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TRASPASÉ LA CASA DE PARRA Y ENCONTRE EL BOSQUE

Por Damaris Calderón

 

 

 

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"El desierto avanza"
Nietszche

Tres patrias tengo yo: Cuba, Chile y la noche, Una, cual viuda pasa, la otra, todavía espera que se abran las grandes alamedas, sólo la noche me recobra con sus ojos insomnes. De un lado, la isla mayor de las antillas, cercada por el mar Caribe, rodeada por " la maldita circunstancia del agua", del otro, el extremo sur, la Finis Terrae, una cordillera férrea que convierte en insularidad lo que rodea.

Cansada del asfalto y la ciudad moderna (amoral), busqué la naturaleza, (moral), los senderos que cruzan por los caminos de tierra, zigzagueantes, donde los pájaros con el sol cruzan alas, el eucalipto y el pino flanquean el camino y crece, no hollada por los pies, la maravilla de la flor silvestre.

 Ausente físicamente de esa isla, Cuba, me fui a vivir a Isla Negra, y levanté una casa de madera (Itaca), construí otra metáfora, donde ya Neruda había hecho asentamiento. Sobresaturación de signos, proliferando en un paisaje golpeado por el mar Pacífico.

Aquí, bajo otro cielo, seguí leyendo  las palabras de mis mayores en las hojas de otros árboles, repitiéndome que la primera diferenciación entre lo peninsular español y lo  americano, fue la conciencia del paisaje, su singularidad, y que los árboles preparan el paisaje, la independencia.

Lo primero, como el almirante genovés buscando tierra, son los sonidos: el ruido del mar, el ronquido del mar, el sonido de la lluvia, el aullido del viento sobre las calaminas, los coros de las brujas de Machbet, el bosque avanzando.

Entrar en Chile, fue entrar primero en su poesía y en la geografía (el paisaje) que esa poesía ha creado. Hay que llegar entonces a Isla Negra, vadeando  las vallas comerciales, los anuncios distractores, guiños para el turista, que auncian lo epidérmico del litoral de los poetas, para adentrarse en un fragmento del Chile profundo, soterrado.

En Isla Negra, como en un diálogo poético, como en una reñida lid entre payadores de otro tiempo, se levantan la casa de Neruda (museable) y, abandonada, la casa de Nicanor Parra. Quizás el destino de sus casas ilustran  que todos somos hombres de transición y el de sus respectivas poéticas, que estuvieron marcando dos de los lenguajes más vigoroso del siglo XX: la casa de Neruda abigarrada de objetos que proliferan por todas partes, que van cubriendo las piezas, las paredes, como otra naturaleza, donde  la materialidad de las cosas expresan al poeta ausente, su  residir en la tierra.

Si la casa de Neruda se erige frente al mar, llena de ventanales amplios, de anclas, botes varados y campanas, la casa de Nicanor Parra crece como un hongo junto al camino. Despreocupada, como los versos de Parra, sus puertas y ventanas permanecen abiertas, ninguna reja o portón detiene la entrada, a un costado, de madera humilde se levanta la Capilla ardiente de la antipoesia difunta y el viento se cuela en las rendijas como una ironía. El verso frondoso y el poema fórmula,  el lirismo y la sorna, la epopeya y el artefacto, corroídos por el salitre y el tiempo, aferrándose al légamo de sus materias.

Un paso más allá, traspasando la casa de Parra, crece  otra vez el bosque, canta un pájaro, anunciando tal vez un nuevo camino. El bosque avanza con todas sus huestes, cada soldado una rama ante el desierto que crece, llenas de impaciencia y furia.

Para Vanessa.



 

 

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