"Desencierro", Juan   Mihovilovich. 
LOM, Santiago, 2009, 233 páginas
“DESENCIERRO”
 -O DE LA EXUDACION COMO  CAMINO DE CONOCIMIENTO-
        
          Por  Eric Eduardo Palma González
          Doctor  en Derecho / 
          Profesor  U. de Chile
        
  Juan  Mihovilovich vuelve a sorprendernos con su nueva novela Desencierro (LOM, diciembre 2008). Esta vez se trata de la  recreación de los pesares sicológicos de un individuo de edad y nombre indeterminado,  situado claramente en un entorno geográfico: el Estrecho de Magallanes. La  novela constituye un cúmulo febril de imágenes 
desplegadas con fuerza por el  autor para recrear el sentir de un  protagonista  que procurar explicarse y explicar su violenta conducta respecto de mujeres que,  en circunstancias normales, debía haber amado. El libro exuda dolor, rabia,  resignación y pena, pero también esperanza.
  
  No  es nuevo el preguntarse qué somos, de dónde venimos, hacia dónde vamos, qué fin  persigue nuestra vida y cómo es que nuestro vivir es al mismo tiempo el vivir  de otros; sin embargo, Mihovilovich desconcierta con sus afirmaciones. En esta  obra las mismas interrogantes son puestas en tela de juicio y el protagonista insinúa  medias respuestas que van entretejiendo una realidad paralela desde la cual su  formulación adquiere otro sentido. Interroga y al mismo tiempo es interrogado,  interpela y es interpelado, se duele y provoca dolor en otros, duda e instala  la duda en su interlocutor, que puede ser un verdadero otro instalado en la  obra, o el mismo lector que resulta atenazado por un exudante protagonista al que  no puede replicar.
  
  El  personaje central construye con su relato -en varias ocasiones francamente  repugnante- una atmósfera en la que es imposible mantener la actitud de un  lector espectador: hacerlo constituye casi un acto de cobardía. Es que  Mihovilovich nos arrastra, como el río que asusta a su protagonista, al caudal  de la vida auténtica, es decir, de la que si es bien vivida está pletórica de experiencias  sublimes y nefastas. Vivencias que pueden permitir atisbar la auténtica  existencia. 
  
  Girando  el texto en torno a un intento de aborto y a la muerte, el autor logra poner  también sobre la mesa el desafío de la buena vida, es decir, de la que es bien  vivida, no en el sentido de un existir medido con las reglas de la moral  convencional, como la de la religión católica, sino en el más penetrante: de  pasar por este mundo descubriendo que la materia que nos rodea es nuestra genuina  cárcel.
  
  ¿Cuál  es el encierro del protagonista, donde está la meta del desencierro? ¿Es la  materia que nos rodea, nuestra propia existencia, el pozo que somos cada uno de  nosotros?  Nacimos, dice el autor, y  desde el momento mismo del nacimiento la materia nos aprisiona con sus miles de  formas de sujeción. Existimos sólo en la medida que nos experimentamos  limitados. La falta de conciencia de estos límites nos mantiene perpetuamente  encerrados en nosotros mismos, es decir, en ese cuerpo que fuimos, y nos hace  criaturas semejantes a los animales más básicos. Incluso en esta forma de  existir quedamos presos y a merced de una naturaleza amenazante.
  
  El  protagonista teme a la oscuridad y a las sombras. Busca la energía solar, es el  padre sol lo que lleva al desencierro, sin embargo, el sol también enceguece.  Hay un tiempo, una manera y un espacio apropiado para pretender alcanzar esta  energía que libera la conciencia del cuerpo material que nos deja pegados al  suelo del existir. El exceso de luz en tiempo inoportuno puede hasta provocar ceguera  y la falta de visión privaría al hombre de la posibilidad de reconocer en otras  existencias esa energía que nos anuncia nuestro propio, absolutamente propio,  desencierro.
  
  Mihovilovich  no anuncia una salvación apocalíptica. Para su protagonista la fuerza de sus  rezos no trae consigo la apertura de la iglesia ínsita en el inclemente territorio  magallánico. La salvación, no entendida en sentido moral sino en sentido  cósmico, es decir, de superación de la condición de criatura terrena, es asunto  estrictamente individual y pasa por mirarnos en el espejo y dudar que seamos  aquello que señala nuestro reflejo que somos.
  
  Nuestra  moral -dirá el protagonista, que no tiene nombre, como tampoco su padre, su  madre, su abuelo, su primer amor, su interlocutor y sus aves- no es asunto de juicios  categóricos.  ¿Acaso alguien puede  afirmar que se es malo por condición intrínseca? De partida, ¿quién fue el  primero en provocar dolor? ¿Es justo castigar por el crimen cometido a quien  producto de su sensibilidad existencial mantiene vivo el recuerdo del intento  de su madre por abortarle si, además, esa misma madre le acecha constantemente  para impedir su felicidad, le impide gozar de la dicha de su primer amor, le  arrastra al delirio de provocar el aborto de su propio hijo, de su nieto? ¿No  tiene justificación, acaso, el querer terminar con esa existencia punzante de  la propia?
  
  ¿Qué  decir del sentimiento del amor primero? No es posible disociarlo del desprecio  hacia lo femenino. A través de él se domina a la madre y por ende el amor  tampoco es tabla de salvación y a la postre será también una condena más. El  protagonista dirá: “Cuesta hacer del  sentimiento ajeno algo personal, se tienen aproximaciones, es corriente  presumir afectos irreales” (Pág. 147) 
  
  Sin  embargo, todo esto ocurre porque somos materia, porque estamos aprisionados en  nuestra miserable existencia humana, que sólo en contadas ocasiones, y para  seres particularmente lúcidos, alcanza el sentimiento de la existencia  auténtica, esa que no tiene ataduras, esa en la que no hay tiempo, ni finitud,  ni espacio para la culpa, el dolor y el odio.
  
  El  dolor de la muerte humana es superable, lo que no tiene superación es saber que  se muere sin haber intentado alcanzar ese estado de energía que sólo algunas  criaturas, como ciertas aves, son capaces de exhibir. El protagonista no es  capaz de mantener una sana relación con su padre, con su madre, ni con su  primer amor. Sin embargo, cae rendido ante la golondrina que le anuncia la  posibilidad de una manera distinta de ser.
  
  ¿Toda  vida humana es miserable? Al parecer no. No lo es la del que añora el regreso  al hogar primero. Mihovilovich recurre a la metáfora del inmigrante, no del  joven, sino del anciano viajero que anhela el retorno al terruño para  representarnos a cierta parte de la humanidad que espera por el reintegro a la  existencia plena.
  
  Aquella  tarea se hace solitariamente, más no en soledad. El autor nos recrea a un  interlocutor -que tal vez seamos nosotros, los lectores- como un camino de  descubrimiento de uno mismo y del otro.  Aquel  otro, que puede ser cualquiera, no es el mismo para todos, pero cada uno de  nosotros descubre, finalmente, quien es el que le corresponde y que nos permite,  nos ayuda, a despejar las varias capas que configuran esta realidad que oculta  la verdadera. Es en el diálogo con el otro que voy descubriendo las trampas de  los espejos que conforman aquello que llamamos la verdad y la realidad. En la  medida que superamos estos espejos, porque los reconocemos con otro, en otro,  por otro, y para otros, descubrimos los engaños de nuestra materialidad humana.
  
  Qué  somos, de dónde venimos, hacia dónde vamos, qué fin persigue nuestra vida y  cómo es que nuestro vivir constituye a la vez el vivir de otros, son preguntas  que logran -en esta magistral obra de Juan Mihovilovich-  una dolorosa y nueva respuesta, que es al  mismo tiempo interrogante de un presente, por ende desafío y tal vez condena o la  posibilidad segura del desencierro. 
  
  Hay  que empezar por atreverse a leer la novela.