Mirón, 
            resentido e insolente, pone los puntos sobre las íes
              Germán 
                Marín: “Soy un novelista que fisgonea
                las tiendas de ropa interior” 
          
              Rafael Gumucio
              Las Ultimas Noticias, Domingo 
                27 de febrero de 2005
           
           
          
            Dueño de la voz más cavernosa 
              del mundo, este escritor -cuyo nombre es idéntico al de un 
              degenerado personaje que aparece en sus libros- asegura que ya no 
              arregla sus asuntos a combos y considera que es completamente
 
              normal 
              enamorarse de un brazo.
            
          
          El escritor Germán Marín se ve, se 
            viste y habla como un cantante de tangos, pero se ríe como 
            ningún cantante de tangos se ha reído jamás: 
            levanta las cejas y, mientras se le ilumina el rostro, abandona el 
            semblante adusto de intelectual al que no le entran balas para que 
            aparezca el de un  niño 
            generoso y travieso.
niño 
            generoso y travieso.
          Al comenzar esta entrevista, viene sobándose las manos de 
            gusto por haber engañado al director de “The Clinic”, Patricio 
            Fernández, haciéndole creer que unos tanques desfilaban 
            por el centro de Santiago. Su afición a las tomaduras de pelo, 
            por cierto, lo ha hecho merecedor de innumerables bromas por parte 
            de sus amigos: llamadas anónimas, falsas alarmas y hasta pasquines 
            fotocopiados llenos de injurias en su contra.
          A sus setenta años, Germán Marín es el más 
            viejo de los escritores jóvenes y el más joven de los 
            escritores adultos (y uno de los mejores en ambas categorías). 
            Reclama, amenaza, se queja y gruñe con su voz cavernosa y radioteatral 
            de conde chupasangre, pero en el fondo goza con ser parte del ambiente 
            literario chileno, que es mezquino y picaresco, pero finalmente entrañable, 
            en donde él juega el doble rol de profesor y alumno desordenado.
          Ex cadete de la Escuela Militar, a lo largo de su vida literaria 
            se ha hecho una fama de maldito, resentido, insolente, duro, jodido 
            y claustrofílico -adora decir que vive encerrado en una pieza-, 
            pero la verdad es que resulta difícil reunirse con él 
            sin que surjan, hasta por debajo de la piedras, un sinfín de 
            aeromozas, cronistas e incluso poetas pinochetistas que se sientan 
            entusiastamente junto a él.
          Sobre la mesa hay un capítulo de su próxima novela, 
            aún sin título, con la que cerrará la trilogía 
            “Historia de una absolución familiar” (compuesta hasta 
            ahora por las novelas “Círculo vicioso” y “Las Cien 
            Águilas”), que es una de las obras más ambiciosas 
            de nuestra historia literaria y que, según Marín, representa 
            el fin de su producción novelesca.
          
          -¿Es verdad que éste va a ser tu último libro?
            -Éste va a ser mi último libro publicado, pero no 
            va a ser el último libro que escriba. Yo quiero ser un escritor 
            que escribe pero no publica, a diferencia de la mayor parte de los 
            escritores chilenos, que publican pero no escriben.
          -¿Y por qué has publicado lo que has publicado?
            -Porque estaba joven y sano. Tenía fuerzas y, ahora, ya 
            no sé si las tengo. Que escriban los jóvenes.
          -Pero los jóvenes escriben muy mal.
            -Problema de ellos. Por lo demás, a mí me encanta 
            leer originales. La mayor parte de las veces leo manuscritos tan malos, 
            que después me siento el descueve y me voy a escribir y me 
            siento como un dios. Leer a los colegas chilenos es una gran terapia.
          -¿Por qué escribes?
            -Por resentimiento.
          -¿Eres una persona especialmente resentida?
            -Se me ha ido quitando escribiendo. Antes de empezar a escribir, 
            cuando joven, yo tenía una gran rabia interior que no sabía 
            cómo canalizar. Iba a leer a la Biblioteca Nacional, pero luego 
            me iba al flíper y pasaba la tarde ahí. Hasta que me 
            encontré solo, a los veinte años, en Buenos Aires. La 
            única forma de sacarme la rabia de encima fue escribir. Escribir 
            era un acto sicoanalítico, un camino de conocimiento que se 
            me ofrecía. Era mi única salida.
          -¿Influyó en eso ser alumno de Borges en la universidad?
            -Borges en esa época no era el mito que es hoy. No era 
            el escritor Borges, sino el profesor Borges, un tipo copuchento, simpático, 
            buena persona, al que le gustaba pelar a sus colegas escritores argentinos. 
            A mí me hablaba mucho de Joaquín Edwards Bello, que 
            es el único escritor chileno que admiraba. De Neruda decía 
            que le gustaba como comunista, no como poeta. Siempre decía 
            “los chilenos son muy hospitalarios”, en condiciones de que nunca 
            había venido a Chile.
          -Pasaste por instituciones normativas como el Colegio San Ignacio 
            y la Escuela Militar. ¿Qué buscabas entre los uniformes?
            -Yo buscaba una estructura. Por eso entré a la Escuela 
            Militar, para encontrar un mundo de certeza, pero me encontré 
            con la violencia y la mediocridad, lo que me llevó a comprender 
            que el mundo es un ámbito de máxima incertidumbre. Esta 
            mezcla explosiva que vemos ahora con Contreras y su banda: la violencia 
            total, la mediocridad completa, la falta de moral y la idea de que 
            alguien puede hacerse asesino por disciplina. Leyendo el Informe Rettig 
            y la prensa, me impresiona cómo los métodos de castigo 
            y el ambiente de violencia de la Escuela Militar se reproducen en 
            los campos de tortura. En el fondo estos tipos nunca conocieron otra 
            cosa.
          -¿Y cómo aguantaste?
            -No lo aguanté. Una vez vi a un brigadier en ropa de calle, 
            cosa que iba contra el reglamento. Me pidió que no lo denunciara 
            y no lo denuncié, pero cuando me pilló a mí con 
            ropa de calle me denunció el chuchesumadre. A mí eso 
            me llenó de indignación. 
            
            Le dije: “Tarde o temprano me las vas a pagar”. El tipo se picó 
            y me dio tres días de 
            arresto. Y de ahí en adelante hice lo posible para que me echaran. 
            Después desfilamos con unos amigos desde una casa de putas 
            a la Plaza Italia en traje de cadete, y yo, en vez de dar un nombre 
            falso a la policía, di el mío y me echaron.
          -¿Y que pasó con el brigadier?
            -Me lo encontré en la calle unos años después 
            de que me echaran y le saqué la concha de su madre a combos. 
            Después supe que se había transformado en una especie 
            de héroe militar. Fue alpinista y llegó a los Himalaya 
            o una cumbre de ese tipo y después lo hicieron general. Cuando 
            vino el golpe, yo pensé “este huevón se va a vengar 
            y me va sacar la rechucha”. Eso apuró mi salida de Chile.
          -En tu juventud pegaste hartos combos. ¿Cuál es 
            tu relación actual con el pugilismo?
            -Ahora ninguna. Trato de evitar los combos. Ya no tengo indignación 
            ni violencia interna. Escribir me hace eliminar fantasmas. Además, 
            ya no puedo darme el lujo de perder los dientes en una pelea: el dentista 
            es muy caro en este país.
          -Viviste veinte años fuera de Chile en una situación 
            relativamente cómoda. ¿Por qué volviste?
            -Era más interesante venirse. De pronto se acabaron las 
            quejas y las justificaciones para quedarse allá. Además, 
            mis materiales son de aquí. Lo que me ayudó a integrarme 
            en Chile fue no regresar con ilusiones. No esperar nada de Chile. 
            Usar a Chile como un enorme basurero en que yo puedo rastrear para 
            escribir. Yo soy un novelista que vive de escarbar la basura, que 
            huele los calzones, que fisgonea las tiendas de ropa interior.
          -¿Tus novelas nacen del mironeo?
            -Mis novelas nacen en general de una palabra que tiene fleco y 
            va llevando a otra. Por ejemplo, cuando me estaba informando sobre 
            los sicópatas de Maipú, se me apareció la palabra 
            “ídola”, y de ahí surgió toda la novela “Ídola”.
          -“Ídola” es una palabra muy del Chile actual.
            -En esa época no estaba tan de moda. Yo vivo escuchando 
            conversaciones ajenas y viendo cómo cambia el lenguaje, cómo 
            hablamos ahora en Chile otra lengua que la que hablaba yo ayer.
          -¿Cómo ha cambiado el lenguaje chileno?
            -Ahora el lenguaje es más transversal: en el barrio alto 
            se habla igual que en los barrios bajos. Las palabras viajan más 
            rápido y mueren antes.
          -¿Qué piensas de los escándalos de Lavandero, 
            Spiniak y compañía?
            -Siempre ha habido este tipo de escándalos en Chile. En 
            los sesenta estuvo el famoso caso de la vidente Regina Orrego y su 
            amante, el Mambi, boliviano como todos los malos de la crónica 
            roja. Iban mujeres de clase alta a verse la suerte con la Regina Orrego. 
            Después aparecieron fotos comprometedoras de estas mujeres 
            desnudas con el Mambi. Finalmente las fotos salieron a la luz y quedó 
            la cagada y media.
          -Pocos escritores chilenos escriben sobre ese tipo de casos.
            -En general los escritores chilenos escriben sobre sus tías 
            y para sus tías. Escriben sobre personajes que no trabajan, 
            que no tienen más que problemas existenciales, gente que viste 
            ropa Armani y que se junta a filosofar en la esquina de la Quinta 
            Avenida con Madison, esquina que no existe.
          -Tú ves a Santiago como una ciudad desastrosa, llena de 
            degenerados, sicópatas, violadores, directores de cine porno.
            -Es que es así. Mira a tu alrededor: no me vas a decir 
            que lo que está pasando es muy normal. Anda al centro de Santiago 
            después de la siete de la tarde: es un verdadero lupanar lleno 
            de gente rara, de traficantes, de cualquier cosa. Es como si hubiese 
            un cambio de turno y las mismas calles fueran de día otras 
            que de noche.
          -En general, el personaje más degenerado de tus novelas 
            siempre se llama Germán Marín.
            -Germán Marín, el personaje de mis novelas, es un 
            mirón.
          -¿Y Germán Marín, el escritor de las novelas?
            -Es un mirón un poco ciego.
          -También es un fetichista.
            -¿Por qué lo dices?
          -¿Te parece normal enamorarse de un brazo, como sucede 
            en tu novela “Cartago”?
            -No veo qué tenga eso de anormal.
            
          
          
          
          
            
              
                | El prestigio de Germán Marín como escritor es 
                      algo que difícilmente se puede poner en duda. Con sus 
                      trilogías “Un animal mudo levanta la vista” -formada 
                      por las novelas “El Palacio de la Risa”, “Ídola” y “Cartago”- 
                      e “Historia de una absolución familiar”, el autor ha 
                      realizado una obra que se impone en el panorama chileno.  -Comenzaste tus novelas sobre Chile en Barcelona.-Me daba terror hacerlo, porque yo frecuentaba en esa época 
                      a un amigo, Vicente, que según él estaba escribiendo 
                      la gran novela chilena. Él había dejado todo, 
                      el trabajo, la mujer, y vivía más o menos de la 
                      mendicidad. Todo eso era por escribir la gran novela chilena 
                      que nunca terminó.
 -¿Y cómo era la novela?-Sólo me mostraba pedazos. Era una cosa completamente 
                      absurda. Una descripción infinitamente larga de una cancha 
                      de esquí en el Paseo Ahumada.
 -Parecido a lo que hizo Lavín después.-Todas las malas novelas son proféticas, finalmente. 
                      Vicente se dedicaba a la destrucción sistemática 
                      de toda la literatura chilena, porque se suponía que 
                      iba a construirla él solo. Era muy divertido y patético 
                      a la vez. El pobre terminó de ludópata, pasando 
                      la mayor parte del día en una librería en Madrid. 
                      A mí me daba terror convertirme en Vicente. Comíamos 
                      todos los viernes y nos peleábamos. Una vez nos agarramos 
                      a escupos porque dijo que Lafourcade era el mejor escritor chileno.
 
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            Foto: Dig. sobre foto 
            de Richard Salgado