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La crisis de la barricada
El fuego simbólico de la pantalla

Felipe Moncada Mijic



Uno de los aspectos que más ha llamado la atención de las últimas movilizaciones sociales, es la creatividad desplegada en la forma de manifestarse, la puesta en escena callejera con particulares eventos: maratón alrededor del Congreso, un ajedrez humano, el llamado a besarse masivamente, la instalación de una playa frente al Ministerio de Educación, una marcha de zombies, la quema de ataúdes simbólicos, la devolución de bombas lacrimógenas formando el símbolo de la paz, los desnudos callejeros, incluyendo el remedo masivo a ciertas autoridades como la congregación a reunirse frente a la oficina del alcalde de Santiago a gritar agudamente, en clara alusión a sus gestos cercanos a la histeria, la exageración y la angustia. A esto hay que sumarle los elementos de carnaval y la murga: disfraces, zancos, pasacalles, batucadas, carros alegóricos, que en vez de hacer mención a la primavera o la vendimia, representan la parodia de carros lanza-agua, de carros lanza-gases y de otras maquinarias de la represión policial. Quizás el renacimiento de la murga callejera y de los tambores, tenga relación con la supresión sistemática de ellas que ha hecho el Consejo de la Cultura y el Municipio, con el cierre de la fiesta de los Mil Tambores (al menos la auspiciada por ellos), y el regreso al concepto escenario-público en los Carnavales Culturales de Valparaíso, como si no fuera de sentido común, que al apretar un puñado de barro con la mano, este saldrá por entre los dedos, pues hay una energía en la juventud que ha encontrado un cauce, ya no en el bienestar personal, sino que en la acción de protesta contra las leyes animales del mercado.


Un recuerdo

Las primeras movilizaciones de los `80 eran tímidas, oscuras. El simbolismo de las manifestaciones de los familiares de detenidos desaparecidos, con fotografías grises en las solapas, los rostros enmascarados, la boca tapada con una venda. La presencia de siluetas oscuras de cartón con la frase ¿me olvidaste?, las velatones callejeras, el contorno de los caídos dibujado en el pavimento. Así de a poco fue despertando la indignación, comenzaron los funerales con el puño en alto, las barricadas poblacionales en medio del apagón, los cadenazos a los cables, los bombazos a las torres de alta tensión, entre tiros perdidos y detenciones arbitrarias. El despertar contra la dictadura fue una mala resaca, sangre seca de confusas peleas callejeras, un angustiado despertar de pesadilla. Luego, con la negociada transición, poco a poco fue tomando el cromatismo falso del arco iris neo liberal, con socialismo maquillado, justicia en la medida de lo posible, educación desvinculada del Estado y soberanía del libre mercado. Este breve recuerdo de manifestaciones, contrasta con el espíritu predominante por ahora, aunque siga el fuego siendo el resultado final de la jornada, al menos el que se difunde masivamente por las cadenas informativas con sus locutores amaestrados y sus periodistas extirpados de cualquier creatividad, que se oponga a los intereses de sus patrones feudales.

Crisis de la crisis
Un mimo dice más que un discurso

¿Cuál es el contexto de estas expresiones? No me parece artificial establecer un paralelo de lo que ocurre con un fenómeno cultural global, como es la crisis de la representación, ya que evidencia síntomas en las nuevas maneras de expresarse, cito al semiólogo alemán Winfried Nöth:

En vez de un mundo representado, la cultura pos-moderna nos confronta con un mundo construido. Los medios de representación, los signos, comienzan a disolverse en la hiperrealidad de los simulacros. Las imágenes del mundo ya no representan lo real, sino una mera virtualidad. Los textos pierden su autonomía y desembocan en la red de la hipertextualidad. Los signos se transforman en instrumentos de simulación en vez de representación. La autorreferencialidad de los signos aparece en todos los dominios de la cultura.

Y es que pareciera que en las manifestaciones se cruza la crisis del lenguaje de la protesta con la crisis de la representación política, es decir, la autoconciencia de existir en una democracia no representativa culmina o tiene su estación en gestos de desacato que combina la cultura del espectáculo con los hallazgos del arte conceptual, un cruce quizás espontáneo que nos pone en territorio nuevo, aunque sigan existiendo grupos que justifiquen la violencia callejera como una respuesta a la violencia del Estado. Se trata de una respuesta rápidamente absorbida y mediatizada, desviando el foco de interés a los temores más primitivos: la seguridad personal y del patrimonio material. De hecho, la violencia siempre será el plato favorito de la televisión, si marchan 200 mil personas, las barricadas que levanten 100 encapuchados, serán la guinda de la torta, el centro de la discusión, el resultado directo de la convocatoria de la marcha, de un pueblo que (es el mensaje) no sabe compartir, manifestarse, porque está reducido a palos, al foco de la fábrica, al sol insecticida de los campos, al horario paralítico de la oficina. Entonces, las imágenes repetidas hasta el cansancio del muchacho rompiendo una vitrina tendrá el mismo peso que cientos de textos con ideas políticas, que miles de personas expresando su indignación ante tanto saqueo, ante la criminalización de sus demandas legítimas. Es el juego en el que caen los incendiarios, y aunque ganas no falten, culmina en prestarse para la escena que le conviene al modelo, con una ciudadanía adiestrada en los temores a la delincuencia, pensando que la paz es la ciudadanía vigilada, que la propiedad privada es más sagrada que el propio espíritu.

Hay que ver en qué desemboca todo esto, pues aunque la imaginación hace gala de un descontento propositivo, la barricada se aloja en el fondo del inconsciente chileno como grito de auxilio, de rabia, de quienes jamás tendrán una muestra de las cifras económicas de crecimiento que se exhiben año a año. Es tarea quizás de nosotros, los manifestantes, los endeudados, hijos y padres de endeudados, absorber esa energía antes de que lo hagan los medios, confundiéndolo todo en el lenguaje de la delincuencia y el lumpen, como si se tratara de un país enemigo, y no de los postergados de un modelo que no alcanza para todos.

¿Y el arte político?

Hay un párrafo de Jacques Ranciere, en El Espectador Emancipado -en que analizando los collages de Martha Rosler y las fotografías de Josephine Meckseper- realiza una afirmación sobre el arte político, que quizás pueda servir:

El artista crítico, pues, se propone siempre producir el cortocircuito y el conflicto que revelan el secreto escondido por la exhibición de las imágenes…, se trata siempre de mostrar al espectador lo que no sabe ver y de avergonzarlo de lo que no quiere ver, a riesgo de que el dispositivo crítico se presente a su vez como mercancía de lujo perteneciente a la lógica que él mismo denuncia.

Es decir, el fenómeno ya conocido de la bestia mercantilista, de absorber todo aquel lenguaje que alguna vez fue revolucionario, o tuvo la intención de revisar el idioma: el arte abstracto convertido en decoraciones de restaurantes; los delirantes van Gogh impresos por miles para la industria del cartel; el surrealismo inundando los spots televisivos; la imaginación al poder, efectivamente arribando al poder, pero ya sin imaginación; la arenga política, convertida en el lenguaje de las concesiones económicas; la poesía de Neruda impresa en individuales de finos restaurantes, los hallazgos de la psicología de la percepción, asimilados por la televisión para hipnotizar a países enteros; toda una maquinaria de la mimetización, de la absorción de la diferencia, hacia lo homogéneo, la mismidad como diría Hakim Bey. En esa paradoja, también se circunscriben peligrosamente las espontáneas muestras callejeras, que aunque quizás no son conscientes de su “condición de objeto de arte”, corren el mismo riesgo de ser absorbidas por el carnaval. La cita de Ranciere nace de las fotografías y collages de las citadas artistas, que interpelan a las guerras del ejercito norteamericano, en Vietnam y en Irak, mientras que el arte crítico chileno, la literatura social, las artes visuales que expresan un malestar político o una reflexión, tradicionalmente se ha referido a la propia división nacional interna, ya sea por clases o por etnias, por equipo de fútbol, por partido político, por identidad regional, provincial, comunal, barrial, atomizando la diferencia, dividiendo para gobernar.

Marchas, paro nacional, carnaval

Termino este recuento hoy 25 de agosto, día de paro nacional. Decenas de miles de personas marchan entre disfraces, murgas, funcionarios de la ANEF, de CONAF, de gendarmería, consultorios, colegios privados, jardines infantiles. Vi a mi viejo cartero de San Felipe, joven nuevamente en la columna de Correos de Chile, a trabajadores de la construcción, portuarios, taxistas, a la barra brava del Wanderers manipulando un enorme tanque de madera, niños, ancianos, todo un pueblo que despierta del engaño, del encantamiento de la bruja negra del mercado y la seguridad individual. Mientras subo el cerro a mi casa, escucho al “ministro del interior” que habla en la radio con sus periodistas falderos de cómo es la manifestación más violenta del último tiempo, de los millones de dólares perdidos, de los carabineros heridos, de los daños a la propiedad pública y privada y me da la sensación que habla a un auditorio vacío, una cadena nacional en televisores de casas vacías, pues todo el mundo está en la calle, celebrando el fin del adormecimiento. Desde el techo de mi casa escucho los primeros disparos de lacrimógenas, el ulular de los carros policiales que aprieta el pecho, el humo de los gases que dispersan a los miles de miles, mientras tanto, helicópteros sobrevuelan la rada del puerto y enormes buques zarpan a China, repletos de suelo chileno, de trabajo chileno, de endeudamiento chileno. En mi calle solo trabajan los “maestros” en la casa del avaro, mientras zarpan y zarpan los barcos piratas, pues al parecer el negocio sigue funcionando, mientras los medios ya estarán dando la cifra de heridos, las querellas, los discursos neuróticos de quienes venden el país a pedazos.


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