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La memoria del fuego. La poesía de Pablo Araya

Por Felipe Moncada




 

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La relación que pueda tener un autor con su biografía, siempre será imprecisa y deja un espacio a la ficción, pues de seguro, hay un intento estetizante sobre la elección de la experiencia, de manera de configurar un mundo coherente, atractivo, como no lo es necesariamente la vida cotidiana.

Pienso en aquello a partir del libro Mester de Herrería, de Pablo Araya (Viña del Mar, 1963) publicado en el año 2002 por las Ediciones del Gobierno Regional de Valparaíso, pues allí el autor elige el viaje de la memoria, para buscar en las imágenes del oficio del padre, la herrería, un imaginario que mezcla los seres mitológicos del fuego con la rudeza y tosquedad del obrero chileno, acaso otra mitología, por fracturada más dolorosa.

Antes de entrar en materia me gustaría hacer un paréntesis, una observación sobre la poesía vista como un territorio de lenguaje puro, donde la experiencia se puede ficcionar, acomodar, como en quienes transcriben el habla popular para producir una especie de criollismo poblacional, o poetizan el anecdotario personal, o se cubren con un perfil de género, como si la marginalidad fuera un escudo político para desviar la atención de lo que realmente ve el poeta, y de que manera lo hace ver. Y sin querer juzgar las intenciones de los hablantes postizos, creo ver en la mirada oblicua a la propia niñez (en este caso, la mirada al padre herrero), un filtro que solo otorga el tiempo, el olvido de los detalles sin importancia, el abandono de la importancia personal, aunque sin duda no debe ser la única manera.

Al entrar en el mundo del herrero y sus herramientas, es difícil no pensar en la Poética del Fuego de Bachelard, pues como asegura en el preludio de ese libro, refiriéndose a los imaginarios literarios:

Al considerar las imágenes poéticas del fuego tenemos una posibilidad más. Puesto que abordamos el estudio del lenguaje inflamado que sobrepasa la voluntad del ornamento para alcanzar, alguna vez, la belleza agresiva.

Y es belleza agresiva, la que se hace patente cuando Araya recuerda que: provengo de la rabia de mi padre, él de la rabia de su padre, como si la herencia del oficio violento fuera una maldición por dura y una llave por simbólica. A propósito de aquello, cito el diccionario de símbolos de Cirlot, cuando se refiere a la herrería:

Hay una estrecha relación entre la metalurgia y la alquimia: el herrero está asimilado al poeta maldito y al profeta despreciado. Esta conexión puede deberse al simbolismo del fuego, pero también al del hierro ligado al mundo astral (el primer hierro conocido por el hombre fue el meteórico), y al planeta Marte.

Alejada -en apariencia- del ocultismo, y más cerca de un imaginario químico y cristiano está la Mistral, cuando en sus Elogios de las Materias, se refiere al elemento de Heráclito:

El fuego vencedor de la modorra de los metales, que derrite la plata por pasión de verla goteando su pesado sudor como la magnolia y derrite el oro por mostrar la sangre escondida de Dios.

Cercano a la fantasía delirante de Gabriela, pero más terrestre, es que Pablo Araya afirma que:

Aprendí a decir quemadura antes que mi hermano/ en casa del herrero eso no tuvo importancia/ reíamos del fuego a toda hora/ mi padre era un dios oxidado/ que hablaba con el humo.

Y es frecuente la figura de Dios en Mester de Herrería, quizás todas aquellas mitologías que vinculan el nacimiento de los dioses en forjas cosmológicas, no hacen sino reafirmar el hecho intuitivo de la incontrolable energía liberada y su poder de transformación sobre los duros metales, así cuando Pablo describe el momento del temple, cuando el hierro incandescente hace hervir súbitamente el agua para convertirse en acero, observa que:

…cae la sal en la herramienta/ los siglos crujen en ese segundo/ el poder de la alquimia consumada/ Dios llora de tristeza

¿Por qué llora? Quizás ha visto en el segundo del temple, que sus poderes creadores fueron disminuidos, o bien, la inevitable consecuencia de la espada, pues la guerra y la herrería han tenido siempre un vínculo íntimo, aunque en tiempos de paz, la herrería es el símbolo del dominio del poder constructor sobre el destructor. Al respecto, Bachelard en su ensayo sobre el lirismo dinámico del hierro, afirma que:

La mayor conquista moral que el hombre haya logrado jamás es el martillo obrero. Por el martillo obrero, la violencia que destruye se transforma en fuerza creadora. De la maza que mata al martillo que forja hay todo el trayecto de los instintos a la más grande moralidad. La maza y el martillo forman un doblete del mal y del bien. Ni todas las durezas de la edad del hierro deben hacernos olvidar que la edad del hierro es la edad del herrero, el tiempo de la viril alegría del herrero.

Consciente de la cercanía del arma con la herramienta, de la violencia destructora con la constructora, es que Araya pide en su Oración del Herrero:

Herrero nuestro/ líbranos de la espada/ no nos dejes caer en la tentación del acero/ danos el fuego imprescindible de cada día/ olvida nuestra escoria/ como nosotros olvidamos tu quemadura/ por los siglos de los siglos/ errar

Pero quizás toda esta mitología no nos conmovería, no sería capaz de tocar las cuerdas sensibles si no la sintiéramos como algo cercano, como un oficio capaz de traer seres mitológicos, pero también evocar el lenguaje obrero chileno, la rudeza de nuestro lenguaje local, de oficios duros, tradicionalmente mal pagados cuando asalariados y mal vistos socialmente cuando independientes, sería interesante entrar en los oficios, quizás no desde la mimesis del lenguaje, pero si al menos desde las memorias que desatan, del imaginario que ponen en movimiento, del refranero que dejan y se transmiten las generaciones, esto último lo toma Pablo en el poema En Casa de Herrero:

El que a hierro mata, a hierro muere/ le dijeron/ pero el viejo sonrió/ avivó el fuego/ y siguió afilando su gastado cuchillo de palo

No todo es fuego y metales en la poesía de Pablo Araya, para completar su bibliografía habría que mencionar su primer poemario: Licencia Poética, editado en 1988 por Trombo Azul, y Harrington 13 del año 1998, autoedición, título que hace referencia a la dirección de una casa en Valparaíso, curiosamente, su último trabajo Casa Deshabitada, (Ediciones del herrero, Valparaíso, 2010), también hace alusión al espacio, al habitar, al silencio: ese cómplice de los oficios de la materia, como la herrería del padre, o la carpintería que desempeña el mismo Pablo, construyendo ingenios de madera, acompañado de gatos, en una casa llena de pasadizos, silencio cómplice también de las palabras, que a fin de cuenta son también materia, pero materia de alucinación.

En este poemario inédito, que parte con la cita de un poema de Eduardo Anguita [1], presagiando una atmósfera metafísica, da la impresión que el dinamismo de la fragua ha sido remplazado por el espacio puro, lleno de presencias sutiles, fantasmas, voces que provienen de los pasillos, de los cuartos abandonados, del Sótano, pues en el poema titulado de aquella manera, se lee una especie de continuidad con el tópico del fuego y los dioses, pero en la condición de abandono:

Nunca regresé del oscuro sótano/ para mí lo días se escurrían por las rendijas/ las horas eran la telaraña de un dios despiadado/ que hablaba solo/ oía el rumor de las alimañas y siempre pensé/ que vendría un ángel con rostro de hierro/ a rescatarme.

Hay un abandono en la casa, hay un habitante que deambula, sensible a los pequeños crujidos. La atmósfera y la desaparición del fuego recuerdan a ratos el poema Un Hombre Solo en una Casa Sola, publicado por Jorge Teillier en su libro El Molino y la Higuera (Ediciones del Azafrán, 1983), texto que narra el paisaje exterior e interior, cuando nos hace ver que el hombre:

No tiene deseos de encender el fuego/ y no quiere oír más la palabra futuro/ el vaso de vino se ha marchitado como un magnolio/ y a él no le importa estar dormido o despierto// La escarcha ha empañado las ventanas/ pero a él solo le importa ver la apagada chimenea/ solo le gustaría tener una copa que le contara una vieja historia/ a este hombre solo en una casa sola.

La casa narrada por Araya, casa que al ser habitada por si misma asume personalidad y memoria, tiene algo de espejo y laberinto, los amplios pasillos amplifican la oscuridad al ser cruzada por la luz de las rendijas, allí puede verse el autor, en las tablas del piso,  y las manchas de vino pueden asumir la conducta de pájaros nocturnos:

No hay sol en mi cuarto/ manchas de vino entran y salen por las ventanas/ la gente se pregunta por  mi apariencia/ y no entienden por que soy pequeño y oscuro

Una casa viva, como la casa Uscher de Poe, donde las tablas respiran y el cuarto de los cachureos trae la imposibilidad del retorno a la juventud, a los zapatos del hermano ausente, sin embargo atrae con un oscuro magnetismo, pues hace confesar al poeta que: yo busco algo en este  cuarto inmenso/ aunque sé que no he perdido nada.

Aquella casa, que podría ser muchas casas, la casa tomada de Cortázar, o la casa automática de Bradbury en Crónicas Marcianas, que se quema en un mundo sin habitantes, mientras una grabadora repite un poema que habla de la guerra y presagia lluvias suaves. El tema es enorme, la bibliografía cruza la psicología y la arquitectura, pasando por la fenomenología, la literatura, la antropología. Quizás por ser parte de la estructura del pensamiento, no se podría dejar sin mencionar la casa-metáfora de la construcción de la memoria profunda de lo humano, la casa que Jung desarrolla en sus Ensayos de psicología analítica:

Su piso superior ha sido construido en el siglo XIX, la planta baja data del XVI y un examen minucioso de la construcción demuestra que se erigió sobre una torre del siglo II. En los sótanos descubrimos cimientos romanos, y debajo de estos se encuentra una gruta llena de escombros sobre el suelo de la cual se descubren en la capa superior herramientas de sílex, y en las capas más profundas restos de fauna glaciar. Esta sería más o menos la estructura de nuestra alma.

La casa donde suceden los poemas de Casa Deshabitada, va adquiriendo la animación de los objetos ante la presencia de la muerte y asume una atmósfera angustiosa, cuando en el cuarto de la niña que se ha ido para siempre:

la pelota se acurruca debajo de la cama/ una ampolleta observa desde el techo/ y alumbra/ a los juguetes que se abrazan sin saber qué decirse.

La densidad del espacio se torna sicológica, el paisaje es mental, los muros están hechos de material onírico y avocan a los antepasados, la fragua es un tenue resplandor que brilla al final de los pasillos, detrás de puertas clausuradas, en habitaciones en las que fotografías detuvieron el gesto del padre, un oscuro dios de fuego que carboniza la sepia del papel.

De los objetos se desprenden presencias ocultas, latencias, recuerdos. De alguna manera un objeto derruido hace énfasis en la decadencia, en la fugacidad, y aquello da pie para que la memoria vea con nitidez los antiguos usos, las costumbres abandonadas, los gestos perdidos, y es en aquella facultad de la poesía de Pablo Araya, tanto en la de Mester de Herrería, como en Casa Deshabitada, que facilita al lector el acercamiento con lo desconocido, a lugares habitados por la soledad, el silencio, a la mitología de un país fracturado por la desidia a su propia historia.

Finalmente me gustaría comentar brevemente la edición del libro. Pablo Araya, como lúcido artesano, ha construido la extensión del contenido al objeto, de manera que el esqueleto externo del libro es la persiana de una ventana, el marco de una puerta, o un viejo portón de alerce con bisagras de madera. Así el libro es el fragmento de una vieja casa en miniatura y los dedos del lector al pasar de papel en papel (otra forma de la madera), son los pasos de un curioso que se asoma a pasillos y corredores, oye voces en la penumbra, aromas, se tropieza con objetos en desuso, así se interna más allá de la lectura, así queda todo en el lenguaje de la materia.

 

 

* * *

[1] En la gran casa vacía hay luz, una luz vacía, / dura de una irritante serenidad. / En la casa no hay ruidos. / Usted puede mirar por los pasillos, por las escaleras. /Por las ventanas que se ven tan lejos del cielo blanco de la tarde/ Pero el viento pasa y no pasa/ Entonces, uno se da cuenta que, más que luz, más que/ Aire, más que muebles, lo que hay es la palabra hay/ Hasta uno entra en la palabra hay,/con una claridad que daría miedo si uno existiera.



 

 

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