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TANGO EN MANHATTAN

Javier Campos

 





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El restaurante se llamaba "Colors". Era una tarde  gris y caía nieve. Abrí la puerta y me golpeó  una música de tango. Al caminar hacía el bar una hermosa mujer bailaba sola en la pista. Hacía  tiempo que no escuchaba tango, y especialmente en medio de Manhattan. Sí, era una tarde gris y fría (me parecía la letra de un tango pero no estaba seguro). Entonces al abrir la puerta fue como entrar a otro mundo donde parecía volver al sur. Al lejano sur donde salí hace muchos años. Estaba de paso por Manhattan. Bueno, casi de paso, porque no era ya un turista sino un vendedor viajero que vivía en Connecticut.

Debo decir que fui en un tiempo un exiliado del sur. Estuve preso en un cuartel de la marina de mi país acusado de ser un “subversivo”, yo que jamás maltraté a nadie en mi vida (quizás  alguna vez le di una una patada a un gato que tenía  mi madre). Pero ahora la vida del exilio se había terminado para siempre. Los viejos amigos y amigas quién sabe dónde estarían. Después  de tres meses en la cárcel me dejaron  ir porque “no habían encontrado pruebas que yo era realmente un subversivo”, dijo un capitán del lugar donde pasé esos tres meses. “Ya, puedes irte”, dijo el carcelero quien había recibido la orden del capitán de dejarme libre. Lo único que me dieron al salir fue una identificación mía, ya caduca, un cinturón del cual no tenía idea que me lo habían requisado, unos cigarrillos arrugados dentro de un paquete. Tampoco me acordaba de esas pertenencias. O sea que salí desnudo de posesiones. Me dieron unos pesos para pagar un taxi, tomarme un café y un sándwich. De cómo llegue a este país hace veinte años es otra historia.

En eso pensaba sentado en el bar de aquel lugar de tango. Quizás la música, aquel baile de la mujer me abría una puerta a los recuerdos. Yo había aprendido en la adolescencia  tocar el bandoneón pero lo había dejado de lado desde que estuve en la cárcel y desde entonces, quizás porque lo asociaba a un periodo de mi vida que no quería recordar, no lo toqué más. Ese regimiento era realmente un campo de concentración. Yo pensaba eso mientras la bella mujer bailaba sola  y hacia movimientos de tango. Bailaba con los ojos cerrados. No estaba totalmente iluminada la pista pero se notaba la belleza de su cuerpo. No podía ver el rostro pero eso poco me  importaba porque era todo su movimiento lo que me atraía.

Entonces apareció un hombre que comenzó a bailar con ella. Era una milonga pero no me acuerdo del nombre de la canción  pero sabía que era un melodía muy famosa. Quizás no hay más gente porque el día estaba gris, pensaba. La nieve caía afuera intermitente, lenta, silenciosa. Sentí que estaba solo en el bar porque aún nadie venía a preguntarme si quería beber algo. Allí sentado empecé a mirar alrededor y vi que en las mesas tampoco había nadie. Luego en el bar tampoco. Estaba solo en ese restaurante. ¿O era un sueño?  

El hombre que apareció en la pista vestía un traje oscuro y lo que más me impresionó es que bailaba con un sombrero de esos que se usaban en los años 20 o 30.  Yo miraba la pista, luego de reojo a otros lugares por si había más gente y allí me di cuenta que yo era el único en ese bar. Silenciosamente un hombre puso un vaso de vino tinto para mí. El hombre, quizás el que atendía allí,  dijo solo una frase “sírvase amigo, hace mucho frío por estos pagos y por aquí no hay más pulperías. Le llevará varias horas encontrar otra”, y desapareció haciéndose invisible.  No sé por qué me hablaba de esa manera como si estuviera en alguna parte de la pampa. Miré hacia fuera y seguía la nieve, el día gris, edificios modernos. Sí, estaba soñando porque yo no estaba en la pampa sino en medio de Manhattan. 

En eso pensaba cuando apareció la mujer que bailaba en la pista. El hombre se quedó lejos fumándose un cigarrillo. Su rostro lo tapaba el humo. ¿Cómo se llama Ud.?  me dijo ella. Algo dije. Ella dijo que era de un país lejano, creo que mencionó Siberia o algo así. Yo dije que era del sur, del lejano sur pero no mencioné ningún país. Entonces pude ver su rostro. Era pálida, ojos negros casi dormidos. Pelo oscuro. Cualquiera podría decir que era muy bella y de edad indefinible. Podría ser en un momento una mujer adolescente y luego un mujer de mucha edad.  Yo sabía que estaba soñando todo eso y que nada era real.  Ella dijo, sí, todo es real aquí. No supe que decir porque había leído lo que pensaba. Y luego agregó,  yo te conocí hace muchos años en ese lugar donde torturaban gente. Yo también estaba allí.  Iba a responder cualquier cosa pero inmediatamente dijo, poniendo sus dedos en mis labios,  no tienes que decirme nada. Ven, vamos a bailar.  No sé bailar dije. Nunca bailé tango aunque lo tocaba desde adolescente con mi padre allá en el sur. Lo escuché también detrás de una cortina cuando una vez un capitán de la marina  me hacía preguntas acusándome de subversivo. No importa, respondió, si has tenido esa música desde que naciste tienes el ritmo en alguna parte de tu cuerpo.

Bailé con ella por horas en ese bar desierto de gente. Nunca más me dijo una palabra en todo ese tiempo que me pareció infinito y que no terminada nunca. Afuera estaba gris. La nieve seguía cayendo intermitente. Ella tenía razón. Aún llevaba  el ritmo del tango metido desde hace siglos en alguna parte del cuerpo. Y yo no lo sabía. Lo había encontrado en un sueño donde yo me veía caminando por Manhattan un día gris, lleno de nieve,  bailando con una mujer que dijo era de un lugar llamado Siberia.

 

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*Foto de Viktor Miloslavskiy, NY. El autor bailando con Anna Gordeychuck. Miran Iorgo Papoutsas  (izquierda) y Coco Arregi (derecha), argentinos quienes organizan milongas en Manhattan , Nueva York,  marzo de 2012.



 

 

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Tango en Manhattan.
Por Javier Campos.