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“Leo a García Márquez como si estuviera muerto”

 ENTREVISTA A ANDRÉS NEUMAN


Por LIlian Fernández Hall
Letralia.com


Andrés Neuman nació en Buenos Aires en enero de 1977, nueve meses después del golpe militar en la Argentina. Creció en el barrio porteño de San Telmo y allí realizó sus estudios primarios. A los 14 años, su familia se traslada a España y allí se instalaría definitivamente. Cursa estudios universitarios en la Universidad de Granada, donde luego imparte clases de Literatura Hispanoamericana. En la actualidad es columnista fijo en diarios como Sur, Ideal y El Correo y colabora habitualmente en numerosos medios españoles y latinoamericanos. Es además guionista de tiras cómicas para Ideal.

Ha escrito tres novelas: Bariloche (1999), finalista del Premio Herralde de Novela, La vida en las ventanas (2002), finalista del Premio Primavera de la Editorial Espasa Calpe y Una vez Argentina (2003), también finalista del Herralde de Novela. Es autor de varios libros de cuentos: El que espera (2000), El último minuto (2001) y Alumbramiento (2006) y de los poemarios Métodos de la noche (1998), El jugador de billar (2000), El tobogán (2002), La canción del antílope (2003 ) y Mística abajo (2008). Ha publicado además el libro de aforismos y ensayos literarios El equilibrista (2005) y dos colecciones de haikus: Alfileres de luz (1999) y Gotas negras (2003). Andrés Neuman se ha interesado especialmente por el relato breve y sus libros de cuentos incluyen apéndices teóricos sobre el género. Es coordinador del proyecto Pequeñas resistencias, una tetralogía sobre el cuento actual escrito en castellano en todo el mundo, que está siendo publicado por la editorial española Páginas de espuma.

En 2007, Andrés Neuman fue seleccionado como uno de los escritores más representativos de la narrativa latinamericana actual en el marco del evento Bogotá 39.

- Andrés, con apenas cumplidos 31 años tienes ya publicada una obra considerable: tres novelas, tres libros de cuentos, varios libros de poesía, crítica, ensayo, aforismos... ¿Empezaste a escribir de muy joven? ¿Fuiste una suerte de niño prodigio?
- No, yo siempre preferí evitar esa etiqueta que, en un principio, me puso el editor Jorge Herralde cuando publiqué mi primera novela en la editorial Anagrama. Yo le rogué que quitara ese rótulo de los comunicados de prensa, porque pensé que los llamados «niños prodigio» siempre tienen algo de monstruo, ¿no? Y no me gustaría que el resultado de haber escrito tanto, por puro placer y pasión, fuese una especie de lado monstruoso de mí mismo. Te confieso que yo mismo, a veces, cuando veo la lista de libros que he publicado, pienso que son demasiados. Y, si yo fuera otro, lo vería con desconfianza. Pensaría que los escribió alguien con apuro. Y es muy curioso, porque tengo la certeza de haberlos escrito con calma, con tiempo. Ahora bien, claro, empecé a escribir desde niño y además trabajo mucho, todos los días, muchas horas. Y no lo hago por ninguna conciencia proletaria de la escritura, sino simplemente porque es lo que más me gusta hacer, lo que más necesito hacer.

- Sí, has escrito mucho, pero me extraña que no tengas un blog...
- ¿Un blog? No, no me alcanza el tiempo. No olvides que además escribo artículos periodísticos. Así que sencillamente no puedo. Tampoco he escrito un diario íntimo...

- Aunque tu novela La vida en las ventanas es algo así como un diario íntimo, pero electrónico.
- Exactamente: el diario electrónico que nunca he escrito. Eso es lo más gracioso, porque el personaje de esa novela, que tiene veintitantos años y estudia Letras, en realidad es lo más opuesto que puede existir a mi propia persona, y eso que lo escribí cuando tenía veintitantos años y estudiaba Letras. Sinceramente, me siento más cercano al basurero de 40 años de Bariloche que al chico calavera de La vida en las ventanas.

- Respecto a Bariloche, quería preguntarte acerca de la estrategia que eliges cuando escribes Bariloche y Otra vez Argentina. No sé si se podría llamar desdoblamiento, pero hay en tu novela un narrador que narra utilizando el español de España y personajes que, si la acción transcurre en Argentina, utilizan la variante argentina del español. ¿Por qué trabajaste así? ¿Fue una elección tuya o una necesidad intrínseca del texto?
- En principio pensé que era un experimento curioso. Y además están, naturalmente, mis circunstancias biográficas. Mi familia emigró a España siendo yo casi un niño. Empecé la escuela en Argentina, y la terminé en España. Fíjate que no escribo en un español de España demasiado marcado, no me gusta abusar de los coloquialismos españoles.

- Aunque para un argentino que lee la novela en la Argentina y lee palabras como el “balón” o el “portero” en vez de las corrientes en Argentina “pelota” o “arquero” sí siente que el texto es netamente español. O cuando dices “bañador” en vez de “malla” como se dice en la Argentina.
- Sí, claro, en España sonaría muy raro leer “malla” o “pelota”. Lo interesante para mí sería reproducir la naturalidad con que uno pasa de un dialecto al otro. En mi experiencia personal, es tan natural decir “balón” como decir “pelota”, o emplear tanto palabras típicamente españolas como típicamente latinoamericanas. Tampoco estoy muy de acuerdo con reivindicar la pertenencia nacional de ciertas palabras. En ese sentido el boom latinoamericano tuvo un gran mérito: creó una suerte de conciencia panhispánica, no porque Latinoamérica fuera una sola cosa, que no lo es, sino porque en esa época la circulación literaria y léxica fue muy fluida en toda Latinoamérica. Los peruanos leían a los chilenos, los chilenos leían a los colombianos, etcétera. Durante un tiempo, las palabras que empleaba Borges valían para cualquier latinoamericano e incluso para cualquier español. Bastante tiempo después, por ejemplo, los peruanismos de Bryce Echenique fueron adoptados con simpatía por muchos lectores españoles. O sea, hubo un momento entre los ’60 y los ’80 donde el lector en lengua española fue muy versátil en cuanto a los dialectos. Después hubo una etapa de cerrazón, de crisis económica en la Argentina, las traducciones empezaron a ser españolas (algunas buenas, otras muy malas) y ahí ocurrió, para mí, algo empobrecedor, que fue que la gente se puso nacionalista. Cuando la Argentina dejó de ser un gran centro exportador de traducciones y empezó a leer libros traducidos desde España, empezó a sentirse culturalmente ofendida o humillada, lo cual me parece comprensible pero a la vez es un problema relativo, menor. Los españoles leyeron en su momento a muchos clásicos traducidos por escritores argentinos, y los leyeron con pasión. Lo hicieron porque estaban sufriendo una dictadura y no les importaba el dialecto en que estuvieran escritos. Quiero decir que, cuando leer es urgente, el dialecto no importa. Y los problemas estructurales, tanto económicos como políticos, que atravesó la Argentina en los últimos años, eran realmente urgentes.

- Pero volviendo al desdoblamiento que hay en tus novelas...
- Sí, eso tiene que ver con lo que te contaba, con mi experiencia de haber ido a la escuela en España. En realidad se trata de algo bastante frecuente. En los últimos 10 o 15 años ha habido una enorme inmigración latinoamericana en España –y eso sí que es un boom-, lo que ha cambiado radicalmente el panorama demográfico del país. Esa gente va a tener hijos en España, y cuando eso ocurra, algunos serán escritores, y esos escritores tendrán una conciencia de la lengua española muy interesante. Mi experimento con algunas novelas se parecía a eso. Ver cómo escribiría alguien que no tuviera que elegir entre dos dialectos, sino emplear ambos con la misma naturalidad y con la misma extrañeza. Porque lo paradójico es que ambos dialectos te pertenecen, pero ninguno te es propio. Los dos se convierten en dialectos aprendidos. Personalmente me siento más como un inmigrante de segunda generación que como un argentino clásico que emigró a España. Otra de las razones del experimento es la continua sensación de extrañeza que tengo: a veces en España me contemplan como un argentino, y como un español en Argentina. Entonces te conviertes en alguien doblemente extranjero.

- Pero cuando trabajas como traductor ¿cómo enfrentas el trabajo de traducción? ¿A qué español traduces?
- A un español lo más global posible.

- ¿Se puede escribir en un buen español –digamos- neutral?
- Por supuesto.

- Sin embargo, en una charla reciente que diste, hablabas de un “español de Frankenstein”, es decir, un idioma artificial, hecho de recortes...
- En este tema creo que es muy, muy importante hacer una distinción. He participado en muchos debates donde la pregunta era: «¿queremos un español estandarizado, neutro?, ¿o reivindicamos el derecho de los dialectos a su propio léxico, sus propios giros, etcétera?» La postura aparentemente progresista en esos debates era decir que cada país tiene derecho a sus dialectos locales, que no hay que imponer un español estándar. Pero yo creo que ahí hay un gran malentendido, porque en realidad existen dos tipos de español estándar: uno es el que procede de la literatura (mal) traducida al español o de los subtítulos de las películas. Ese español no existe, no dialoga con la oralidad real ni tampoco es estético. No es un buen español, es artificial en el peor sentido, poco elegante, y traduce directamente giros del inglés. A veces se le llama español estándar a eso, pero ese no es el idioma global que yo reivindico, sino algo radicalmente distinto: un español literario, que procede de la conciencia de las distintas tonalidades de la lengua y que requiere que, al elegir una palabra, uno sepa si esa palabra va a ser comprendida en el resto de los países de habla hispana. Y que suene eufónica y elegante en distintos países. Una prosa que renuncie a localismos innecesarios, a los giros más folclóricos, y que sea producto de un encuentro de las distintas corrientes del idioma español. Esto está muy lejos del engendro idiomático de los subtítulos. Ahora bien, en mi caso, si yo escribo un relato que transcurre en la Argentina, por una cuestión de realismo elemental utilizaré la variante argentina del español. Pero si el relato transcurre por ejemplo en una estación de trenes desconocida, donde parte un tren hacia ninguna parte, entonces no utilizaré el español de Perú o Chile, sino un español lo más neutral posible. Una especie de koiné.

-En una de tus charlas recientes dijiste que no creías en la existencia de una literatura latinoamericana, sino en la existencia de varias, puesto que por lo extenso de nuestro continente, con tantas tendencias y distintos tipos de literatura, sería imposible sintetizar lo latinoamericano en una sola literatura. ¿Te entendí bien?
- Sí, es así, e incluso más radicalmente así, según mi forma de pensar. Por una parte creo que, efectivamente, la literatura latinoamericana no existe como objeto. O mejor dicho: el concepto de literatura latinoamericana carece de un referente real. Existe una especialidad en literatura latinoamericana, existen cátedras universitarias (yo mismo he dado clases de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Granada), pero creo que nuestro objeto no existe. Una de las razones más evidentes es que América latina se compone de países muy diversos, de tradiciones, paisajes, circunstancias políticas y socioeconómicas radicalmente distintas, unidas tan sólo por un idioma. Pero para mí, en el fondo, son las literaturas nacionales las que no existen. No entiendo por qué la geografía tiene que ser el criterio fundamental para organizar los estudios literarios. Ni por qué una literatura tiene que tener un pasaporte nacional. Me parece asombroso, muy anticuado. Es anticuado por su propio origen, es un concepto romántico, de los nacionalismos en la Europa del XIX. Los antecedentes de esos nacionalismos europeos están en el Romanticismo, pero lo curioso es que los románticos estaban enormemente globalizados en sus conocimientos, así que hay una paradoja de fondo en el origen mismo del concepto nacional. Esos autores eran muy cosmopolitas. Pienso que nunca fue cierta la literatura nacional, ni siquiera en la gran época de las literaturas nacionales. Así que reivindicar eso ahora me parece una broma: navegamos por Internet, viajamos, hemos estudiado varias lenguas, o al menos podemos leer literaturas traducidas, así que me cuesta entender cómo podríamos limitarnos a lo nacional. Cómo decidir, por ejemplo, si Paul Auster es un escritor más norteamericano que europeo. Paul Auster habla francés, estudió en Francia y allí leyó muchísima literatura europea. Auster además ha leído mucho a Borges, de hecho es un autor bastante borgiano, y tiene una serie de lecturas que lo distingue de la tradición norteamericana. Pensar que es esencialmente norteamericano porque sus novelas transcurren en Brooklyn sería una ingenuidad enorme. Entonces bastaría con que yo escribiera una historia que se desarrolla en Shangai para convertirme en chino, ¿no? Prefiero la idea de que nuestra formación es básicamente híbrida y transnacional.

- ¿Cómo ves a los escritores latinoamericanos contemporáneos desde este punto de vista?
- Yo diría que nuestra conciencia en general es muy poco nacional. Y en cuanto a mi generación, la generación actual latinoamericana, creo que por suerte somos bastante poco nacionalistas. En el grupo de Bogotá 39, una de las cosas que más me interesaron fue que una parte, no todos, pero por lo menos un tercio de esos autores, llevábamos viviendo mucho tiempo fuera de nuestros países de origen. E incluso, como es mi caso, nos habíamos casi criado en otro país. Esto no hace que neguemos en absoluto nuestros países de origen. Yo difícilmente pueda negarlo, al contrario, de hecho he escrito dos novelas al respecto. Sino que nuestra conciencia, nuestro presente cultural, tenía muy poco que ver con la supuesta pureza de esas nacionalidades. En este punto encontré muchas coincidencias con varios de los autores de Bogotá 39. Otro punto de contacto que me hizo muy feliz fue el interés por la poesía. Creo que el evento de Bogotá 39 fue muy beneficioso para los que fuimos elegidos y lo agradecemos, pero en cierta forma fue injusto. Y no sólo porque toda selección es injusta, sino porque propuso una metonimia que decía: literatura latinoamericana es igual a narrativa latinoamericana. Así que en realidad no deberíamos hablar de la nueva literatura latinoamericana, sino sólo de la nueva narrativa latinoamericana. Porque la poesía es importantísima en América Latina. El fenómeno Bolaño es un ejemplo de la necesidad que tienen los narradores de nutrirse de la poesía. Y siete u ocho de los autores de Bogotá 39 somos poetas, y en las actividades en las que participamos en Bogotá puntualizamos que en el grupo faltaba la poesía.

- Pero tengo entendido que la idea de Bogotá 39 era la de elegir a los 39 narradores más representativos de la nueva generación.
- Sí, por supuesto, así era, el jurado lo tenía claro. Pero después, al promocionarse este grupo, la prensa hablaba continuamente de la nueva literatura latinoamericana, pero ahí no había ningún poeta. Entonces uno piensa: en el continente de Neruda, Huidobro, Vallejo, Storni, Rojas, Pizarnik, Juarroz, Paz, Pacheco, Montejo y mil etcéteras, de pronto “la” literatura latinoamericana se reduce a la narrativa. Piensa en Chile, justamente la tierra de Bolaño. Y lo que nos confirmó Bolaño es justamente que la poesía es el origen de la literatura.

-Bolaño es otro que no creía en las literaturas nacionales...
- Bolaño no podía creer en las literaturas nacionales porque era un chileno que se inició literariamente en México y escribió en España en una región donde además se hablaba catalán. El vivía en Blanes, un pueblo de la provincia de Girona. Desde allí mandaba columnas al Diari de Girona, donde se las traducían al catalán. Lengua que, yo creo, nunca llegó a dominar. Bolaño estaba más allá de los nacionalismos y no sólo por cuestiones biográficas, sino temáticamente hablando. Bolaño tenía un castellano híbrido: utiliza palabras típicamente españolas junto con algunos latinoamericanismos, no siempre chilenismos. Es decir, él tenía un léxico panlatinamericano, lo cual me parece mucho más interesante que los autores que muestran un localismo radical en su lenguaje. Y así fue como escribió la gran novela mexicana sin haber pisado México en veinte años. Yo recuerdo que Roberto decía: «no quiero volver a México, porque México para mí es como me lo imaginé en Los detectives salvajes, y si vuelvo será un susto, una terrible decepción».

- ¿Qué relación tiene tu generación con los escritores del boom?
- Creo que mi generación ya no tiene la necesidad de reaccionar contra el boom. Piensa que no somos los hijos del boom, sino los nietos del boom. Y ya se sabe que los nietos no necesitan matar al padre, sino cogerle tiernamente la mano a sus abuelos. Para mí, te lo digo en el mejor de los sentidos, García Márquez es un autor póstumo. No porque desee que el pobre Gabo se muera pronto, por mí que viva hasta los 145 años, sino porque yo lo leo como si estuviera muerto. Eso es muy malo para él mismo y para su familia, pero es muy bueno para su literatura. Para mí y para mi generación es una anécdota que los autores del boom estén vivos. Algunos sobreviven, otros no, pero yo leo a Vargas Llosa o a José Donoso como leo a Flannery O’Connor o a Dostoievsky, es decir, no son un peso generacional para mí. No necesito imitarlos ni tampoco oponerme a ellos, porque no veo la razón por la que deba hacer una cosa u otra. Me preocupan por ejemplo más las imitaciones de Carver, de las que ya estoy harto, se imita a Carver worldwide. Me preocupa más el manierismo carveriano de mi generación que la imitación de García Márquez. Y, paradójicamente, Carver está muerto hace más de dos décadas y García Márquez sigue vivo.

- Fuiste elegido como uno de los 39 de Bogotá, es decir, uno de los escritores jóvenes latinoamericanos más destacados de América Latina. ¿Te sientes integrante de una generación, de un grupo con el que compartes ciertos rasgos en común, o eres un escritor que sigue su propio camino?
- Como te imaginarás, es imposible que 39 escritores nos sintamos identificados y tengamos muchos rasgos en común. Somos escritores con estilos muy diferentes, distintos gustos. Pero quizá me he sentido más próximo a aquellos autores que contemplan con extrañeza sus orígenes. Autores para los cuales sus orígenes son importantes, pero que a la vez los observan con extranjería. Me siento más próximo a los autores de Bogotá 39 a los que les parece raro ser peruanos, por ejemplo...

- Quizás como la experiencia de Daniel Alarcón.
- Sí, a mí la experiencia de Alarcón me pareció paradigmática. Él trabaja, claro, con otra lengua. Pero contempla su peruanidad con la misma extrañeza con la que yo vivo mi argentinidad. Él escribe en inglés. Él hizo un cambio de lengua, yo hice un cambio de dialecto.

- Volviendo a tu obra, si no me equivoco tu último libro publicado fue Alumbramiento, del 2006...
- Sí. En realidad, el año pasado se publicó una reedición de un libro de cuentos que se llama El último minuto. Cambió de editorial, ahora está editado por Páginas de Espuma, una editorial hermosa que publica sólo cuentos. Así que aproveché para hacer algunas correcciones, e incluso para tirar saludablemente a la basura algunos de los cuentos. Pero bueno, no es un libro totalmente nuevo. Lo que sí acabo de publicar es un nuevo libro de poesía, en febrero de este año.

- ¿Sí? Cuéntanos más de ese libro.
- Se titula Mística abajo. Los poemas intentan proponer una lectura atea, contemporánea, digamos posmoderna, de la tradición de la mística clásica. El libro lo publicó Acantilado, una editorial que también me gusta muchísimo, hace unos libros preciosos y tiene un catálogo estupendo de literaturas europeas. Pero de narrativa, sí, el último fue Alumbramiento.

- En el cuento Alumbramiento, que da nombre al volumen (y que me gustó mucho), un hombre aparentemente da a luz a un niño. Mi pregunta, quizás obvia, es si hay algún tipo de reivindicación de género en ese cuento.
- Totalmente. Y me encanta que hablemos de esto en Suecia. En serio, porque creo sinceramente que el mundo hispánico está muy atrasado en esto. Y ya no se trata sólo de los derechos de la mujer, sino de algo más sutil. Los derechos de la mujer es un tema indiscutible y evidente, allí donde falten hay que implantarlos y punto, para mí ya es un tema que ni siquiera merece demasiada discusión, sino acción y educación. Yo hablo ahora de las transformaciones en la conciencia del hombre, con respecto a su propia hombría. No se trata de decir «vamos a darle a las mujeres los derechos que no tienen, para que dejen de molestar, y mientras tanto nosotros seguimos como antes». La transformación de la mujer implica necesariamente la transformación del hombre. Yo siempre he dicho que el patriarcado oprimió de manera evidente a la mujer; y de manera sutil, al hombre. El hombre ha sido también víctima del patriarcado. Víctima, si quieres, no legal. Pero sí emocional, psicológica y hasta sexual. Creo que desde la virilidad tradicional es muy difícil alcanzar una sexualidad plena, relajada, consciente.

- ¿Y esto cómo lo trabajas en “Alumbramiento”?
- En “Alumbramiento” me plantée lo siguiente: ¿cuál es el rol teóricamente indiscutible de la mujer, el rol femenino que nunca podrá ser masculino? La maternidad, tener un hijo. Entonces pensé: pues vamos a ver qué sentiría un hombre que estuviera dando a luz, como un caso extremo de militancia en el sentido de trastocar los roles. No me interesaban tanto las posibilidades urológicas de que el hombre diera a luz, como la metáfora de que incluso esa experiencia, supuestamente vedada a la emoción masculina, pudiera llegar a tenerse. Aunque ahora hay una transformación cultural, y la paternidad está mucho más cerca de la maternidad de lo que hubiéramos imaginado (por todos lados vemos a los papás con el carrito de los bebés, o cambiando los pañales), creo que todavía ese es un proceso en marcha. Pero volviendo a “Alumbramiento”, para darle más gracia al cuento, y para que esa metáfora tuviera más carne y credibilidad, me interesaba describir sangrientamente el parto. Se ha hablado mucho de que la resistencia de la mujer al dolor es superior a la del hombre, y que tiene que ver con que la mujer puede parir y el hombre no. Por eso quería que el hombre de mi cuento sufriera el dolor en sus propios genitales y sintiera el desgarro que tiene una mujer cuando está pariendo. Pero en el cuento no queda nunca claro si el embarazo lo tuvo ella y él se identificó tanto que acabó sintiendo que paría él también; o si ella lo inseminó a él; o si se inseminaron mutuamente. En ese cuento, si te acuerdas, el hombre va recordando la noche en que concibieron al hijo, y las descripciones son ambiguas porque no se sabe quién penetra a quién, y hay un momento en que, cuando terminan, quedan unidos por los hombros «como dos siameses», como dice el personaje. Para que no fuera solamente un discurso ideológico, abstracto, me interesaba darle a las escenas físicas del cuento esa especie de carácter bisexual. Y en ese mismo libro hay más casos que, quizás de una manera menos obvia, tratan el mismo tema: la incomodidad que muchos hombres sentimos con nuestro rol tradicional masculino.

- ¿En qué estás trabajando actualmente? ¿Tienes algún nuevo proyecto en marcha?
- Estoy terminando una novela larga, que me ha llevado unos cinco años. Y que no sucede en la Argentina, jajajá. No, en serio, lo siento como un alivio, porque como dos de mis novelas anteriores (Bariloche y Una vez Argentina) tienen tema argentino, todo el tiempo tuve que estar respondiendo sobre si soy argentino o español o por qué escribo de esta manera o de la otra. Pero ahora esta nueva novela transcurre en una ciudad de Alemania inventada, que no existe. La novela trata de un viajero que llega a un lugar indeterminado; un viajero del que no sabemos nada (y se va revelando progresivamente), pero es un tipo que extrañamente habla demasiadas lenguas y ha estado en todos los países, o al menos eso dice. Y llega a un pueblito de mierda, miserable, un lugar provinciano, en la frontera entre Sajonia y Prusia. Una frontera que, en el siglo XIX, cambió de lugar varias veces. El viajero llega entonces a un pueblo que ya no sabe si es sajón o prusiano. Un lugar donde la gente apenas ha viajado, y que se aferra a las tradiciones locales porque tienen una especie de crisis de identidad. Pero resulta que ese viajero no puede irse de ese lugar. Llega para quedarse una sola noche, pero por cuestiones del azar y las circunstancias, siempre sucede algo que le impide marcharse, que lo obliga a quedarse ahí.

- ¿Y por qué Alemania?
- Porque los dos personajes principales de la novela están sacados de un Lied de Schubert, del Winterreise (Viaje de Invierno). El personaje del Viaje de Invierno es un viajero que sale de su casa y va vagando por los distintos paisajes invernales que encuentra. Es una especie de alma errante. Y en la última canción del Winterreise se encuentra con un organillero, un viejito que toca el organillo en mitad del frío invernal. La novela al principio iba a ser un relato corto sobre el encuentro del viajero con el organillero en la plaza de ese pueblo. Pero hubo un pequeño inconveniente: ¡resultó que el relato breve terminó siendo una novela de quinientas páginas y con más de veinte personajes...!

- ¿Te llevó mucho tiempo escribirla?
- Bueno, para escribirla me documenté bastante y después viajé a Alemania. Busqué un pueblo que estuviera cerca del lugar en el que podría transcurrir el Winterreise y no muy lejos de Dessau, al sudoeste de Berlín, o sea donde nació el poeta Wilhelm Müller, autor de los poemas. Estudié el mapa de los pueblos vecinos, y todos tenían la plaza típica medieval, con el Ayuntamiento, la fuente barroca, etcétera. Y me dije: sí, obviamente el organillero tenía que tocar ahí, a la salida de la iglesia, donde la gente se junta, viene y va. Y entonces apareció también el cura, y el mesero de la posada donde pasa la noche el viajero, y toda la familia el posadero, y la mujer de la que se enamora el protagonista, y así un montón de personajes más. Y, como te decía, lo que iba a ser un relato corto se me transformó en una novela de 500 páginas que me llevó cinco años.

- ¿Ya está terminada?
- Prácticamente terminada. Pero llegué a juntar una documentación brutal, enorme, y todavía estoy puliéndola, revisándola.

- A propósito: ¿está siempre el producto literario en relación con el tiempo de documentación o trabajo previo? Es decir, esta es una novela que te llevó cinco años y terminó siendo de 500 páginas, la relación está clara. Pero ¿es siempre así? ¿te puede llevar también mucho tiempo acabar, por ejemplo, un microrelato? ¿Puede ser que también las formas breves exijan documentación, tiempo de reflexión, el trabajo de concentrar en pocas líneas una idea compleja y exigente?
- Esa pregunta me recuerda una leyenda china que cuenta Italo Calvino en Seis lecciones para el próximo milenio. Allí se cuento la historia de Chuang-Tzu, a quien el Emperador le encarga dibujar el cangrejo más hermoso del mundo (siempre me pregunté por qué tenía que ser un cangrejo, y no una mariposa, u otra cosa, en fin, Chuang-Tzu no lo explica, ni Calvino tampoco). El caso es que le encargan dibujar un cangrejo. Chuang-Tzu pide cinco años, un palacio y cinco sirvientes. Al cabo de cinco años, el Emperador lo convoca al palacio para ver si ha pintado el cangrejo, y Chuang-Tzu le dice que necesita otros cinco años y cinco sirvientes más. Le son concedidos. Y al cabo de diez años, diez sirvientes y un palacio, el Emperador, cansado de esperar, lo amenaza con decapitarlo si no le trae el cangrejo. Chuang-Tzu llega al palacio con las manos vacías y cuando el Emperador, colérico, está a punto de matarlo, Chuang-Tzu pide un papel, saca un pequeño pincel y en un solo trazo dibuja el cangrejo más hermoso del mundo. La pregunta es: ¿cuánto tardó Chuang-Tzu en pintar el cangrejo? ¿Diez segundos o diez años? ¿Fueron esos diez años anteriores necesarios para preparar ese gesto fugaz? Con las formas breves pasa lo mismo, el acto de escritura de un poema o un microcuento es un ratito. Sería políticamente correcto decirte que tardo meses en escribir un microcuento, pero es falso. Tardo minutos en escribirlo. Pero el cruce de energías que se concentran en ese momento pueden ser el resultado de años de aprendizaje.

- Un poema, por ejemplo, quizás se escribe rápido, pero luego viene un largo proceso de corrección, que puede tomar mucho tiempo hasta que el autor esté satisfecho con el resultado. ¿Cómo trabajas el microrrelato? ¿Corriges también mucho?
- ¡Muchísimo! Un microcuento ya escrito se puede corregir, se puede recortar, se puede reescribir. Yo, en general, soy de corregir y revisar mucho.

- Tú eres afecto a las formas breves. ¿Qué diferencia hay entre un microrrelato, un aforismo y un haiku, por ejemplo? En todos hay concentración, entonces ¿qué es lo que los diferencia? ¿La forma?
- Todas las formas breves, más allá de las diferencias técnicas entre el verso y la prosa -que las hay-, entre los recursos narrativos y los recursos líricos, tienen algo que las une, y es la renuncia. Todas las formas breves parten de una decisión radical que es todo aquello que tienes que suprimir, recortar, callar.

- ¿Es por eso que tú dices que «escribir un cuento es guardar un secreto»?
- Sí, es decir, tanto el que escribe un microrrelato como el que escribe un poema, un haiku o un aforismo sabe que el texto final es sólo un mínimo ejemplo de todo lo que podría haber dicho. Pero a la vez tiene que sugerir todo eso que no dijo. El novelista, en cambio, piensa en términos aditivos, es decir, va añadiendo información, ampliando, desarrollando. El proceso de creación de un texto breve es el contrario. A mí me ha resultado muy útil haberme ejercitado tantos años en los géneros breves (he escrito aforismos, libros de cuentos, libros de poemas) antes de escribir una novela tan larga. Porque en el fondo sigo pensando en qué debo callar. En fin, debe haber salido una novela rarísisma...

- Esperamos leerla pronto. Gracias, Andrés, por tus respuestas.

 

 

 

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