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José Manuel Fajardo, MI NOMBRE ES JAMAICA
Seix Barral, Barcelona 348 pp.

Peligrosa indefinición

Por Julio Espinosa Guerra
Revista de Libros Nº165 Septiembre de 2010


Ambientado en Israel, París y Granada y a caballo entre el siglo XVII y el presente, Mi nombre es Jamaica constituye un viaje conmovedor y alucinado al corazón de nuestra Historia. Sus personajes conocerán el amor, la locura y la violencia de nuestros días y se sumergirán en el apasionante relato de un oscuro episodio de la conquista de América protagonizado por un héroe de otro tiempo que encarna la historia de un pueblo sometido, la de una familia marcada por la tragedia y la de un loco de hoy de brillante lucidez». El texto que acabo de anotar aparece en la contracubierta de Mi nombre es Jamaica, última novela de José Manuel Fajardo (Granada, 1957).

No conozco al autor, pero es indudable que debió golpearse el pecho cuando leyó la presentación de su obra, notoriamente rebajada al nivel de best seller histórico cuando en su interior guarda más inquietudes y ambiciones que el de un mero thriller, en el que, mediante frases tópicas, huecas, altisonantes y empalagosas como «viaje conmovedor y alucinado», «conocerán el amor, la locura y la violencia», «apasionante relato», «oscuro episodio», «marcada por la tragedia», intenta encuadrársele. Probablemente sea lo peor del libro y, en vez de incentivar la lectura, destroza toda expectativa.

Con esto no quiero decir que Mi nombre es Jamaica sea una obra perfecta ni tampoco conmovedora. No brilla el autor por su prosa, muchas veces tartamuda, ni por la estructura seleccionada, por lo demás bastante esquemática (dos historias que transcurren en dos tiempos diferentes y que debieran complementarse). Pero hay algo en el tema, en la idea de fondo, que, aunque el autor utilice recursos del género histórico, llena a esta obra de una ambición difícil de encontrar en muchas novelas actuales.

La trama es sencilla: Dana coincide con su amigo Santiago en un congreso en Tel-Aviv. Él actúa de manera desesperada, pues recientemente ha perdido a su hijo y, antes, a su mujer. Santiago ha enloquecido y, después de un viaje a la frontera con Palestina, comienza a repetir que se llama Jamaica y que tanto él como los palestinos y todos los seres que sufren en el mundo son, en esencia, judíos. Sedado, vuelve a París acompañado por Dana. Más tarde los protagonistas se internarán en uno de los episodios de protestas y quemas de coches que se produjeron en París en 2005, y terminarán su periplo en Granada, donde Santiago/Jamaica quemará el coche en el que su hijo se ha matado. Paralelamente, Dana leerá un documento histórico titulado «Relación de la guerra del Bagua», donde se cuenta la historia de Diego Atauchi y, a través de ella, lo que fueron la última resistencia indígena a los españoles en el Perú y la de los judíos serfardíes que viajaron a América como falsos cristianos viejos y que siguieron siendo perseguidos, a pesar de su buen hacer con respecto a la Corona, por la Santa Inquisición.

La intención de la novela es comunicar que el dolor hace una a la humanidad mediante la metáfora que identifica a los seres tratados injustamente o golpeados por la adversidad con la esencia de lo judío: la diáspora y el sufrimiento. Se trata de un tropo utilizado para mostrarnos a quienes son, según el autor, los nuevos judíos: palestinos, inmigrantes indocumentados e hijos de extranjeros, condenados por la modernidad y un sistema que piensa primero en el lucro y después en las personas. Es así como el protagonista llega a decir: «Se habla de paz como nunca, pero la violencia lo arrasa todo [...]. ¿Sabes cuántas personas mueren al día en el mundo en accidentes de automóviles? Tres mil. ¿Y al año? ¡Más de un millón! Hay un atentado terrorista suicida y todo es escándalo y manos a la cabeza, o se estrella un avión y las televisiones hablan del desastre durante días [...]. Pero en estos primeros cinco años del nuevo siglo han muerto más de seis millones de seres humanos [...] devorados por sus automóviles como las llamas devoraban a los herejes en los autos de fe, en honor al único Dios, la Santísima Trinidad del dólar, el euro y el petróleo» (pp. 219-220).

Sabido es que las obras literarias de cierto contenido se fundan en la idea que late en su trasfondo. Por ello, en una época caracterizada por la elevación de la anécdota a los altares, se agradecen temas ambiciosos como el de Fajardo. Ahora bien, para que la obra no se quede más que en una buena intención, no basta con la idea: la historia tiene que estar a la altura de lo que quiere decirse, al igual que el tono, la densidad y urdimbre de las acciones. No hay una buena obra si no hay riesgo. Y, en este sentido, Mi nombre es Jamaica flaquea muchas veces, sea por lo edulcorado de algunas situaciones, los tópicos, las largas reflexiones abstractas más propias de la novela del siglo XIX y un punto de vista del narrador que con frecuencia ronda lo didáctico y academicista, muy propio, esta vez sí, de la narrativa histórica. Además, una vez concluida la lectura, quedan numerosos cabos sueltos, lo que hace preguntarse si era necesario establecer relaciones entre ambas tramas o si, por el contrario, fue la necesidad de hacer histórico un relato mucho más contemporáneo en su trasfondo lo que llevó al autor a introducir la prescindible «Relación de la guerra del Bagua».

Mi nombre es Jamaica no es ni la «frenética novela de aventuras» que quiere vendernos el editor ni una novela de culto. Posee muchos elementos cercanos al best seller y a la paraliteratura, pero al mismo tiempo quiere comunicarnos una idea de la realidad más densa, más reflexiva. Este es su mayor problema, porque el autor en ningún momento se decide a escribir uno u otro tipo de obra, sino que se queda en una peligrosa indefinición que frustra tanto al lector de narrativa de entretenimiento como al más culto. Pero, aunque parezca contradictorio, eso es también lo que nos permite ilusionarnos con la perspectiva de una futura obra más densa, que saque al autor de la órbita de la narrativa histórica, encuadrándolo en una literatura destinada a un público quizá menos masivo y que resultará más gratificante para ese lector que Fajardo quiere al parecer conquistar. Aunque para eso tiene que definir con claridad qué es lo que quiere escribir.

 

 

 

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