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DOCE AÑOS DE ESCRITURA EN TODOS LOS GÉNEROS [1]

Enrique Lihn
En ANALES DE LITERATURA CHILENA Año 12, Diciembre 2011, Número 16, 183-201



 


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…de los Decretos Leyes…, de qué manera sortear el peligro de escribir y dar cuenta, en cierto sentido, de esa sensación de bloqueo, de esa dificultad para decir algo sabiendo que existía una censura virtual muy rigurosa y que todos los términos adquirían connotaciones especiales–, llamémosle políticas o apolíticas, según el gusto de los políticos del día; o sea, cómo impedir que la censura cayera inmediatamente sobre expresiones evidentemente intencionadas y otras, también, carentes de esa intención. También se trataba –para mí por lo menos– de manifestar la sensación de agobio que me produjo el año 73 y las primeras noticias y conocimiento de lo que estaba ocurriendo, que eran cosas que podían ocurrirle a cualquiera, incluyéndolo a uno mismo; dado el hecho de que predominó el método de la ruleta rusa en la distribución de castigo y algunas personas que eran amigas mías y que –me consta– si se trataba de militantes, eran militantes particularmente inoperantes. Militantes –digo yo– militantes de la causa de la Unidad Popular. Gente poco activa –o sin ninguna actividad– cayeron, fueron sorteados por esta ruleta rusa y uno paró en un lugar que se llama “Tejas Verdes” y escribió un libro que es uno de los más inquietantes del periodo; que se publicó en España –¿o en México?– [2] y no ha sido leído todavía en Chile, porque se trata de alguien que experimentó en carne propia la experiencia de la tortura durante algunos meses. Así es que la proximidad, la cercanía de la gente había sido comprometida o alcanzada por este temporal armado: era muy angustiante. Por otro lado, por cierto, como todavía el aparato psíquico no se preparaba para la inmersión, para el bloqueo –o sea, no estaba todavía completamente bloqueado– se hizo mucha literatura que no se publicó; alguna de ella bastante mala, en realidad, y en que se trataba de protestar o de adoptar actitudes beligerantes frente a esa beligerancia ambiental: retos y desafíos, por cierto, que existían solamente en el papel; pero que podían también derivar, constituirse en un peligro para sus autores si esos papeles circulaban con su nombre, con su verdadero nombre. Así es que hubo mucha escritura anónima o una escritura contestataria, que replicaba en términos de beligerancia imposible, en términos de una acción utópica, a los hechos y a lo que estaba verdaderamente ocurriendo. A mí me pareció que el hecho de escribir, entonces, no debía confundirse con una acción utópica, que más que nunca la literatura era un fenómeno –como le llaman por ahí– intransitivo, que no iba a incidir de ninguna manera sobre la realidad y que era inútil que se protestara o se dijera lo que se dijera, por escrito, anónimamente o no; la única acción que se podía realizar en eso iba a caer sobre los propios autores.

En el año 73, o sea, a fines de año, en diciembre, por esta cosa que ocurre, por la mecánica en las conductas, que se observa siempre que se viven situaciones irregulares, la gente fue a veranear a sus lugares de veraneo. Yo nunca he tenido un lugar fijo de veraneo, porque no pertenezco a ese estrato social privilegiado que veranea siempre en un mismo sitio: las siete familias de Algarrobo, de… –¿cómo se llama?–. Se me olvidan los nombres. Estuve en Isla Negra, que tiene –como ustedes saben– ciertas connotaciones literarias; es un balneario literario, que no sirve para bañarse en el mar, por ejemplo, sino que para mirarlo, porque es un mar muy tempestuoso, muy espectacular, muy lírico quizás. Y se fue creando como un hábito de ir a Isla Negra en calidad un poco de advenedizo, a unas residenciales que había por ahí; y en ese periodo, a fines del 73 o comienzos de 74, yo estuve allí.

Había iniciado el año anterior unas clases de literatura en lo que se llama el Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile, que en esa época, después del… –¿cómo se dice?– del Pronunciamiento Militar, fue un lugar de la Universidad que estuvo bastante al resguardo de los efectos de ese acontecimiento. No solamente eso, sino que además creció y se convirtió en un Centro de Estudios Humanísticos. En realidad, tengo una dificultad para distinguir lo que es un centro de un departamento; pero se abrió a los profesionales de las humanidades que venían de la Universidad; algunos de ellos, seguramente, desplazándose –por las mismas razones ya anotadas– de una Universidad en otra. Y ese Centro de Estudios Humanísticos fue para nosotros una experiencia –como toda experiencia nueva–, un poco disparatada si se quiere. Hicimos algunas clases bastante disparatadas: colectivas, por ejemplo, entre varios profesores al mismo tiempo, como en un coro; o que se convertían rápidamente en una polémica, porque todo profesor quiere imponer su punto de vista o, por lo menos, su poder. El problema del poder es una cosa que me preocupa mucho; el personalismo del poder, por decirlo así; el hecho de que la gente no se separe tanto por opiniones, sino que por el límite de su persona que es muy sensible y que puede, por lo mismo, constituirse en un deslinde férreo y agresivo.

Ese año estábamos en pleno repliegue, en un repliegue frente a la situación exterior; los que nos íbamos quedando en Chile y que pensábamos permanecer acá, o no lo sabíamos tampoco; y los estudios teóricos de alto vuelo, que tienen la ventaja de trabajar con una jerga especializada, con un lenguaje específico y de pensar ciertas cosas desde ese lenguaje, que es impenetrable para la censura básica. A nadie se le ocurre buscar en el Índice a un señor que se llama Walter Benjamin, porque era demasiado sofisticado hacerlo, a pesar de que es una persona conocida desde hace harto tiempo; o pensar que Ronald Barthes, por ejemplo, había sido simpatizante de la izquierda francesa y del Partido Comunista Francés; es una cosa difícil de percibir desde ese punto de vista, desde el punto de vista de la ruleta rusa. No es que se tratara, por supuesto, de un nido de pensadores marxistas, sino de personas que querían seguir pensando en una textura que incluía, por cierto, el materialismo de una manera más materialista de pensar; en el sentido que esa palabra tiene y con las connotaciones que tiene ahora; no el materialismo del siglo XIX. Entonces estaba leyendo yo –también con el consiguiente y el debido atraso, respecto de las lecturas que se habían hecho incluso en Chile–, estaba leyendo a Derrida, La gramatología [3] de Derrida, el año 73, como quien lee una novela en unas vacaciones, en ese tipo de vacaciones, en Isla Negra; y como todos los que han hecho esa experiencia con ese libro y otros por el estilo era motivante por las mismas dificultades que presentaba para su lectura. Uno nunca sabe si esas cosas las entendió bien, hasta qué punto las entendió; pero de todas maneras eran incentivos; o sea, producen otras constelaciones, desencadenan sonidos, palabras. Y andaba, ocasionalmente, con ese libro y con algunos que tomé antes de ir a la Isla, y llevé también unas antologías de poesía barroca española; que es una lectura que siempre “he diferido” –para usar un poco el término, un término de La gramatología, malamente–. O sea, he diferido esa lectura que me atrae mucho; quizás hay una relación entre esas cosas: una lectura que uno no se decide nunca a hacer por completo, sino que como pasar por ahí, pasar una y otra vez; leer algunos sonetos, de Quevedo, de Góngora.

Llevaba una antología de Quevedo, de los sonetos satíricos de Quevedo, y después amplié esa bibliografía veraniega con algunos otros libros. Y en ese tiempo estaba vivo un amigo mío que se llamó Jorge Elliott, que fue una especie de gran animador cultural en Santiago –y, a lo mejor, acá también–, que era uno de los vecinos de Isla Negra; tenía una linda casa ahí, con un mirador muy lindo hacia el mar; y había sido uno de mis primeros lectores; el que prologó La pieza oscura [4], y que me incluyó en una antología del año 57, cuando yo era muy joven. Y así que alcancé a leer esos sonetos a Jorge; algo que siempre recuerdo. No sé, debe ser un recuerdo puramente emotivo, porque poco tiempo después él murió. Hizo algunas observaciones; era un hombre que siempre hacía observaciones; que desestimé, pero que eran buenas.

Y escribí, me vino una especie de compulsión por escribir estos sonetos y hasta el día de hoy me pesan, porque son objeto de rechazo, de un rechazo más o menos violento, así, de parte de cierta gente, que dicen: ¿cómo se puede escribir sonetos? y ¿para qué escribir sonetos?; entonces yo he ido como necesitando racionalizar en la escritura del soneto y en términos muy generales y, por lo tanto, bastante vacuos, puedo decir que sentí cuando estaba escribiendo eso que –y esto sin demasiados conocimientos históricos– que el Siglo XVI, el Siglo XVII, españoles, el Siglo de Oro, es un siglo terriblemente, una época terriblemente conflictiva, muy dramática, con persecuciones varias a moros y judíos, con categorías como el cristiano nuevo, el cristiano viejo y grandes conflictos en la sociedad española y con un carácter regresivo de esa sociedad, que no se incorpora a la modernidad, en cierto modo; que la elude a través de la Conquista, que es una manera de elidir la responsabilidad que le planteaba el Renacimiento de integrarse a una corriente de modernidad; y es nuestro pasado; o sea, pertenecemos a esa cosa. En algún punto del inconsciente colectivo tiene que haber un trauma que viene de la Conquista y existe una leyenda negra de la Conquista, una leyenda blanca y una tensión respecto de ese momento. Se nos pide que leamos y que admiremos a algunos de nuestros…, como antepasados nuestros –muy falsos a mi modo de ver– a escritores que escribieron en Chile, como don Alonso de Ercilla, que resulta una tarea difícil, la de leer ese poema de punta a cabo; y algunos otros autores que derivaron de esta especie de Renacimiento fallido español, de Renacimiento encubierto; en fin, todo ese conflicto.

Yo escribí, entonces, una serie de sonetos cuyo modelo espero que remoto haya sido el Barroco Español; especialmente los sonetos de Quevedo. Y los publiqué por primera vez en las Ediciones Aconcagua [5], que era una… –no sé si sigue funcionando esa editorial– era un sello editorial formado por los democracristianos: Orrego…, para la publicación de textos más bien sociológicos, más bien políticos; no era una editorial que se interesara muy especialmente por la literatura; quizás entonces por eso pasaron estos sonetos sin una censura literaria. Y después se publicaron en España [6]. A mí me pareció que debían publicarse en España, porque ese género, ese paño, se cortó en España: para hacer las casacas. Y se publicó en la Editorial Ocnos años después, y en estos últimos años he ido como corrigiendo algunos de esos sonetos y escribiendo otros, derivando de cierto tipo de situaciones el soneto; se me ha convertido también como en una manía y como en una manía manierista, como una manera paródica también de referirse a ciertas cosas; o sea, me parece que es una forma que se presta para un cierto tipo de humor, porque, quizás, es una forma pre–constituida en la que uno tiene que meter un cuerpo, y el cuerpo que uno mete ahí a veces no tiene nada que ver con esa forma; entonces, hay una deformación en el contacto del motivo con la forma –no es un género, es una forma– y eso es un deformación cómica a veces. También, como es una forma, es agresiva, como es compulsiva es agresiva; o sea, si algo se mete ahí queda como comprimido, a punto de estallar. La idea mía era como de un cuerpo sometido a la obligación de usar una armadura para jugar al ping–pong, por ejemplo; para hacer algún tipo de ejercicio para el que no estaba hecha la armadura española, la armadura de los conquistadores.

La rima también es un motivo como humorístico; o sea, uno ha abandonado algunos elementos de la poesía que se utilizaron demasiado; muy seriamente, claro, como era de rigor en su momento; pero que después pueden cambiar de función, se pueden convertir en elementos como de comicidad cuando eran trágicos, por ejemplo. Y la rima es como cómica, porque obliga a las palabras a ponerse en parejas que a veces no tienen nada que ver. Existe un criterio, claro, de rima semántica en el sentido de aproximar palabras que tienen un sentido que se metaforiza a través de la rima; o sea, acercamiento de sentidos, pero también hay dislocamiento, o hay simplemente vulgaridad, que es una cosa que me interesa mucho poder formalizar; me interesa mucho tratar de formalizar la brutalidad, la vulgaridad, lo que habría que llamar el mal gusto. La palabra Kitsch, desgraciadamente –o no desgraciadamente– tiene incluso ya prestigio, y es un concepto europeo que, a falta de otro, a veces uno utiliza. Nosotros tenemos otras palabras, pero que no nos sirven, como “cursilería” o “siutiquería”, o algo así. Creo que uno de los problemas que yo tengo es poder hacer eso; hacerlo en la escritura, hacer un equivalente, pero que incluya también la conciencia del fenómeno; o sea, una especie de conciencia o de metavulgaridad, una meta brutalidad, así, que creo son las categorías dominantes en este país. Las categorías del Super Ego Colectivo y del Ello, también, y de todas esas partes del aparato psíquico.

Entonces, a manera de una protesta, a fines del 73, en medio de veraneantes, algunos de los cuales vivían sus últimos días en Chile, distraídamente, escribí cosas como estas. Se llama “Los sonetos del Energúmeno” [7]...

Este libro se publicó me parece que el año 77, la primera vez, y aquí dice, en la contratapa, que el año 76 se publicó una segunda novela que yo escribí el año 75; o sea, muy inmediatamente después de esto; que es uno de esos textos que yo he llamado novela; en realidad, bien pueden serlo; y que fueron mi preocupación durante esos años, 75 al 80, más o menos; en que escribí dos de esos trabajos: uno que se llama La orquesta de cristal [8] y otro que se llama El arte de la palabra [9], que son como una trilogía fallida, o una tetralogía, a lo mejor. Era una especie de libro enciclopédico el que yo pensaba escribir: con los mismos personajes, con mensajes, a lo mejor, de libro a libro; como que salían los personajes de un libro y entraban en el otro, invitados. Del primero tengo un ejemplar único, en el doble sentido de la palabra, porque no tengo otro y porque además es una obra este ejemplar, porque lo corrigió con tres tipos de colores distintos, con tres bolígrafos de distinto color, un escritor que se llama Rodrigo Lira [10], un poeta que se suicidó hace unos tres años tal vez; que fue uno de esos poetas, poetas jóvenes, que optaron por esa salida; que encontró que el suicidio era una solución; respondiendo a la encuesta de los surrealistas: el suicidio: una solución. Creo que había antecedentes psicoanalíticos, pero también –o psiquiátricos– me parece a mí, que había antecedentes de convivencia social, de alguna manera, para tomar esa decisión. Era un escritor extraño; o sea, un escritor compulsivo que tenía una relación excesiva con el lenguaje; como si le hubiera preocupado, a través de las operaciones que efectuaba con el lenguaje, manifestar algo que no siempre decía directamente; o bien, crear una relación entre lo que decía y esa proliferación compulsiva lingüística. Escribió cosas también que ahora, en este momento, pienso tienen que ver con las preocupaciones que les dije yo tengo; o sea, de una gran vulgaridad y muy desnudas también otras; eran confesionales y se referían a los problemas personales y los problemas de su generación, y los problemas que derivaban de esos problemas; o sea, los remedios que agravaban la enfermedad…, las drogas, por ejemplo.

Él un día llegó a mi casa –lo veía en realidad poco y tenía cierta resistencia, además, al personaje, porque era imprevisible; no se sabía nunca bien si…, en qué momento había cordialidad o agresividad disimulada por la cordialidad o viceversa– y me llevó un ejemplar de este libro que él había decidido editar; había decidido constituirse en el editor de un libro que a él le parecía que había sido desestimado, aquí y afuera. En lo que se refiere a Chile es así, porque podrían haber entrado más de veinte ejemplares que fueron creo todo lo que llegó a Chile. Claro, casi no se puede contar lo que estoy viendo yo en este momento; pero él hizo anotaciones en cada página, que van desde la corrección de la puntuación –porque era como un superexperto en eso, y esto a pesar de que había pasado por ciertos correctores, todavía presentaba fallas– hasta imágenes que él pensaba que venían al caso. Como ésta; esta es la “Vermouth Cinzano”, la etiqueta. Cambios de idiomas; de repente a él le parecía que ciertas cosas debían ser alemanas; o sea, que cosas que yo pensaba que eran francesas, él pensaba que debían ser alemanas; como el nombre de algunos personajes y algunos párrafos también en alemán, y toda clase de observaciones; así que yo habría tenido que desescribir completamente la novela para contratar sus servicios. Pero es sensacional el trabajo. Tuvo que agregar páginas para hacer anotaciones y tuvo también que ponerle un lomo a esto, porque lo desarmó completamente.

Esta novela se llama La orquesta de cristal y, no sé, yo muchas veces he escrito sobre esto; pero dudo de que lo que haya dicho sea…, pienso que lo que he ido diciendo con el tiempo constituye como otro texto que, a lo mejor, ya no coincide con la novela y las líneas generales de esa especie de razonamiento o de racionalización del texto que tenía que ver con distintos factores. Con la censura, con el terror y con lo que ocurre cuando dominan estos factores en el lenguaje; o sea, los efectos del terror en el lenguaje, que consiste en que se empieza a decir mucho, es decir, a hablar mucho para no decir nada. El término más técnico proviene de Lacan, es “la palabra vacía”; que es lo que ocurre cuando uno, cuando un aficionado a las palabras habla tratando de sortear una serie de escollos, bajo la presión de la censura. Ahora, eso no está dicho directamente, en realidad; lo que pasa en la novela es que tiene una estructura como de monografía y yo he dicho en esos escritos sobre la novela que tenía una familiaridad perversa con las monografías, porque trabajé durante algunos años en la Facultad de Bellas Artes y, de repente, abría un mueble que había ahí y sacaba algunas de estas monografías escritas por estudiantes de Bellas Artes desde 1915, en una secuencia que iba desde el año 15 hasta el año 50, por ejemplo; trabajos destinados a la inedición, se podría decir, o al anonimato absoluto, que ya se estaban deteriorando, incluso, físicamente, y en que se hablaba de un pintor –Valenzuela Llanos, por ejemplo–, algún pintor decimonónico. La primera monografía era, quizás, la cita de algunos que aparecieron en el periódico contemporáneamente; una exposición de Valenzuela Llanos. Cuando ya se había avanzado en unos veinte o treinta años, todas las monografías intermedias eran objeto de citas; o sea, que eran citas de citas de citas; algunas muy bien organizadas, ciertamente; o sea, no estoy pensando que todas eran malas, por ejemplo; pero era muy divertida esa reiteración, esa repetición, el terror del referente; o sea, no poder enfrentar directamente un cuadro de Valenzuela Llanos, sino que tener que hacerlo por mediación de otros que lo habían hecho antes, que a su vez habían acudido al mismo expediente; esa cosa defensiva y temerosa que se da con signo menos o con signo más en la escritura, porque siempre uno está también citando o re–citando u organizando un material previo, preconstituido; pero que en este caso era simplemente inercia y temor frente a aquello de lo que se está hablando o, quizás, también desidia, pereza y otras cosas así.

Claro, soy injusto, porque a lo mejor entre esos textos había alguno muy valioso y que incluso merecía la publicación; pero el mecanismo era el que a mí me interesaba. Entonces yo pensé repetir eso, esa experiencia del temor a decir, al miedo a decir algo acerca de algo, la obligación de decir algo acerca de algo y el expediente de hacerlo a través de otras cosas dichas sobre ese algo y las deformaciones que se van produciendo en el camino, como en un juego que –no sé si ustedes jugaron– uno se ponía en cadena, le decía algo al oído a su compañero y el otro lo transmitía y esa frase circulaba a través de quince personas y al final se decía y no tenía nada que ver con lo que se había dicho al comienzo; otro mecanismo, la distorsión por cadena de un mensaje, la deformación y también el hecho, que a mí me parece patente, que con las mismas palabras se pueden decir cosas completamente distintas y que el lenguaje es un instrumento para ocultar también las intenciones con las que se está hablando.

Me parece a mí que esas reflexiones acerca del lenguaje ya vienen desde hace mucho tiempo. Nietzche creo yo que era alguien que tenía sus sospechas, y muy bien fundadas, muy bien fundamentadas, acerca de la honestidad del lenguaje o de la propiedad del lenguaje; en el sentido básico, no en el sentido de que el lenguaje es una forma que tenemos de constituir el mundo, que no es el mundo, no es la realidad, sino que en el sentido de las operaciones de ocultamiento, deslizamientos, que se practican a través de la palabra; en que, por ejemplo, se suplen las carencias de la realidad hablando, hablándola o constituyéndola en el lenguaje; haciéndola aparecer como algo que no es, que radicalmente es distinto a aquello de lo que se está diciendo; todas estas astucias y malas costumbres y perversiones de la palabra.

Bueno es…, entonces, una monografía acerca de “La orquesta de cristal” que esta…; el título hay que tomarlo literalmente. En ese tiempo ahí yo leí o vi un libro de textos y de ilustraciones; esas ilustraciones tan bonitas que hacían en el Siglo XIX, que eran entre fotografía y grabado en madera; en que se hablaba de la Exposición Internacional de 1900, que es el núcleo de este texto; cuando se hacían exposiciones desde hace mucho antes, pero la del 1900, por supuesto, tenía que ser muy espectacular, porque era el fin exacto del siglo, el comienzo del Siglo XX, que tuvo características varias, pero entre ellas una característica catastrófica; o sea, el catastrofismo y la noción de fin de mundo, de enfrentamiento con lo desconocido, aunque se tratara simplemente de una cronología: 1900. Podría haber sido 1901 o 1902, quiero decir, pero adquirió esa carga. El fin de siglo, se habla, y el fin de siglo justo es el 1900, en que pasaron una serie de cosas bastante espectaculares, por lo demás; en el campo cultural y en todos los dominios. Ahora, era una costumbre europea hacer estas exposiciones internacionales de artes e industrias, que también llegaron a Chile. En 1910 hay una famosa exposición de artes e industrias en Chile, y también antes. En la Quinta Normal de Santiago; es prácticamente un resto de una de esas exposiciones; algunos de ellos eran perecederos y otros imperecederos. Entonces, en París, que era el centro del mundo, se celebraban estas exposiciones con características absolutamente espectaculares, de convergencia de todas las razas, de todos los pueblos; desde los más primitivos –que en ese tiempo no estaban vistos muy magnánimamente, sino que estaban vistos con la óptica colonial, no con la óptica del descubrimiento de Levi–Strauss o de quienes lo preceden en el descubrimiento de los llamados pueblos primitivos–. Entonces llegaban ahí –qué sé yo–, podían ir araucanos, llevados a París para que fabricaran un machete, a vista y presencia del público, en un ambiente ad hoc, en una ruca. Era una mostración del mundo. Con ocasión de esas exposiciones, se exponían ahí los inventos que eran útiles y los inventos que demostraron ser absolutamente inútiles, porque es una época de la proliferación de la retórica de la invención, a fines de siglo: patines a vapor; ferrocarriles en el aire, con una rueda, que giraban, en fin. Es el periodo en que la industria está en manos de los inventores que, de alguna manera, son excéntricos; o sea, en que la mecánica, o la máquina, incluía la posibilidad de la excentricidad. Por ejemplo, un señor norteamericano ahí instaló como un ascensor en que había quinientas personas; lo instaló en la Tour Eiffel y con un gran costo, una especie de platillo volador que caía a gran velocidad a tierra y era repelido por un resorte y entonces quedaba la gente, así, saltando; una experiencia emocionante.

Entonces, aquí se cuenta la historia de un millonario norteamericano excéntrico que decide invertir su dinero en una orquesta de cristal, literalmente hablando; con instrumentos de cristal que, por lo tanto, son completamente disfuncionales, que corrían el riesgo inmediato de destruirse cuando empezaba la orquesta, o sea, los primeros acordes, se rompía; luego, sin instrumentos de bronce. Se trataba ahí de quién sobrevivía; quién, de qué manera podía seguir esta interpretación. Y que, además, contrata los servicios de un joven francés, un joven sinfonista de cierto estilo, porque me acuerdo que para escribir esto leí libros de musicología; robé de todas partes; o sea, es un robo también esto, es un montaje. Entonces, contratan a un músico que escribe una sinfonía ad hoc para esta orquesta, que no la va a poder interpretar, que se llama “La sinfonía amor absoluto”. Y la novela, en realidad, se generó en un romance en que yo escribí una nota irónica que dejé debajo de una puerta hablando de las dificultades del amor absoluto; entonces por eso las primeras líneas de la novela estaban en ese mensaje. Ahora, en el curso de ésta…; esto ocurre en 1900 hasta 1941, más o menos; la invasión de los nazis, de los SS, del ejército nazi a París, donde todavía sobrevive en calidad de plesiosaurio esta orquesta, en un museo que se ha construido especialmente y donde se ha convertido en una fundación americana, de estas fundaciones que son tan útiles. Una fundación que da becas, becas a las que aspiran, por supuesto –como la Beca Guggenheim, que yo recibí en su oportunidad–, todos los latinoamericanos, nosotros. Entonces, llegan algunos pericos ahí en calidad de musicólogos; hay un señor Ramírez que viene de Chile, que dirige la orquesta y alcanza un alto rango, mucho estatus, y dirige una de estas interpretaciones. Y la novela empieza con una crónica escrita por un chileno de la Belle Époque, con este personaje Pompier, que en esta novela no se llama así; se llama Pompiffier, porque esta novela yo la llevé como manuscrito a París el año 75. Me invitaron el año 75 a París y llevé el manuscrito de la mitad de esto; entonces, un escritor que conocí ahí, un argentino que era lector de Gallimard, leyó los originales y a él le pareció –o me dijo que le había parecido– muy buena, que era muy divertida, que era muy buena, y que quería hacerla publicar; cosa que no ocurrió; pero me dijo que era muy corta, habría que haberla publicado con letra demasiado grande, y que podía yo ampliar algo que ya estaba ahí, que eran las notas. Yo había puesto unas notas en la novela. Me dijo: ¿por qué no aumentas esto?, porque, en realidad, puedes agrandar la novela y además que es una buena movida, lo de las notas. Y me acompañó a varios lugares para mostrarme lugares que podían ser mencionados en la novela, y me pasó también algunos libros, porque a él le había interesado el tema también de la Belle Époque, que era una cosa muy en boga en ese momento en París. La reedición de ciertos autores, como Lorraine, o la no reedición de otros autores de la misma época, que se consideraban ya ilegibles; pero que a él le gustaban, como a mí también. Entonces aumenté el número de notas y le cambié el nombre de Pompiffier, porque “pompier” es una palabra vulgar en francés; o sea, está demasiado usada, no es un chiste. En Chile todavía puede serlo, ¿verdad?, ¿por qué no?; “pompier”, que significa bombero, que significa los artistas retrógrados: pintor pompier; pero en París eso ya no funciona.

Quizás les podría leer algo, un par de páginas sobre esto. El hecho es que hay una sucesión, entonces, de narradores o de escritores, que se suceden unos a otros, citándose unos a otros; pero en distintas circunstancias y, por lo tanto, las circunstancias inciden sobre lo que escriben de manera diferente. Así, con las mismas palabras unos tipos dicen una cosa y otros otra, y se contradicen mutuamente y además se aserruchan el piso evidentemente unos a otros también; o sea, hay enemistades y sentido de la competencia; o sea, todo esto a propósito del mismo objeto acerca del cual nadie ha dicho nada, sino que todos han repetido cosas dichas en un comienzo por un chileno que escribe un artículo para “El Ferrocarril” de Valparaíso. Es un personaje que a mí me inquieta todavía, que es el intelectual latinoamericano enteramente… –antes se usaba la palabra enajenado o alienado– a la cultura europea; en realidad es un mestizo de cosas que siempre quedan como incompatibilizadas en él; exigencias que provienen de su situación específica en un lugar subdesarrollado y donde existe una serie de cosas que no se podrían haber generado en ese lugar; la cultura dentro de la cual él se inserta y que queda con esa como deficiencia para los dos lados, y que se resuelve a veces cuando el tipo llega a la situación límite y se va a París –en ese tiempo– y ya escribe en francés. No siempre con buena suerte; son muy raros los casos de gente que logra verdaderamente integrarse en Europa; por supuesto, existen, claro. Es lo que en un tiempo se llamaba “el meteco”; es decir, todavía se llama así; “rastacueros” o “meteco”. Esto de que el intelectual, o el hombre culto simplemente, el hombre de sociedad, de la sociedad latinoamericana, tuviera que hacer el viaje a París como ir a la Meca; como para un religioso mahometano, musulmán, en fin; ir a la Meca y, a veces, quedarse en la Meca, claro, o desprenderse con gran dolor de la Meca. Esa relación conflictiva que es tan patética y, al mismo tiempo, muy divertida. Yo todavía tengo amigos, que ya están un poco en las últimas, que mezclaban en la conversación –con unos tragos– mezclaban frases en francés a la conversación; una especie de Monsieur Charlies de la calle San Francisco; o personajes de Proust, pero metidos en un contexto que, por supuesto, los condicionaba de otra manera. O sea, la gente hablaba en francés en Chile; sigue hablando, por cierto; pero intercalaba frases en francés, como ocurría en la Rusia pre–soviética, cuando existió esta europeización también. El meteco ruso aparece en Dostoyevski; él lo caricaturiza –me parece a mí– a Turgueniev como el meteco Karmazinov, a sus enemigos, que eran europeizantes, claro; entonces hace la misma cosa. En Los endemoniados, por ejemplo, hay personajes de lo que es un meteco.

Eso es lo que yo encarné ahí en esta figura de Pompier; con un nombre obvio; un señor ahí de capa y chambergo, que es más o menos intemporal o que no se sabe bien qué edad tiene y que recorre permanentemente el mundo, en la imposibilidad de fijarse en un sitio que le corresponda. Son las personas que han quedado sin sitio, descolocadas, desitiadas, errátiles; errátiles como lo es la imaginación, la ensoñación. Entonces, yo he trabajado mucho en esa onda, en ese personaje. Desde el punto de vista del lenguaje también utilicé, para escribir la novela, textos de la época escritos por latinoamericanos, especialmente; también franceses, porque es curioso, cuando uno piensa en el metequismo no lo puede desprender completamente tampoco de sus fuentes, de su modelo; y hay algo en la literatura francesa muy especial, que es el énfasis, la ampulosidad, la prosopopeya, en la literatura de la época; la vacuidad también, la vanilocuencia, y una serie de características que están en el modelo también y, por cierto, en la repetición son patéticos.

El hecho es que ya hacia 1941 la cosa está que arde y “La orquesta de cristal”, que es una fundación americana, se ve compelida por los alemanes de la Wehrmacht y de los SS, que estaban en contradicción entre sí también, a hacer una interpretación para el alto mando alemán de “Parsifal” de Wagner; que es una obra, me parece a mí –ya casi no recuerdo mi documentación–; pero Wagner tiene como dos periodos: uno que rescataron los nazis, empezando por Hitler, y otro en que fue acusado de socialista, y en que escribió obras que tenían un tenor socialista, en la época en que vivió en París, o aproximadamente en la época en que vivió en París. Después Wagner se fue de París, donde obtuvo un reconocimiento que no había tenido, según algunos escritores franceses, en Alemania; o sea, que la gloria de Wagner se hizo en París, a partir de los artículos que escribió sobre él Baudelaire, que fue uno de sus primeros auditores, como de “La orquesta de cristal” también; o sea, Baudelaire, que no era precisamente un musicólogo, escribió como poeta sobre Wagner y, seguramente, eso se repitió muchas veces después; la mención de Baudelaire. Después Wagner se convirtió en una figura emblemática de la Belle Epoque; o sea, de ese fin de siglo; por cierto, pasó a la literatura latinoamericana a través de vagas especulaciones de los poetas simbolistas franceses y americanos, que pretendían hacer en poesía lo que había hecho Wagner en música: el arte integral; y llegaron a una manía de la comparación, ineficiente, entre los instrumentos y las palabras; la idea de que cierta manera de instrumentalizar el idioma era musical. La influencia de la idea de lo musical en la literatura proviene de Wagner; la idea del arte integral y toda la fantasía delirante de la Belle Époque: heroica, legendaria, y toda esta cosa que después retomaron los alemanes cuando vino el conflicto del 71 entre Alemania… y la guerra, la Comuna y todo eso. Wagner estuvo de baja en Francia, evidentemente, porque era un representante teutón; pero después hay una reconsideración acerca de ese fenómeno; o sea, Wagner es una cosa muy complicada, por las repercusiones, los ecos.

Entonces, obligan acá a que “La orquesta de cristal” interprete “Parsifal” y en el momento en que se está haciendo esa interpretación aparecen los SS, que están en dificultades con el otro sector del ejército alemán, y destruyen a los auditores, a la orquesta y, en mi especulación, a la novela; destruyen la posibilidad de la novela. La novela también empieza por donde tendría que terminar; o sea, cita algo que se va a escribir mucho después. De manera que hay como la idea, por lo menos, de que la novela no podía ser escrita; la idea temática de que es absurdo que exista. Bueno, no sé, voy a leer al azar no más; ya hace muchos años que no la leo tampoco. Quizás sea mejor leer el comienzo; o sea, cuando se describe, la...



. . . . . .. ... . . .. . .. ... . . . .. . .. . .. . .. .. . . .. . .. . . . [11]

No, no se puede dar lo que pasa ahí, porque tendría que leer…; pero ese es el tono; como lleno de eufemismos y diciendo una cosa por otra. También para una audición creo que La orquesta de cristal no funciona; o sea, es un texto para ser leído, y leído en relación de unas partes con otras. Eso es en 1975.

¿Estamos bien?... Claro, quizás terminar un poco, porque me extendí demasiado sobre esto. Entonces unos cinco minutos acerca de…; claro, porque eso…, no voy a hacer un recuento de todas las cosas que he escrito, porque he seguido escribiendo y publicando libros de poesía y de prosa y el problema con las novelas –y especialmente con la segunda–, aunque ustedes, quizás, perciban ahí una cierta dificultad para una persona que habla de narración considerar que esto es una narración, aunque después tienen lugar espacios narrativos; pero el problema es que la lectura de estas novelas fue mínima y que ya están pensadas en términos de espectáculo; o sea, a mí me interesa el espectáculo; creo yo que mi poesía también tiene un sesgo teatral; así, o una poesía dramática. Entonces, esos distintos factores; además el hecho de que en el último tiempo es el teatro, el espectáculo, lo que ha crecido más; no sé si bien o mal; pero es la forma de expresión y de comunicación más fuerte; por lo menos en Santiago. Está también el surgimiento de un video bastante –quizás– rudimentario técnicamente, pero sofisticado desde el punto de vista del concepto: el video del arte. Entonces esos son los estímulos que yo he registrado en un sentido de oposición especialmente creo yo; tratando de hacer un teatro que se saliera de los marcos y de los cauces que se van produciendo, que se van generando cuando se insiste en una forma; o sea, he llegado como a un teatro con unas características determinadas, al que yo quise sumarme y oponerme con una obra que se dio el año pasado, que se llama La Mekka [12], que fue un experimento más o menos fallido; en cuanto a la recepción del público y la recepción, incluso, política. Y después de eso he seguido escribiendo teatro; ahora, en este momento, estoy haciendo algo ya más directamente; es decir, no a través de una compañía, sino que yo mismo he formado un grupo para representar un texto teatral, y he experimentado también con el video; no con el video de arte, sino con el video de grueso calibre…, el video de grueso calibre…, en una obra que se llama La cena última; que quedó inconclusa por falta de comensales, porque quería hacer una cosa muy colectiva, con visiones de masas, de masas de mendigos; pero aunque hay masas de mendigos es difícil reunirlos y grabarlos sin que intervenga la policía, entonces, y requise los aparatos de grabación; así es que quedó eso incompleto.

Eso es. Si quieren… [13]

Pregunta : Una consulta. En consecuencia, tú insistes precisamente en esta especie de teatralización de la poesía, de la poesía convertida en espectáculo; te resistes, incluso, a considerar tu poesía como poesía lírica; hay una especie de precisión del adjetivo lírico. ¿En qué sentido tu poesía sigue siendo poesía, en qué sentido se aparta de la poesía que se considera, hasta cierto punto, ortodoxa o tradicional?

E.L. : Yo creo que no mucho; o sea, si comparo yo, por ejemplo, lo que yo he hecho como poesía, como lo que yo he hecho desde el punto de vista de ese lirismo conflictivo, que se acepta y se rechaza también, con dudas respecto de una primera persona que es la que debe estar establecida emocionalmente en un texto lírico; o sea, un texto lírico no se puede permitir bromas consigo mismo. Hay gente que separa la idea del humor del lirismo. Yo creo que no. Quizás no sea necesario hacerlo tan tajantemente; pero, en todo caso, la ironía, el tono conversacional que ha surgido, que surgió como una alternativa a la poesía hispanoamericana en los años 50, con la influencia de Parra –muy especialmente–, que lo que yo he escrito, por ejemplo, si lo comparo con lo que ha escrito Nicanor, en ese aspecto de la contrapoesía, me parece a mí que yo soy un poeta tradicional; quiero decir que hay un elemento lírico más o menos irreductible ahí, aunque se debata; o sea, aunque sea conflictivo; que hay también, en una relativa… –cómo decirte–, que hay un estilo personal que la poesía, que la antipoesía rehúsa; o sea, una combinación personal de palabras, una retórica más o menos individual. Al final, esas retóricas individuales se colectivizan y son también colectivas; pero, en fin, un lenguaje personal que no es lo mismo que utilizar los sintagmas y las frases hechas para decir otra cosa y eliminar las figuras de palabras, las metáforas y las imágenes, que es lo que hace, lo que ha hecho Nicanor, así, de una manera muy radical; aunque también tiene su corazoncito en el sentido tradicional. Yo considero que no, que no se aparta tanto, sino en los momentos en que se quiere hacer un experimento, que es lo que me acerca más a la prosa; o sea, yo he resuelto más bien la relación de lo anti–poético, en una proximidad, en una aproximación de los textos a la prosa. Tal es así que algunos de esos sonetos, sobre todo los que vienen después, que están escritos en Buenos Aires, que tienen que ver con La orquesta de cristal y con todo eso, me parece que estarían bien en un libro de prosa, interpolados en un libro de prosa, en una novela; son como los poemas escritos por los personajes de las novelas; no son antipoesía, sino que es la utilización de los aspectos manidos, así, de la poesía para ponerlos de manifiesto, para poner de manifiesto algo. Pero en los poemas de La pieza oscura, por ejemplo –que es como la base de operaciones para mi poesía, como poeta–, yo tengo que reconocer que hay una cuestión que es reconocible como poesía, que es completamente reconocible. Quizás por eso también me he movilizado o desplazado por los géneros; en fin. Ahora, lo que me pasa con la idea de lo lírico es que me parece como problemática; o sea, que asumirla plenamente es como difícil; quizás la actitud que eso supone ya no es posible: creencia, fe absoluta en las palabras, mensaje emotivo, des–lum–bra–mien–to frente a algo, relación directa con un trasmundo o con un supermundo que se comunica en el lenguaje. Hay como dificultades para aceptar el complejo, el paquete, que comprende, que sería el lirismo o lo que yo entiendo por eso. No sé si…

Pregunta : Esta especie de esfuerzo por denunciar ese vacío de la palabra, la mentira de la palabra, siempre queda, de todas maneras, como en el camino, porque el vacío de la palabra significaría la pérdida de sentido y lo que pasa con tu poesía –así como yo la veo– es que efectivamente hay una especie de desencanto de ciertos gestos más o menos románticos; pero hay, por otro lado, lo que podríamos llamar una especie de búsqueda desesperada del sentido que hay detrás de la gestualidad o el espectáculo o lo que sea, y el esfuerzo por explicarse también, por explicarse uno mismo o por explicarse a sí mismo, o encontrarse a sí mismo.

E.L. : Sí. Yo no pretendo hacer poesía del absurdo, poesía sin sentido. No, no; yo creo que es una reflexión acerca de la poesía; o sea, la idea es que un tipo está escribiendo, está haciendo un artefacto con palabras; no está viviendo lo que dice tampoco; está rememorándolo, y está constituyéndolo en el lenguaje; le está dando una forma que no tendría a través de otro sistema de signos; o sea, que es una fabricación. La idea de la fabricación, del producto que es, de alguna manera, en ese sentido, artificial; que no es natural y que, por lo tanto, es ingenuo hablar olvidándose de que uno está usando las palabras, o escribir olvidándose de que uno está haciendo una operación que se llama escritura, que tiene un pasado, que es una manipulación de un medio pre–constituido y que, de alguna manera, existe una instancia de honradez que obliga a reconocer en el acto de escribir el hecho de que se está escribiendo. Esa es una cosa que no es precisamente un sinsentido. También, la idea de lo disfuncional que es lo que está en las novelas; o sea, mostrar cómo el discurso aparentemente funciona en una dirección, pero va en otra; está realizando ciertas operaciones clandestinas, el tipo que habla; convenciendo; está persuadiendo acerca de cosas que son obviamente mentiras y que deben quedas inscritas como tales en el texto; o sea, el texto tiene que revelar su alejamiento de la verdad como una verdad; o sea, la verdad del texto está en alejarse de la verdad en virtud de ciertos motivos no confesados y que tienen que aparecer en el texto también. Eso es respecto a El arte de la palabra y eso. Ahora, acabo de leer una cosa acerca del sinsentido –Deleuze– que tiene La lógica del sentido [14], que es un libro muy fascinante, en el mismo sentido que lo es Derrida, todos estos sabios extraordinariamente sofisticados. Entonces, dice, lo contrario del sinsentido, o sea, lo contrario del sentido no es el absurdo, no es el no sentido, no es el sinsentido; lo contrario del sinsentido es el exceso del sentido. Bueno…, ahí tendríamos que entrar…; o sea, que al escribir…; no sé, eso lo dejo como tarea de lectura; lo contrario del sinsentido es el exceso de sentido…

Pregunta : Generalmente usted enfatiza una dimensión de su poesía que es la irónica, la escéptica, la paródica, la retórica; pero que, sin duda, al final, pareciera ser que hubiera, tal vez, una especie de pudor por mostrar una dimensión de su poesía que no es escéptica…

E.L. : Bueno, yo había anunciado ayer la lectura de un poema que no leí, que corresponde a eso que usted dice, a esa situación dentro de la poesía. Quizás, a lo mejor, ahora, podría leer ese texto, que es un texto en que yo siento que ahí eso es poesía; en el sentido en que usted lo está diciendo, porque yo siempre he escrito eso; así que si no es molestia. Son –¿es muy tarde?– para compensar también lo que he dicho, quizás, porque he insistido mucho en eso, en realidad. Es un poema…; creo que no voy a dar mayores explicaciones, lo voy a leer no más; como una despedida de Nueva York. Se llama “Pena de extrañamiento” [15].

Muchas gracias.

 


 

 

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NOTAS

[1] Este trabajo forma parte del Proyecto DIUC N° 210.062.045–1.0 “Enrique Lihn en el Siglo XXI: Desplazamientos teóricos críticos y analíticos (Universidad de Concepción). Investigador responsable es el Dr. Juan Zapata Gacitúa y co–investigadora la alumna del Doctorado en Literatura Latinoamericana Mariela Fuentes Leal. Transcripción y notas de Juan Zapata Gacitúa de esta conferencia de Enrique Lihn en la “Sala Lessing” del Instituto Chileno–Alemán de Cultura de Concepción, el 12 de octubre de 1985, en el contexto de la actividad cultural “Poesía–Ensayo”, organizada por la Revista Posdata y auspiciada por el Instituto Chileno– Alemán de Cultura y el Instituto Chileno–Británico de Cultura de Concepción. Como anexo incluimos programa de esta actividad.

[2] Hernán Valdés: Tejas Verdes: diario de un campo de concentración en Chile. Barcelona: Editorial Ariel, 1974.

[3] Jacques Derrida: De la grammatologie. Paris, Minuit, 1967.

[4] Enrique Lihn: La pieza oscura. 1955–1962. Prólogo de Jorge Elliott. Santiago: Editorial Universitaria S.A., 1963. 65p.

[5] Enrique Lihn: París, situación irregular. Prólogo de Carmen Foxley. Santiago: Ediciones Aconcagua, 1977. 126p. (Colección Mistral).

[6] Los sonetos habían sido publicados por primera vez en España: Enrique Lihn. Por fuerza mayor. Barcelona: Ocnos–Editorial Llibres de Sinera, S.A., 1975. 85p.

[7] Los poemas que lee Enrique Lihn son: “Del mar espero barcos, peces, olas”, “Nombre de pila: el Buitre, alias el Vaca”, “Yo que por sobre todo, cuerdo y loco”, Cuando a Europa viajaban las mejores”, “Pájaro carnicero bien podría”, “Cacatúa de plumas coloradas” y “Plumífero y vestido de payaso”. Cf. París, situación irregular. Pp. 87, 88–90, 96–98.

[8] Enrique Lihn. La orquesta de cristal. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1976. 153p. (Colección “El Espejo”).

[9] Enrique Lihn. El arte de la palabra. Barcelona: Editorial Pomaire, 1980.

[10] Cf. Rodrigo Lira: Proyecto de obras completas. Prólogo de Enrique Lihn. Santiago: Ediciones Minga/Camaleón, 1984.

[11] Enrique Lihn: La orquesta de cristal. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1976, pp. 9–11.

[12] Enrique Lihn: La Mekka. Estrenada por el Teatro Imagen. Santiago de Chile, diciembre 1984.

[13] A continuación, sigue un breve diálogo con el público.

[14] Gilles Deleuze: Logique du sens. Paris, Minuit, 1969.

[15] Enrique Lihn: Pena de extrañamiento. Santiago: Editorial Sinfronteras, 1986, pp. 7–10.

 


 



 

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Enrique Lihn
En ANALES DE LITERATURA CHILENA Año 12, Diciembre 2011, Número 16, 183-201