el mundo no vuelve a ser el mismo después de ciertos libros. Pienso entonces en Demian de Herman Hesse, en Así habló Zarathustra de Nietzsche, en La Evolución creadora de Henry Bergson, en El mundo como representación de Schopenhauer, en Personae y Los cantos de Ezra Pound, en Arte y Poesía de Martín Heidegger, en el Oficio de vivir de Cesare Pavese, en Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio de Henry Miller, en el Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrel, en los Cuatro Cuartetos de Eliot, en el Antiedipo de Deleuze y Guattari, en casi todos los cuentos de Borges, en casi todos los cuentos de Cortázar y Onetti, en casi toda la poesía de Pessoa, en casi todos los ensayos de de Valery, así como en su cementerio marino. Todos estos libros, citados, cambiaron mi concepción ética y estética de nuestro mundo. Todos estos libros replantearon en mí otras rutas posibles –tanto morales como artísticas- para mi trabajo poético.

Avanzo nuevamente en este diálogo desarreglado. Octubre de 2011: Universidad de Cuenca. Encuentro de Literatura Alfonso Carrasco Vintimilla: Hablé sobre Poesía y Tecnología y alguien me entendió mal. Alguien pidió mi opinión sobre qué es lo que considero debe ser la poesía y esta es mi respuesta: ¿Amo lo que me limita? ¿Duermo envuelto en lenguaje? ¿No queremos acaso a veces ir más allá del lenguaje, porque sentimos simplemente que no abarca todo lo que necesitamos gritar? Sé que este lenguaje me limita, sin embargo este lenguaje también me da la forma, me otorga la vida y abre el mundo ante mis ojos, nuestra relación termina siendo la de un canibalismo consentido, tiene la marca de la unidad desgarradora. Sin embargo mi lenguaje es mi ideología, existe en constante consonancia con el sujeto que la emplea. Mi lenguaje es lo que yo quiero hacer de mí, lo que creo de mí mismo, lo que me dibuja sin temor frente a los otros. Mi lenguaje dice de mí, todo el tiempo, cosas que mi silencio solamente arroja a posibles interpretaciones. Y la poesía, que tiene siempre la intención de modificar este mundo, está inflada de lenguaje, es por esto que siempre que hablemos de poesía estamos hablando de política y amor e ideología.

Dos últimos recortes: Casa del Vedado. La Habana 1995. Soy un chico inclinado sobre una máquina de escribir que bebé café amargo y espera que lo que brille al final de esta batalla con la página en blanco sea el elefante aplastado de un poema (verso de los Duelos de Una Cabeza sin Mundo). Allí escribía en un estudio pequeño de una mansión arruinada. Creo no equivocarme al decir que allí sentí por primera vez que iba a ser escritor. Me había sido obsequiado un libro del poeta Félix Pita Rodríguez donde leí esta línea: “Mosca con intenciones de reconstruir el mundo”, sin saber que aquel verso me estaba condenando para siempre.

Avanzo al final. Un niño se toma del cuello, siente escozor. Ve a una niña sentada junto a él. En su overol el sol chapotea únicamente sobre la pequeña superficie de los botones. No encuentra las palabras. Suda el niño. Trata con sus deditos de ensanchar el cuello de su camisa. No sabe qué tiene. Qué enfermedad le está pidiendo ahí en medio de ese patio escolar que hable, que diga algo, que emita algún sonido. La niña no dice nada, pero sonríe. Hay que escribir, sospecha. Hay que pronunciar alguna cosa.

Santiago de Guayaquil, 22 de noviembre de 2011



 

 

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