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JOSÉ DONOSO Y EL INVENTARIO DEL MUNDO


José Saramago
En Revista de Estudios Públicos, 80 (primavera 2000).


Texto de la conferencia pronunciada en el coloquio “Donoso, 70 años”, organizado por el Departamento de Programas Culturales de la División de Cultura del Ministerio de Educación y la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, 5-7 de octubre de 1994. La conferencia fue publicada posteriormente en el libro Donoso, 70 años (Santiago: Ministerio de Educación, octubre 1997).

Sé por experiencia propia lo que significa estar sentado, oyendo hablar de lo que hemos escrito, y a veces tener ganas de decir “no lo había pensado, pero si lo dicen, quizás tengan razón”.

Otras veces no nos gusta nada lo que estamos escuchando, porque nos parece que la cosa no va por ahí. Lo que yo voy a leer no es lo que normalmente se llama un trabajo académico. Es una especie de diálogo entre escritor y escritor. No sé si él me contestará, pero me gustaría algún día saber lo que José Donoso piensa de este escritor y admirador suyo por años.

He llamado a esto “José Donoso y el inventario del mundo”.

“Me gustaría hablar de música, por ejemplo, pero en el fondo siento que hacerlo sería una frivolidad”.

Judith dice esta frase a Mañungo en La Desesperanza, en un momento de su travesía nocturna por Santiago, durante esa noche fantástica que no quiere acabar, esa noche que parece ir tomando, una tras otra, cada hora vivida para que no se pierda en el tiempo irrecuperable que pasó en un solo minuto. Sin el pensamiento, el gesto, la palabra, Judith no hablará de música, porque el sentir único del mundo en esos días es precisamente no tener sentido. Hace once años que Neruda está muerto, y Matilde Urrutia ha entrado también en la gran noche, en el silencio de la ausencia definitiva.

Estamos hechos de palabras. Hasta el silencio necesita la palabra que lo diga. Nacemos e inmediatamente comenzamos a escuchar los sonidos y a aprender cómo se articula la palabra entre ellos. Rompemos el silencio del cerebro con las primeras palabras que pronunciamos. Después las recreamos usándolas, luego, en el papel, queda la sombra de ellas, nada más que la sombra, y sólo mucho más tarde descubriremos que las palabras son, en sí mismas, música. Comprenderemos más tarde aún, que un libro es como una partitura, y finalmente que el habla es como una melodía ansiosa e inagotable.

Escribiendo y hablando cumplimos nuestra verdadera aspiración. Aunque no creamos gozar de ella, y no seamos conscientes, escribir será siempre llegar a aquella que llamaré la cosa vital, el instante supremo en que consideramos que podemos creer que hemos explorado hasta la frontera de lo inefable los recursos de nuestra propia y personal sonata. Pero siendo las palabras tantas, las músicas están cruzadas, y lo más fácil es afirmar que muchas de esas palabras son inútiles, y que muchas de esas músicas no merecen ser oídas. Y a veces sí, a veces sí lo son.

Tomemos una novela cualquiera. Podemos decir sin mirar: aquí hay cien mil palabras. Es imposible que todas sean igual de necesarias, que el mismo grado de necesidad esté presente en cada una de ellas, y aparentemente nada es más cierto. Pero, cómo podemos tener la certeza de que las palabras que consideramos inútiles o superfluas lo serán siempre.

Aquellas seis palabras que dicen “En un lugar de La Mancha” son las más famosas desde que el mundo aprendió a leer y escribir. Sin embargo, ¿serán por eso menos indispensables que aquellas otras del Caballero de la Triste Figura en la página 524 de la edición mil de El Quijote? ¿Quién puede decir que esas otras palabras de Cervantes, en apariencia insignificantes, escritas sin más preocupación que la de satisfacer la lógica conflictiva de un episodio menor, no serían destinadas un día a desafiar a un mundo de gente timorata?

Las palabras dicen siempre más de lo que imaginamos, y si no parecen decirlo en un momento determinado, es sólo porque no pueden, o simplemente porque no ha llegado su hora.

Aquellas palabras de Judith, es más que seguro que José Donoso las escribió sin pensar demasiado, salieron al correr de la pluma y están allí. Creo que fácilmente ustedes estarían de acuerdo en que sin ellas, La Desesperanza sería exactamente igual. De hecho, qué importancia tendría sustraer diecisiete palabras de cien mil, decir noventa y nueve mil novecientos ochenta y tres. Yo me atrevo a declarar que esas diecisiete palabras que podríamos considerar superfluas, bien podría usarlas José Donoso como epígrafe de toda su obra. Porque uno divisa en ellas una conciencia moral urgida por la verdad.

Tal como en el caso de los individuos, la decadencia de una clase social, por la propia complejidad ideológica y sicológica de esta decadencia, sólo desde adentro podrá ser manifestada eficazmente. Un observador extraño, por muy analítico y perspicaz que sea, apenas será capaz de describir, se presume que con alguna exactitud, las señales decadentes exteriores, aquello que aún resta de los triunfos de antes, y las vivencias y las miserias de ahora, pero nunca la desazón mental profunda que va devorando la sustancia vital en un cuerpo enfermo. Y jamás el miedo que fue generado por la culpa y que implacablemente la irá multiplicando hasta tornarlo insoportable, hasta empujar al suicidio. Sólo el aristócrata Giuseppe Tomasi de Lampedusa pudo haber escrito El Gatopardo; sólo el juez Salvatore Satta, conocedor de la vida, pasión y muerte de los hombres y las mujeres podía haber escrito El Día del Juicio. Fue desde dentro que unos y otros escribieron, cada cual, verdaderos testamentos de sus respectivas clases de origen. De hecho, sólo el punto de vista de adentro facilitará al observador la circularidad completa de la verdad que se exige a la hora de redactar un documento de las características de una persona o una clase.

No es ninguna novedad decir que los libros de José Donoso son también, en el ámbito de las circunstancias subjetivas y objetivas de la historia social y política de Chile y de sus clases en los últimos cuarenta años, una mirada por dentro. Por eso mismo, una mirada impiadosa. La mirada de quien sabe. La mirada de quien en ningún momento se dejará sustraer por la complacencia con que acostumbran a arreglarse todas las decadencias, siempre fácilmente romantizables, porque son tan apasionadamente románticos el temperamento del escritor, y quizás, del hombre. Creo que es exacto decir que en José Donoso existe, para nuestro gozo, el realismo de una razón que se mueve rectamente en dirección de la fría objetividad y el romanticismo convulsivo de un sentimiento desesperado frente a la realidad.

El resultado viene a ser la obra trascendente y vertiginosa a la que hoy rendimos homenaje. Dije antes que la obra de José Donoso considera y expresa, por la vía del arte y la literatura, la situación social y política de Chile a lo largo de los últimos decenios, centrada particularmente en sus clases media y alta. De manera alguna es restrictivo decirlo de este modo: una obra definida según los patrones fundamentados del realismo crítico, que por otra parte encuentra plena realización en la novela Este Domingo. Esta obra, me refiero a un supuesto conjunto así definido, no necesitaría nada más para ser importante, pero le faltaría aquella dimensión doble de vértigo y trascendencia mutuamente potenciales a que me refiero. Vértigo y trascendencia serán, pues, los factores valorativos superiores que dieron a la compleja obra de José Donoso su carácter sin igual.

Sin embargo, el vértigo en este caso no viene de laboriosos experimentos en el plan del lenguaje y a los que Donoso efectivamente no recurre, porque hay que señalar que lo que resulta absolutamente revolucionario es su trabajo sobre la estructura, sobre la trama interna.

Tampoco la trascendencia debe ser percibida aquí como una presencia metafísica o insinuada de cualquier tipo. En las novelas de Donoso no existe Dios, o existe, cuando menos se nombra o invoca. El vértigo y la trascendencia de la que hablo son sólo humanos, terriblemente humanos. El vértigo del hombre donosiano es el vértigo causado por la descarnada observación de sí mismo, mientras que la trascendencia es la mirada producida por la conciencia obsesiva de su propia existencia.

No habrá de sorprender, por lo tanto, que en Donoso predomine una atmósfera narrativa distorsionada, de origen evidentemente expresionista, más acentuada que las tonalidades realistas que su obra igualmente reconoce. La extraordinaria novela El Obsceno Pájaro de la Noche tiene como pariente ontológico próximo El Gabinete del Doctor Caligari. No importa el cruzamiento narrado de una obra en la otra, lo exhibido es un mismo y obsceno precipicio que fascina al lector y al solo espectador como si estuviera a punto de caer en el interior infinito de un catalejo puesto al revés.

Los pasillos tortuosos, las partes viscosas, las puertas falsas, las ventanas abiertas a la oscuridad, las escaleras suspendidas, los sonámbulos dormitorios de la Casa de Ejercicios Espirituales no fueron puestos ahí como un modelo a escala reducida del sistema planetario humano. Son su misma y propia suma, sucesivamente. Como en una novela de Donoso, el mundo contiene a Chile, Chile contiene a Santiago, Santiago contiene la casa que contiene al Mudito, y dentro del Mudito no hay ninguna diferencia entre el autor y la nada.

Cuando al principio de esta tentativa probablemente forzada para él y seguramente frustrada para mí, de recitar las palabras de Judith, me referí a aquella noche que parecía ir tomando una tras otra, cada noche vivida, afloraba ahí lo que se me figura son las principales características del proceso narrativo donosiano. En primer lugar, lo que llamaría la igualación o fusión del pasado, del presente y el futuro en una sola unidad temporal, pero una unidad que es inestable, deslizante.

En segundo lugar, como consecuencia lógica extrema, la suspensión, la paralización del propio tiempo; lo que sucede desde la llegada crepuscular de Mañungo, hasta el momento en que vemos a Judith abrazada a la tierra muerta. Esto no puede pasar en una sola noche, dirá el lector, y juzgando por las apariencias, el lector tiene razón. No obstante, tendremos que decir que la noche de La Desesperanza no es una noche y sí un tiempo otro en que las horas, los minutos y los segundos se expanden y contraen en una misma palpitación, de manera quizás intuitiva. O por el contrario, soberanamente inteligente.

Resolver la contradicción que parece existir entre la apreciación de un contenido que en cada momento se reconoce mayor que su propio continente, implica una ambición que deja en las sombras la hazaña de Josué, que hizo parar el sol para poder vencer una batalla. José Donoso para el tiempo para hacer el inventario del mundo.

Éste habría sido el objetivo si una vocación de semidiós no lo hubiera orientado hacia expresiones directas de la fuerza bruta. Por otro lado, no faltan motivos para creer que el mundo clásico griego estaría mucho menos poblado de brutos de lo que está el resto. Ustedes se preguntarán por qué esta referencia que tiene que ver más con la mitología que con la literatura.

Precisamente porque el alma de la humanidad, donde quiera que se haya dispersado, habita un mundo no sólo de nobles e infames ruinas, sino de restos de construcciones mentales, resultado del paso de las generaciones, y no sólo de aquello que llamamos basura y desperdicio, sino también de los escombros y los restos de las doctrinas, de las religiones y las filosofías, de las éticas que el tiempo gastó y tornó vanas, de los sistemas desmantelados por otros sistemas, y que los nuevos sistemas han desmantelado. De los cuentos, de las fábulas, de las leyendas; de los amores y los odios, de las costumbres obsoletas, de las convicciones súbitamente negadas, de las pasiones que han muerto y luego renacen, en fin, los restos de Dios y los restos del diablo, y también del cuerpo, no nos olvidemos del cuerpo, que es el lugar de todo placer y de todo sufrimiento.

Principio y fin, reunidos y conviviendo el uno con el otro en circuitos de sangre y kilo y medio de cerebro.

El inventario de casa de Donoso es pues el inventario del mundo. Tenemos dificultades de acceder a todos aquellos actos y palabras que suceden en las pocas horas que se cuentan entre un crepúsculo y una alborada. También diríamos que en la casa de los Cien Pájaros de la Noche (por muy desmesurada que sea esa arquitectura demencial como la del Gabinete del doctor Caligari), sería imposible una acumulación tal de seres que se cubren entre vida y muerte, de una variedad e inutilidad infinita. Animales gordos, chatos, blandos, cuadrados, sin formas; docenas y cientos de paquetes, cajas de cartón atadas, escondidas; ovillos de cordel o de lana, zapato impar, botellas, pantalla abollada, gorra de bañista de color frambuesa, toda aterciopelada como con flores que crecen bajo el polvo blancuzco, blando, frágil, suave, que un movimiento mínimo como parpadear o respirar podría difundir por el cuarto, ahogándonos y fregándonos, y entonces los animales que reposan bajo las formas momentáneamente mansas de ataditos de trapo, fajos de revistas viejas, baúles y quitasol; capas, tapas y más cajas, se moverían para atacarnos.

Sin embargo, esta acumulación no es posible sino desde la mirada implacablemente lógica de José Donoso. Debajo de las cajas y las viejas, en los mil desvanes de la Casa, en los áticos y en los sótanos, en los armarios, debajo de las montañas de trapos, y en todo lo que se oculte, hay un mundo que estaba sin inventariar y explicar, un mundo de seres podridos y de restos, y había que colocar todos los nombres, los atributos, narrar todas las existencias hasta el más allá del agotamiento, y como para eso no bastaría una y muchas vidas, porque cada una de ellas añadiría a su vez restos, sus restos, no tuvo José Donoso otro remedio que parar el tiempo, subvertir la duración, o parar simultáneamente Santiago y la Casa, con los justos horarios de todo el circuito del mundo, para finalmente llegar a decir que aquel lector no tenía razón, que de lo más a lo menos, todo el universo está presente, en el segundo en que pronunciamos la palabra.

Y ahora ha llegado el momento del vértigo absoluto, cuando lo que está encima es igual a lo que está abajo, cuando no hay más Norte, ni Sur, ni Este, ni Oeste; cuando los ojos miran por encima del parapeto y no contemplo más que la ausencia de mí mismo... La Última Vieja, la que no tendrá nombre, porque siempre ha tenido otro —la muerte— se puso al hombro el saco hecho de mil sacos, la arpillera recosida de mil arpilleras donde el Mudito fue encerrado con todos los restos de la casa, con todos los restos del mundo, y atravesó la ciudad en dirección al río. Junto al río, que es la imagen misma del tiempo que finalmente comienza a moverse, ella está sentada al lado de una hoguera que desfallece en una sola débil llama.

Papeles, desperdicios, su fuego reavivado durará poco. Entonces la vieja, que quizás sea la muerte, se pondrá de pie, agarrará el saco y abriendo círculos en el fuego, en las llamas, quemará cartones, medias, trapos, mugre, qué importa lo que sea, con tal de que la llama se avive un poco, para no sentir frío, qué importa el olor a chamusquina, a trapos quemándose, a papeles. El viento dispersa el humo y los olores, la vieja se acurruca sobre las piedras para dormir, el fuego arde un rato junto a la figura abandonada como otro paquete más de harapos, y luego comienza a apagarse el rescoldo atenuante y se agota cubriéndose de cenizas muy livianas que el viento dispersa. En unos cuantos minutos no queda nada debajo del puente, sólo la mancha negra que el fuego dejó en las piedras, y un saco. El viento lo vuelca, rueda por las piedras y cae al río. Cosido y atado por todos lados, el saco en que el Mudito fue encerrado es la metáfora del cierre del propio mundo. Cuando el tiempo se pone en movimiento y el saco es abierto y lo que en él se encuentra es lanzado afuera, es decir todo, aprendemos resignados que la vida no es sino una promesa de cenizas.

José Donoso no ha hecho más que parar el tiempo, ¿para qué? Sólo puedo ofrecerles una respuesta: que Donoso lo ha hecho simplemente para que pensáramos despacio, muy despacio, si somos en verdad humanos. ¿Lo hemos pensado? ¿O es que seguimos encerrados en el saco de nuestra propia absurdidad, esperando la hoguera y las cenizas como quien renunció ya a la vida?

Si el escritor es, como creo, quien nos persigue con preguntas, entonces José Donoso es de los más grandes. Por eso, y por ser quien es, le doy las gracias.

 

 


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José Donoso y el Inventario del Mundo.
Por José Saramago.
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