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Félix Schwartzmann

Por María Carolina Geel
El Mercurio, 4 de febrero de 1974




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¿Se puede admirar una cosa y, a la vez, no ajustar con ella? Parecería que sí.

Es lo que nos ocurre con los estudios universitarios filosóficos, o literarios, o de arte plástico, o etc. Los admiramos, son acuciosísimos, de un alto grado interpretativo y de uno más alto conceptualista. Se dice que se admira aquello de que no se es capaz y a contrariis, se admira aquello que concuerda con la naturaleza íntima y los propios gustos Nuestro caso aqui es el primero y dice relación con el libro de Margarita Schultz y Jorge Estrella, La antropología de Félix Schwartzmann (Editorial Universitaria, 1978).

Toda la primera parte de este libro se ocupa de la obra El sentimiento de lo humano en America, de dicho autor, obra de envergadura, de la que por circunstancias expresas hemos leído sólo el capitulo que estudia la significación poética de Neruda, estudio en verdad notable y acaso el mejor que conocemos.

Schwartzmann define allí, extensamente, según se desprende del libro de los autores Schultz y Estrella, al hombre americano del sur y su fracaso como ser colectivo, lo que le lleva a serlo para si mismo, o viceversa. De ahí su naturaleza suspicaz que genera la desconfianza en el “otro”; en fin, su inestabilidad interior que junto con un anhelo de amor al prójimo le procura un desencuentro con este mismo. Convenimos en ello, pero cabe pensar dubitativamente si esa inestabilidad, ese anhelo de amor y ese desencuentro no se avistan también y se sienten en la convivencia, o mejor a-convivencia, de los habitantes de todo el orbe más o menos civilizado, y si la tristeza del sudamericano no es la misma, bajo las expresiones diversas que las convulsiones del mundo van creando en la vida interior de los humanos de todos colores. Verdad es que el libro de Schwartzmann fue escrito en 1944, o sea, hace 35 años, en los cuales la marañaa en las interrelaciones humanas ha venido haciéndose día tras día más espesa. Por cierto que gran parte de los análisis del autor continuan vigentes, como por ejemplo, cuando hace notar la generalizada tendencia “a responsabilizar al gobierno por todos los males, personales o colectivos”, así como “la ausencia de responsabilidad personal”, todo lo cual derivaría del no sentirse “significativo socialmente”.

Haremos una observación que bien puede ser falta nuestra, y es que muy a menudo no se sabe bien si las especulaciones del texto son estricto reflejo del pensamiento del autor analizado o mucha parte de ellas pertenecen al de los analistas, a su vez profesores de
filosofía.

Nuestra intención es referirnos más concretamente a la obra de Schwartzmann titulada Teoría de la Expresion, obra que comentamos años atrás y que los autores nombrados estudian en la segunda parte de su libro.

Por desgracia, trasladándonos de ciudad, nuestro ejemplar se extravió; no obstante, considerando esa obra como uno de los libros más interesantes que se han publicado en nuestra tierra, creemos de interés para muchos lectores referirnos a él, así sea citándonos... esto porque el estudio técnico de Schultz y Estrella, de conformación filosófica vecina a los modos estructuralistas, escaparían al lector profano como consecuencia de haber escapado a la profanidad nuestra...

Como base de la teoría general de la expresión, decíamos entonces, plantea Schwartzmann el principio de dualidad, esto es, la no correspondencia que muy a menudo existe entre la expresión del rostro y la verdad interior del sujeto. Al respecto, se detiene en particular sobre "la expresión de los ojos". Observábamos también que él varias veces alude, al parecer sin aceptarlos del todo, a los autores que han estudiado la expresión del rostro y de los ojos a través de una mecánica de los músculos faciales. Esto nos despertó el recuerdo de aquella descripción que hace Thomas Mann de los ojos de Madame Chauchat en La Montaña Mágica. Dichos ojos fascinaban de un modo singular y, no obstante, si la memoria no traiciona, el médico dudaba del origen síquico más o menos profundo de esa fascinación y “queria” remitirla a cierto músculo, cuyo nombre hemos olvidado, situado hacia el centro superior de la cuenca ocular. En este caso no juegan parécenos ni la teoría de la mirada ni la máscara como un “querer ser”, cuyo largo estudio hace Schwartzmann.

Debiendo sortear por razones de espacio y por excedernos, lo que en esta obra se plantea con pura validez antropo-filosófica (no olvidemos de anotar aquí que Schwartzmann de ningún modo abusa de los términos científicos o técnicos, lo que permite la lectura accesible de la mayor parte de su libro), sólo aludiremos entonces a los acápites “Estilo y Expresión”, “La duda trágica de Shakespeare”, los que estudian al Greco y no pocos más; amén de su vivo interés y que con frecuencia están expuestos en un lenguaje fecundo que, superando el modo típico del filósofo, entra de lleno en la expresión literaria y percibimos en el autor a un poeta.

En la página 368 y otras, nos parece que los términos estilo y expresión se funden. Creemos que en un cierto grado son, sin duda, sinónimos desde que uno y otra son modos posteriores de la imagen ofrecida. Más, en la página 370, ambas nociones se diversifican claramente, en especial cuando se expresa que “éste (el artista), no persigue el estilo como una finalidad última sino que lo encuentra en el acto de expresarse” (esto nos preguntamos, que podría ser definición para el arte clásico, ¿sirve in terminis al ciego expresarse de la escritura automática?). Notemos, por otra parte, que en el capitulo XII el planteamiento de estilo y de expresión -en este caso de nuevo sinonímicos, a nuestro ver, y excusenos el autor si distorsionamos-, como una ascesis que desbasta el impulso creador, alumbra muchos misterios del fenómeno artístico en algunos autores tales como el Greco, Rilke, Proust, Borges, Van Gogh, Beethoven, Dostoievsky, Chopin, y aún creemos que apunta al poder de intemporalidad de cllos. Es uno de los admirables estudios del volumen.

Dando un gran salto, nos referiremos al análisis sobre la máscara en la obra de Proust. Confesamos la fuerte curiosidad con que lo abordamos, debido a que toda vez que hemos hablado a los lectores de Proust de esta escena en casa de la Princesa de Guermantes, contestan que la han olvidado. Piensa el francés que el hombre puede soportar “metamorfosis tan completas como las de ciertos insectos”. Así, ante esas personas que ha dejado de ver tanto tiempo, le parece estar en una “fiesta de disfraces”; en cada rostro estaban las “máscaras del tiempo”. Lo que este pasaje de Proust tiene de terrible, definitivo, casi de atroz, es recogido de modo no menos patético por Schwartzmann, llegando hasta la relación máscara y magia. Si en los albores del hombre hubo máscaras para el yo religioso, la hay para el yo social del hombre de hoy.

Sólo hasta aquí, pues, podemos llegar a la reactualización de un libro extraordinario.



 



 

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