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BARES (ÚLTIMAS NOTAS)

Por Lorenzo Peirano

 

 

 

Caminaba por una de las calles de la población Salvador Allende de Machalí; tras saludar a algunas personas, pasé junto al bar- restorán  “El Intrépido”. Súbitamente me detuve. “Este lugar habría sido grato a mis incomparables amigos muertos”, pensé tal vez con otras palabras: las palabras de aquel atardecer.

Hacía frío; seguí caminando. Un sol  anaranjado iluminaba la próxima avenida Arturo Prat: en mi mente se sobreponía la barra de la “Unión Chica” a la barra del bar- restorán pueblerino.

No puedo precisar cómo era el ambiente de “El Intrépido”; aunque parecía el indicado. Allí no se escuchaban rancheras o algún éxito seudo tropical de Macareno. Pero yo había conocido de manera superficial el recinto. Sólo por un instante me había enfrentado a las siluetas a contraluz y al aroma agrio de alcohol que impregnaba el aire.

Sin embargo, agradecí la nostalgia desplegada, esa fuerza que entristece y estimula.
De esta forma se han presentado, durante el transcurso de mis años aquí en la provincia,  ciertos recuerdos esenciales ligados a lugares donde el hombre apremiado y sensible deja de ser un ridiculos mus.

La vida me ha transformado en un sujeto “tranquilo”. Para mí una cerveza Austral y un libro de Tolstoi bastan en la ansiada noche de sábado: encontrarme con la “sonrisa boba” del príncipe StepánArkádichOblonski es una experiencia que vale la pena repetir. 

No obstante, como he dicho, ciertos recuerdos vienen a mí. Y todo lo que traen consigo es vital y humoso. Se trata también de los tiempos de mi juventud; tiempos de asombro y aprendizaje. Sin duda, los bares de un pasado que reconozco como propio perviven en una existencia en la que ahora sobresalen las canas y la falta de dinero. Hablo, por supuesto, de lo que mi memoria identifica como “bares literarios”.

A principios de los ochenta, cuando yo había decidido que tenía que escribir, supe de un bar donde se reunían poetas y “hombres de letras”. A decir verdad, recibí esta información a través de jóvenes burgueses que se declaraban de izquierda; amistades que ya he perdido de vista. Lo que decían despertó mi fantasía (y mi ansiedad). Aunque, ahora lo comprendo, poco entendían, pues sus referencias sólo apuntaban a una reunión de sujetos excéntricos. 

Entonces, debido a ellos, a esos jóvenes burgueses que admiraban a Sui géneris, Pablo Milanés y  Silvio Rodríguez, siempre acompañados de muchachas preciosas y distantes (perfumadas de pachulí y vestidas de manera “artesanal”), en mi mente se conformó la imagen de una reunión casi temible: seres astutos, borrachos, felinos. Gente inalcanzable, portadora del arte y del juicio severo.

Posteriormente, el azar me llevaría a conocer a Jorge e Iván Teillier, Rolando Cárdenas, Álvaro Ruiz, Roberto Araya Gallegos y Aristóteles España. Y me encontré en el centro de aquel bar, escuchando, por sobre todo, a mis mayores.

*

“Unión, bar restaurant, Nueva York 11, fono 61821, Santiago”, rezaba un aviso publicado a principios de los ochenta en la “La Gota Pura”. Ramón Díaz Eterovic era quien se esforzaba por imprimir aquella revista, cuya portada a veces traía un dibujo de Germán Arestizábal o una fotografía de Leonora Vicuña. Cómo no recordar el tremendo acontecimiento que significaba su aparición. Un aire de libertad y de santa democracia parecía emerger de sus páginas.

“La Gota Pura” fue una revista de bar y un homenaje a Dylan Thomas. Nacida seguramente tras algunas copas inspiradas de Merlot o Cabernet Sauvignon, tuvo mucho que ver con  Nueva York 11; pero también con el refugio, con el bar-garaje de la sociedad de escritores. Ambos puntos (de verdadero encuentro) fueron un complemento: la extensión del brindis y de la cita de William Blake: “…la cervecería es sana y agradable y caliente…”

En muchas ocasiones líneas de luz dividieron un recinto; Santiago y sus calles entrelazadas; la conversación de Ramón Carmona, el poeta que supo decir: “Pulsé latitudes en fuga del camino; / gusté tu sal y tu pulpa dulce Chile.”

Alguna vez en “La Unión Chica” comenzó a recitar un poema de César Vallejo: “Al cavilar en la vida al cavilar…” para proseguir, como si fuera la continuación del mismo poema, con otro de Miguel Hernández: “Pero transcurren lunas y más lunas…”  Carmona, al igual que los demás miembros de “la cofradía” (el término se lo escuché a Álvaro Ruiz), era una persona limpia; como  Jorge e Iván Teillier, como  Rolando Cárdenas  estaba desprovisto de aquella maldad civil tan común, y acrecentada en esta época neoliberal de vendedores y clientes.

La historia también se escribía allí, en los bares; la presencia de Rolando Cárdenas, el gran poeta que moriría en la soledad y el abandono. La historia, por otro lado, de una sobrevivencia que se extendió más allá de la dictadura, de unos acontecimientos que se repiten (todo se vende, señores). ¿Si la artista plástica Cristina Wenke no se hubiera hecho cargo de Jorge Teillier, qué destino le habría tocado al poeta en aquel tiempo?

Ahora, que en este pueblo “florecieron los aromos”, evoco a su hermano Iván. Le gustaba hacer la señal de la cruz en la mesa; no entendía y discutía el por qué del suicidio de Cesare Pavese. Luego adelgazó y enloqueció. Murió en  El Hogar de Cristo.

Trágicos finales de quienes frecuentaron bares; a la manera de GermainNouveau, de Charles Cross, de Lautréamont, sus destinos fueron más que una injusticia: la soledad y, en muchos casos, la omisión inmerecida. 

Y una dignidad, una conciencia de sí mismos que los impulsaba a la conversación. La vida de afuera revisada en la mesa. Pero aquella mesa no era para cualquiera. Más de algún poeta en aquel entonces “joven” debe guardar un rencor centellante, una cuenta despechada. Porque más de alguno escuchó un “aquí no estás invitado”; o se enfrentó a un gesto paralizante, indiscutible. En cambio, poetas como Horacio Eloy, Eduardo Robledo, Javier del Cerro y Francisco Véjar sí se sentaron a la mesa, y conversaron y bebieron.

Entre lo que se dijo y no se dijo, entre el pasado y el futuro los miembros de “la cofradía” aún entonan “Mano a Mano” o recitan fragmentos de “La Balada del Viejo Marinero”.

*

Recuerdo (a través de ramas secas) el “Jaque Mate” y “El Castillo Francés”. Recuerdo haber estado, en este último, sentado a la mesa  junto a Jorge Teillier y Mauricio Ramírez. El poeta Teillier aún no cumplía los cincuenta; pero a mí me parecía que tenía, qué puedo decir, mil años. 

Creo haber recibido en esa época verdaderas lecciones de poesía; conversaciones serias, en tanto comenzaba a finalizar el siglo. Asimismo, hay nombres que, por mínima honestidad, no me atrevo a pronunciar. Parroquianos que divisé de lejos, o que ya habían muerto cuando yo frecuentaba los misteriosos y, a la vez, transparentes bares. Y todo ocurría en Santiago, en el siempre acusado Santiago.

* * *

PS: He vuelto a “El intrépido” para sacarme una fotografía. Aún el ambiente es grato. Tal vez lo visite de nuevo uno de estos días; se acerca septiembre, y el frío precordillerano disminuye poco a poco.

 

Fotografía de Leonora Vicuña. (Rolando Cárdenas, Ivan Teillier, Jorge Teillier)

 

 

 

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