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Dos crónicas Mexicanas

Por Julio Espinosa Guerra
Aparecido en http://www.dvdediciones.com

CON UNA SÁBANA EN EL COCHE

En Argentina, para que te den el carné de conducir, tienes que demostrar que andarás trayendo una sábana dentro del coche, por si atropellas a alguien o te encuentras con un muerto. Me lo contó mi amigo Nahuel, ese tremendo cantautor que ha sido guitarrista de Alfredo Zitarrosa y que le vende canciones a Mercedes Sosa pero que cada vez que viene a España pasa inadvertido. Él, aunque es argentino, vive hace veintisiete años en DF, por la Quebrada del Muerto, en un departamento que comparte con Ponchis, un perro “fenómeno”.

Le dicen “Monstruo” a Nahuel, y es que mide más de un metro noventa. Y aunque ya no es tan joven con sus más de cincuenta años, muchos querrían su vitalidad, su experiencia, sus conocimientos y hasta su humildad. Es uno de los tantos argentinos que salieron huyendo de la dictadura y la crisis en los setenta y ochenta. De los que creían en otro mundo. De los que le daban al aguante. Seguro que creyó en el Che. Seguro que sigue creyendo en la izquierda. Como todos nosotros. Pertenece a esa generación de perseguidos, torturados, asesinados que hace una a Latinoamérica, con una sangre, heridas y esperanzas igual de grandes, igual de pasadas de llevar.

Pero la verdad es que México, con todos sus centros culturales, su música, su ópera, sus museos, todo muy bueno y sin nada que envidiarle a España, definitivamente no era el paraíso soñado. Por lo menos, si hablamos de ahora. Porque hay autobuses sólo para mujeres, porque te puedes encontrar con un ajuste de cuentas a la vuelta de la esquina, porque un taxista te puede raptar, porque una bala perdida te puede pillar en cualquier parte.

Paseando por esta megaurbe en algún momento me acordé de lo que me decía otro amigo argentino sobre su país y la crisis de comienzos de siglo: primero robaban los políticos, después los empresarios, después se sumaron los burócratas, la policía, los bancos, todo el que tenía un poco de poder. Al final, robaban todos. México está a nada de que le pase eso y de que el país estalle, porque la corrupción está enquistada en todos los estamentos del poder y lo de los narcos es sólo la punta visible del iceberg, la excusa para seguir robando. Es una lástima, porque probablemente es el territorio más rico que he conocido.

Aún así la gente común y corriente sigue subiéndose al coche como si nada, tirando para adelante, aguantando los atascos, cambiándose de carril y calle sin avisar. Es tanto el caos de la ciudad, que quizá por eso el robo no se nota.

Allí Nahuel vive, ríe, compone, canta, saca a pasear al Ponchis y también conduce, marcando el cambio de carril, respetando las señales de tránsito, acarreando el mate de un sitio al otro, como cuando me fue a buscar al aeropuerto y a dejar a la estación de autobuses. Pero no, no anda con una sábana Nahuel, aunque tal cual van las cosas en México, debería, lamentablemente, comenzar a llevarla.

 

BURROS, CERDOS Y POETAS

Cuando Alexis Romero, Juan Carlos Quiroz y yo nos subimos al coche que nos llevaría a la Sierra Madre Orienta, en la Huasteca Sur, nos miramos con desconfianza. Todos teníamos encuentros literarios en el cuerpo. Todos sabíamos cómo suelen ser algunos compañeros, más iluminados que humanos, a los que les cuesta encajar sus atributos en cualquier parte donde haya otros creadores. Fue por eso que la conversación avanzó poco a poco. Tal cual si intentáramos pisar fuerte para no encontrarnos con arenas movedizas que nos tragaran y luego nos escupieran. Ni siquiera nos mirábamos. Tanta confianza nos daba saber que éramos “poetas”.

Pero al contrario de lo que creíamos, el viaje desde San Luis de Potosí, centro logístico del 4º Festival Internacional de Poesía Abbapalabra, organizado por Mario Alonso (tremendo amigo y mejor poeta, desconocido, para variar) hasta un pueblo antes de Tamanzunchale, además de largo (siete ricas horas en coche), fue agradable, quizá por culpa de Francisco, el chófer, que desplegó una conversación efectiva, donde para nada aparecía la poesía y sí las mujeres, en específico, la suya y sus problemas, cuestión que nos sirvió para aconsejarlo con toda nuestra sabiduría de papel maché.

La verdad es que cuando cambiamos del coche Nissan a una camioneta, también Nissan, en Ciudad Valles, los tacos y la mazorca que habíamos comido por el camino nos habían acercado bastante y hasta nos atrevíamos a hablar de algunos poetas mayores, como Charles Simic o Sharon Olds, o a bromear sobre una poeta que a última hora se descolgó del encuentro porque no le podían pagar el billete en avión desde DF a San Luis, sin importarle dejar a la organización con el pasaje de Nueva York a DF ya comprado y sin posibilidad de recuperar el dinero.

Pero hablaba del camino. De la camioneta Nissan. De la conversación, que poco a poco fue evolucionando con ese humor sin risa de los poetas. Fue por eso que a las orillas de los caminos, al costado de los montes y los ríos de esta zona perdida del planeta, terminamos viendo un montón de animales domésticos y exóticos camufaldos por el paisaje y más de alguno con apariencia de poeta gordo y terco, que no hacía más que sentir cómo le caía la lluvia sobre la piel o se revolcaba en su propio ego. No era que viéramos visiones. Los poetas de verdad, los grandes bardos, estaban allí, metidos en medio de la selva, saludándonos. Eso es natural si se piensa, como yo, que la Huasteca es el lugar más parecido al paraíso que hay en la Tierra. Un paraíso con mosquitos, claro, pero ni que el paraíso fuera a ser perfecto.

Llegamos a nuestro destino cansados, con hambre y más confiados que al comienzo del viaje. La visión de nuestros congéneres, amarrados a árboles y estacas, nos causó alivio. Porque ya saben: no hay nada más peligroso que un “gran poeta” suelto.

En el hotel me tocó compartir habitación con Alexis, poeta venezolano que no conocía de nada y que me sorprendió, tanto por su poesía como por su afición al beisbol y al fútbol americano. Ni idea, tú, de que en Venezuela el fútbol no era el primer deporte nacional. Miren lo confundido que andamos por el primer mundo. Si al final vamos a terminar preguntando, como la chica del locutorio, en qué parte de Estados Unidos está Venezuela... o Haití o Chile o el mismo México.No les voy a contar la aventura completa por la Huasteca, porque es larga. La resumiré diciendo que eso de ir haciendo lecturas en colegios me pareció lo más razonable e interesante del mundo. Prefiero los colegios a auditorios llenos de sesudos intelectuales de terracota. Además, nunca había leído ante tanta gente. (Flores para el ego.)

A la vuelta, cuando dejábamos atrás las lecturas, los silbidos de las alumnas y mi descomposición estomacal (en el paraíso siguen cocinando con manteca), los tres sentimos que, aunque habíamos llegado con ropas de intelectuales, bajábamos a la ciudad un poco más humanos, vestidos de la humildad que da la pobreza y un pequeño recorrido por el mundo de la lluvia, la selva y el barro: a la metáfora de los bardos, de los “grandes poetas”, cerdos y burros, la dejamos allí, fuera del coche, al costado del camino, rebuznando, revolcándose en su propio chiquero.

* * *

Julio Espinosa Guerra, nacido en Santiago de Chile en 1974, es un manitas de la escritura. Sus últimos libros publicados son la antología La poesía del siglo XX en Chile (Visor, 2005), la novela, publicada en Chile, El día que fue ayer (Mago, 2006) y el libro de poemas NN (Gens, 2007). Fue finalista del premio Herralde en 2005 y ganador del Sor Juana Inés de la Cruz de poesía en 2007. Es director de la Escuela de Escritores de Zaragoza.

 

 

 

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