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Autor, personajes y lector

Por Francisco Ayala
University of Illinois, Chicago Circle
Publicado en
Revista Canadiense de Estudios Hispánicos. Vol. 2, No. 2 (Invierno 1978)



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El argumento de una novela consiste en las actuaciones de personajes ficticios que se mueven dentro de un espacio y de un tiempo imaginarios. Entre el autor que la ha escrito y el lector a quien va destinada, la fingida historia yace en una textura de palabras que inicialmente fueron pensadas, seleccionadas y ordenadas por aquel hombre concreto para dar expresión a los contenidos de su conciencia y de su mente y que ahora esperan ser recogidas y revividas por otros hombres concretos. Mientras esta operación reactualizadora no se cumple, el dispositivo verbal, el texto de la novela, se mantiene en mera potencialidad, inerte, mudo, apagado como una bombilla eléctrica cuya corriente ha sido desconectada. Será el acto positivo de leer alguien ese texto lo que de nuevo la encienda. Toda obra literaria clama por el lector, y de él depende. En los anaqueles de la biblioteca, el libro aguarda que alguien venga a abrirlo.

Por lo general, la recreación que la lectura efectúa en la mente y conciencia del lector es un fenómeno espontáneo que se manifiesta a través de una actitud ingenua sin que el sujeto repare en los mecanismos que la suscitan, de igual manera que en la trivialidad de la vida ordinaria, al manejar con maquinal movimiento el interruptor de la luz, no reparamos en la maravilla que ha hecho surgir ante nuestros ojos desde el seno de la oscuridad los objetos que ahora vemos alrededor nuestro, ni nos paramos a reflexionar sobre la técnica que la ha producido. Pero en nuestro caso presente no se trata del lector común, que es y debe ser ingenuo, sino que se trata de lectores cualificados, de estudiantes llenos de maliciosa curiosidad quienes, a la misma vez que se abisman en la novela, procurarán tomar nota de tales mecanismos, a la manera del espectador desconfiado y alerta en un espectáculo de prestidigitación, deseoso de sorprender los trucos del artista, y capaz de obtener mediante su descubrimiento un placer aumentado, una especie de placer en segundo grado, del que en cambio no disfruta quien los admira con la boca abierta.

Para eso, la primera condición será no perder de vista el ilusionismo inherente al espectáculo, aceptando en principio como tales las reglas del juego. Nuestro estudiante no deberá olvidar nunca que el mundo incluido en el ámbito de la novela es un mundo fingido. La cosa parece obvia, y se diría que ningún lector de novelas la ignora: los acontecimientos y personajes del libro que tiene entre las manos pertenecen al campo de lo imaginario Y sin embargo, es demasiado frecuente que, absorbido por su trama, sucumba al engaño del artista y le conceda el triunfo de aceptar como realidad la ilusión que le propone. Varios son los factores que contribuyen a tal resultado. Por lo pronto, al lector le consta que el libro ha sido escrito por un hombre de carne y hueso cuyas particulares circunstancias tal vez conoce, y no será raro que, en grado mayor o menor, las encuentre reflejadas en la obra de ficción. Ya vimos, por ejemplo, que las opiniones postuladas en ella pueden ser acaso las que ese hombre concreto, el escritor, sostiene en la vida civil ; y aunque no lo sean, de todas maneras él las ha formulado. En suma, cuanto hay en la novela ha salido del espíritu del novelista, por lo cual puede afirmarse que, en cierto modo, toda novela es autobiográfica (en el modo en que Flaubert pudo decir: Madame Bovary c'est moi).

Pero si lo que el autor ha escrito es una narración ficticia, la ha escrito él, un hombre real, cumpliendo al hacerlo un acto de su vida práctica; y la ha escrito poniendo a contribución los elementos de su propia experiencia personal. El narrador y la narración están, pues, unidos en su origen. Y aun cuando, terminada la obra, el escritor se desprendió de la tarea cumplida para continuar ocupándose de otros menesteres vitales mientras el narrador quedaba, en concepto de tal, adherido a la ficción, la huella de su origen permanece en el texto e induce al lector a establecer inferencias, deducciones e identificaciones falaces que pueden llegar al extremo de grotescas. Ello resulta tanto más fácil cuando la voz narrativa ha sido encomendada a uno de los personajes, sobre todo si éste es el protagonista de la novela, que habla en la primera persona del singular. Ese yo que habla, refiere y opina suele hacer creer al lector ingenuo que es, ni más ni menos, don Fulano de Tal, el autor del libro.

No faltan disculpas para error semejante. En muchos casos un escritor de escasa capacidad inventiva se atiene estrictamente al relato, apenas disfrazado, de los hechos de su vida para ofrecerle al lector un híbrido, por lo común poco palatable, de autobiografía y fantasía prosaica a la manera de los cuentos de cazadores; y puede ocurrir también que, al contrario, hechos realmente sucedidos, a él mismo o a otros, y circunstancias personales quizá bien conocidas, se adapten en modo excelente a un esquema narrativo provisto de auténtica potencialidad estética, bastando entonces con transportarlos a la forma literaria idónea para lograr mediante este artificio una novela de calidad artística. El lector conoce, y reconoce ahí, hechos pertenecientes al mundo de la realidad cotidiana. ¿Qué de extraño tendrá que se le escape la intención de organizar con ellos una composición literaria expresiva de un sentido que en el orden estético los transciende? Si a esto se añade todavía el frecuente emplazamiento de la acción ficticia en parajes determinados que pueden ser familiares para cualquiera de nosotros y que tal vez el lector transite en su vida diaria (digamos, por ejemplo, el Madrid descrito por Galdós), así como la introducción de personajes históricos, figuras de relieve público de cuya existencia no le cabe duda alguna, cuyo nombre ha podido acaso leer en los periódicos, el deslizamiento del lector ingenuo desde el plano de la ilusión poética hacia el de la práctica de cada día resulta bien explicable.

Nuestro estudiante de literatura deberá estar en guardia y evitar semejante desliz. Si encuentra en una novela que los personajes inventados por el autor se relacionan y hasta conversan con figuras de quienes tenía previa noticia en su calidad de seres vivientes, si todos ellos aparecen entrelazados dentro de la trama narrativa con el hombre concreto que escribe el relato, en lugar de pensar por eso que aquellos personajes ficticios acaso no sean invención del autor, sino tan reales —aunque para él hasta ahora desconocidos— como estos otros cuya realidad no le ofrece dudas, tendrá que darse cuenta, por lo contrario, de que tanto las figuras históricas introducidas en la novela como el escritor que la redacta han sido ficcionalizados, esto es, convertidos en pura fantasmagoría para entrar en el ámbito de la creación poética. En el Quijote mete Cervantes varias personalidades reales de su tiempo, a veces con sólo mencionarlas, pero en algún caso (como el del capitán Roque Guinart) trayéndolas al primer término de la actuación; y sobre todo hace asomar en diferentes lugares del libro a un hombre concreto: el llamado Miguel de Cervantes Saavedra, quien, para empezar, aparece en el prólogo como autor preocupado en el trance de escribir ese mismo prólogo. La escena que ahí presenta, y en la cual se describe a sí propio "suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete, y la mano en la mejilla, pensando lo que diría", podría a primera vista, o primera lectura, tomarse como relato de algo en verdad acontecido y, si uno se inclina hacia la inocente credulidad, pensar que en efecto apareció el amigo de quien habla y le dio el consejo que había de sacarlo del apuro. Pero aunque así hubiese sucedido, no por eso debiera de haber dejado de sufrir una transustanciación ficcionalizadora el autor cuya imagen queda fijada e incorporada a su obra desde el quicio del prólogo que estaba en trance de escribir "con el papel delante, la pluma en la oreja", etcétera. Más adelante reaparecerá, todavía en su calidad de autor (pero haciendo algo que, esta vez, sabemos positivamente no hizo) en el maravilloso pasaje del Alcaná de Toledo; y luego, en la historia del Cautivo, como "un soldado español llamado tal de Saavedra". Es un modelo clásico; y después de él podemos encontrar cuantas muestras apetezcamos en la novelística moderna. Un escritor contemporáneo, Jorge Luis Borges, se ha complacido, por ejemplo, en incorporarse con su nombre y condición de escritor al cuerpo de varias de sus narraciones. En "El Aleph" es el narrador protagonista de una narración donde concurren otros escritores argentinos conocidos; en "Fúnes el memorioso" el mismo narrador Borges nos informa de no haber visto a Fúnes más de tres veces: "La última en 1887". Pero ¿cómo? Si en 1887 aún no había nacido Borges! Es, claro está, un guiño malicioso que el escritor dirige a sus lectores para que si por casualidad le encuentra uno en la calle no vaya a preguntarle tal o cual detalle complementario acerca de su relación con el memorioso sujeto.

Quiere decirse con todo esto que cuanto entra en el campo de la narración novelesca —personajes de toda laya, lugares, ideas, valoraciones y opiniones, y cualesquiera otros elementos procedentes de la realidad— es absorbido dentro de la esfera imaginaria donde se transmuta en ficción. Ciertamente, el análisis crítico ha sacado partido con frecuencia de la posibilidad que existe de operar en sentido inverso y, partiendo del texto, explorar esos elementos originarios extraídos de la realidad que sirvieron para componerlo; con lo cuál pueden descubrirse tal vez aspectos interesantes, iluminadores del proceso creativo que condujo a la integración de la obra de arte. Pero reducir, como con frecuencia se hace, el trabajo crítico a establecer por inferencia la biografía o la sicología —siquiera sea profunda— del señor que escribió la obra, o bien sus connotaciones sociológicas, es por demás absurdo, pues equivale a ignorar lo que la obra en sí misma pueda ser. El crítico no ha de perder jamás de vista que la novela constituye un espacio imaginario bien delimitado donde habitan seres humanos igualmente imaginarios: los personajes (ya inventados, ya ficcionalizados a partir de seres reales), que se mueven y actúan en un tiempo también fingido.

Y teniéndolo en cuenta, nuestro estudiante debe ahora investigar, distinguir y apreciar las técnicas diversas mediante las cuales se proyecta esa actuación ilusoria. Ya hemos visto que el autor puede asumir posiciones diferentes frente a su creación. Puede tratar de autoeliminarse en un relato impersonal: al imitar las capacidades de Dios, su ubicuidad y su omnisciencia, mediante las cuales penetra los actos más ocultos y aun los secretos pensamientos e intenciones de sus criaturas, acaso irrumpa de vez en cuando en la acción con intervenciones directas, o —haciéndose invisible— parezca en cambio desentenderse por completo de su suerte dejándolas abandonadas a su libre albedrío. En general, la tendencia del novelista es, en efecto, a desprenderse y quedar desligado de su narración, dando plena autonomía a la obra; y cuando para lograrlo ha adoptado frente a ella la distancia de un dios omnisciente habrá que considerar como falta de pericia la repentina irrupción del creador rompiendo el tejido ilusorio de su trama con intervenciones que introducen por el desgarrón la realidad cotidiana desde la que está operando. Sin embargo sería un error por parte del crítico establecer criterios demasiado rígidos y atenerse a ellos demasiado mecánicamente en su juicio. Tal irrupción puede ser resultado de una torpeza, sí; pero puede también provenir de un refinamiento supremo, y añadir entonces alguna dimensión nueva e inesperada a la obra. De todo cabe aducir ejemplos. La sensibilidad del crítico —que es por su parte y a su manera un artista— deberá ayudarle a distinguir, y a decidir en cada caso.

Para establecer una separación entre el libro una vez concluido y el hombre real y concreto que lo ha concebido, compuesto y redactado suele emplear el autor recursos diversos; y uno de los más antiguos consiste en pretender que se limita a imprimir el texto de un manuscrito ajeno llegado a sus manos por caminos más o menos azarosos. Recuérdese desde luego el citado pasaje del Quijote donde el autor —"segundo autor" se denominará a sí mismo— encuentra, pasando por el Alcaná de Toledo, el cartapacio escrito en árabe que contiene la Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. Por supuesto, en Cervantes todo es muy rico, todo es complejo en grado sumo: ya vimos antes cómo este segundo autor que irrumpe en el relato abriendo un boquete en la superficie del cuento es también personaje ficticio, o ficcionalizado; y comprobamos enseguida que por ese boquete, lejos de colarse la realidad práctica del hombre que se llamó Miguel de Cervantes Saavedra —aunque algunos rasgos verídicos suyos se nos ofrezcan— lo que hace el autor es asomarnos a un doble fondo para profundizar el espacio imaginario de su obra, como volverá a hacerlo en el curso de ella mediante otros recursos diferentes. El del manuscrito hallado se repite con gran frecuencia en la historia del género novelesco: es un recurso muy socorrido, infalible. Ejemplo típico de este procedimiento pudiera serlo el Manuscrit trouvé à Saragosse, de Jan Potocki. En la literatura española contemporánea, y para citar alguno, el que sirve de núcleo a La familia de Pascual Duarte, de Cela.

En ocasiones, el manuscrito en cuestión es una carta — forma a la que tiende el Lazarillo mismo— o un legajo de correspondencia, en cuyo caso nos encontramos ya con la novela epistolar, tan cultivada en la Francia del siglo XVIII, y de la que en España es ilustre ejemplo la Pepita Jiménez de Valera.

Otro modo de autoeliminación que el autor suele emplear para distanciarse de su obra —combinado a veces con el recurso del manuscrito ajeno— consiste en confiar la narración a un personaje de los que entran en la trama de su argumento, quizá el propio protagonista, dando así al relato carácter autobiográfico, como lo hizo el anónimo autor del Lazarillo y, tras él, los de tantas novelas picarescas. Entonces la voz narrativa no podría ser ya la de alguien que todo lo sabe y todo lo ve, sino que está situada en una perspectiva particular, y a ella tiene que atenerse. El personaje que habla en primera persona no podría dar noticia sino de aquello que ha presenciado o le ha comunicado otro. Podrá confiar al lector sus propios pensamientos e intenciones, pero sólo le será permitido inferir o conjeturar los de los demás, tal cual en la práctica acontece con los seres humanos reales y vivientes. Romper esta regla es incurrir en defectos que dañan a la calidad de la obra de arte comprometiendo el crédito que la novela solicita del lector.

Cuando la voz narrativa ha sido atribuida al protagonista de la acción, este lector habrá de mantenerse en guardia —ya quedó advertido antes— para no sucumbir a la trampa de identificarlo con el hombre concreto que ha escrito el libro. Tal peligro es menos grave cuando el yo que sostiene el relato no es el protagonista de la acción, héroe —o antihéroe— de la novela, sino acaso un personaje secundario que, con participación mínima, refiere lo que otros, activos, hacen y dicen alrededor suyo; acaso un autor ficcionalizado que, colocado en una perspectiva particular, se limita, sin participación ninguna en los hechos, a dar cuenta de ellos como testigo al margen. Y no es raro tampoco que la voz narrativa se adjudique a varios personajes que, sucesiva o alternadamente, desempeñan esa función produciendo una dinámica de perspectivas cambiantes. Con esto, casi nos aproximamos y a la forma dramática —forma que, en la novela, se combina con la épica o con el cuento primitivo.

Por último, y antes de poner fin a este esquemático repaso, convendrá añadir todavía dos palabras acerca del lector, de quien —decíamos— la novela solicita un crédito. Desde el prólogo, muchas de ellas se dirigen a él con apelativos como el de "lector amigo", "culto lector", "paciente lector", y otros varios ("Desocupado lector" llama al suyo Cervantes para iniciar el prólogo antes citado.) Al hacerlo, le incorporan también a su texto recabando su complicidad en el juego ilusionista que la obra de arte se propone. Si —como ya vimos— el autor se asoma, ficcionalizado, al quicio de la novela, también este otro ser humano, real y concreto, que la lee está llenando al hacerlo una figura imaginaria plantada ahí de antemano. Yo soy libre de aceptar o no el papel de lector; nadie me obliga a leer ese libro. Quizá le echo tan sólo una ojeada fugaz y lo dejo de lado, lo abandono, lo rechazo. Pero si en cambio me decido a leerlo, esta decisión mía implica que he aceptado la convención o el sistema de convenciones sobre que la narración reposa, es decir, que me he resuelto a desempeñar el papel que la novela me asigna, metiéndome de cabeza en su mundo imaginario. Ya se dijo antes: tal inmersión puede hacerse con ingenua buena fe, como es el caso del lector corriente, o con clara conciencia y con las correspondientes reservas mentales que, en lugar de disminuir el goce, tal vez lo intensifican.

 

 

 



 

 

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