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Obituarios a destiempo
JOSÉ DONOSO

Por Sealtiel Alatriste
Publicado en Revista de la Universidad de México. Diciembre de 2007


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Él mismo lo decía: “A veces me sale una voz cavernosa, estrangulada, que a mí mismo me da miedo”. Quien lo escuchaba no podía creer semejante afirmación y quizá percibía un eco de coquetería en su dicho. José Donoso se guardaba para sí (como si su interlocutor no se hubiera enterado) que su voz también era dulce, pausada, de registro menor. Era cierto que uno notaba cómo se arrastraban las palabras por su garganta, que el lenguaje le dolía tanto en su voz como le dolía en sus novelas pero, por las pausas interminables, por el ritmo chileno de su habla, su tono recordaba la música de piano de Janácêk, con sus reminiscencias populares y su nostalgia a cargo de las teclas negras. Su voz escondía una alegría a punto de estallar, que vivía atemperada por una sonrisa tranquila y reposada.

En un viaje que Donoso hizo a México para presentar su novela Donde van a morir los elefantes, tuve la fortuna de acompañarlo durante una semana por la ciudad y sus recuerdos. Fue un recorrido en voz baja, al ritmo que imponía su frágil salud, acompañados por su buen humor, que como todo en él, parecía regido por la mesura. Este país, en el que había pasado una pequeña temporada de su juventud, ejercía una fascinación particular sobre él. Todo lo que recordaba era estrafalario y le producía una solemnidad que me atrevería a llamar alegre. “En México”, le dijo a Braulio, el secretario que lo acompañaba para atender sus achaques y llevar nota de todo lo que se le ocurría, “la gente mantiene a sus perros en las azoteas”.

Había ido a recogerlos al aeropuerto, caía una tarde gris que de casualidad abría un pequeño resquicio para que un resplandor magenta brillara en el horizonte, y nosotros cruzábamos lentamente la avenida Zaragoza rumbo al Viaducto. Bordeábamos una fila de casas bajas, chatas, pintadas con colores estridentes, coronadas por un enrejado de tela de alambre que había motivado el comentario de Donoso. “¿Para eso son las rejas?”, preguntó Braulio, observando con grandes ojotes cada casa. “No, m’hijito”, respondió Pepe carraspeando, “los perros mexicanos no son tontos, con rejas o sin ellas no se tiran nunca”. En eso apareció, tras uno de esos enrejados, un gran perro negro que oteaba al vacío. Me di cuenta de que sí, que en las vecindades mexicanas muchas personas guardan a sus perros en las azoteas, pero que las rejas son, en ese territorio común, un resguardo para la ropa tendida al sol y no para proteger al can de sus posibles instintos suicidas. Lo que más me llamó la atención, sin embargo, fue comprobar que Donoso no se parecía en nada a los personajes de sus novelas y tuve la impresión de que dejaba los matices tremendos de la realidad para el territorio de la ficción, mientras él vivía en un mundo tupido por el buen humor.

Dos días más tarde me pidió que lo llevara a Chapultepec. Era evidente que quería que Braulio recogiera un palmo de su memoria para presumir su vigor juvenil. Cuando llegamos, me pidió que me detuviera al pie del camino que conduce hacia el Castillo. “¿No quieres subir?”, le pregunté. “No, sólo quería estar aquí”. Nos bajamos del auto y caminamos hacia el pie de la larga escalinata por la que los peatones ascienden a la cima. “Todos los fines de semana de la temporada que viví en México”, dijo mirando a su secretario, “venía a este sitio para ligar gringas”. “¿Y por qué, aquí?”, preguntó el chico. “La verdad que no sé”, respondió Donoso, “nomás me acuerdo que aquí les caía, las invitaba a tomar unos tequilas, me las ingeniaba para que ellas pagaran la cuenta y pasábamos el fin de semana en su hotel. A lo mejor las agarraba cansadas, pero yo era tan pobretón que sólo me divertía de esa forma”. Pepe ya no tenía, para ese entonces, la pinta de galán que según dicen fue la joya que le permitió vivir en muchos lugares del mundo, pero conservaba un cierto porte aristocrático, una mirada tan inundada de ternura y una sabiduría innata de contador de anécdotas, que imaginé que más de una americana hubiera pagado lo que fuera por pasar el fin de semana con él.

José Donoso había nacido en Santiago de Chile el 25 de septiembre de 1925. Fue hijo del médico José Donoso y de Alicia Yánez, sobrina del periodista Eliodoro Yánez, fundador del diario La Nación. Al contrario de muchos escritores, su vocación recibió desde muy temprano el estímulo paterno, al que luego se sumó el de su profesora de literatura inglesa, Mrs. Ethel M. Balfour, quien lo instruía en The Grange School, donde José no sólo adquirió un dominio del idioma inglés que le permitió conocer de primera fuente a muchos de sus autores preferidos, sino que entró en contacto con quien iba a ser uno de sus grandes amigos: Carlos Fuentes.

En 1955 se publicó su primera novela, Coronación, amplio fresco de la sociedad de Santiago, que le dio la fama local que nunca más perdería, y que al ser publicada en inglés por Farrar, Strauss and Giroux, le abrió la puerta del mercado internacional. José pensaba que un escritor chileno estaba condenado a vivir entre la cordillera y el mar austral, pero después del largo vagabundeo de los últimos años (al terminarlos estudios de humanidades había partido al sur, más que en gira, para ver cómo pasaba el tiempo en la Patagonia chilena y argentina; vivió de ser peón de haciendas ganaderas y más tarde se empleó en faenas portuarias en Buenos Aires), aprendió que había un interés mundial por la literatura latinoamericana y que él podía capitalizar ese entusiasmo. A partir de ese momento se publicaron en todo el mundo casi todos sus libros.

En 1961contrajo matrimonio con María del Pilar Serrano, pintora de profesión, con quien compartiría cama, comida, fama y la memoria de la vida. En una ocasión que Carlos Fuentes los visitó en su casa de Santiago encontró a Pepe y a Pilar sentados en una mesa rompiendo la correspondencia que consideraban inútil. “¿Qué hacen?”, preguntó Fuentes. “Nada de esto sirve”, contestó Donoso, “sólo nos vamos a quedar con las cartas que sean útiles cuando queramos escribir nuestras memorias”. “No seas tonto, Pepe”, lo reprendió Fuentes. “Hay muchas universidades que pagarían fortunas por tener tu correspondencia completa”. La pareja, incrédula de lo que decía aquel escritor que regañaba su instinto pueblerino, lo miró atónita. Una semana después, cuando Carlos regresó de un viaje a la provincia chilena, volvió a encontrar a Donoso y a Pilar sentados en la misma mesa, pero ahora, en vez de destruir, reescribían una copiosa correspondencia que daba cuenta de la vida que hubieran querido vivir “a lo grande”.

En noviembre de 1996, Juan Cruz (con quien entonces codirigía la editorial Alfaguara) me comunicó que tenía el manuscrito de El mocho, una novela que Donoso había querido escribir desde joven. “Pepe está muy enfermo”, me dijo al teléfono, “tenemos que apurarnos a publicar la novela. Es maravillosa”. “Donoso es hipocondriaco”, le rebatí, “no hay tanta prisa”. Le conté que una vez en el restaurante Los Girasoles de la Ciudad de México había presenciado una de sus típicas escenas de hipocondría. Estábamos comiendo con Martha Dueñas cuando Pepe empezó a ahogarse, palideció y casi se desmaya. “Me tengo que ir”, nos dijo con un hilo de voz, “perdónenme, siento que me muero”. Martha llamó a su chofer y le ordenó que llevara al señor a su hotel. Para nuestra sorpresa, el chofer tardó más de una hora en regresar, y cuando lo hizo, nos dijo que había llevado a Donoso a comprarse un blazer. Supuse que Pepe no había sabido cómo decirnos que le iban a cerrar la tienda y fingió un ataque de esa rara enfermedad, típica del siglo XIX, llamada soponcio, para irse de compras. “No te preocupes”, le dije a Juan Cruz al cabo de mi relato, “ya se pondrá bien”. “No lo creo”, me interrumpió, “ahora sí se nos muere”. Tuvo razón, no pudo siquiera esperar a que publicáramos El mocho. Falleció, como siempre quiso, escribiendo. No puedo evitar pensar que el corazón (al que le achacó tantas enfermedades imaginarias) se detuvo mientras leía un renglón de su manuscrito, del cual ya no alcanzaría a corregir las galeradas. El epitafio de su tumba debía ser, como lo advirtió Carlos Fuentes en una presentación que hizo de uno de sus libros, el de todos los hipocondríacos: “¡No que no, cabrones!”.



 

 

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