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ALGUNAS PALABRAS AL VIENTO

Oscar Barrientos Bradasic



 

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El viento, esa energía inmaterial, pero de indiscutida pujanza, su resoplar huracanado, su presencia inabarcable, su invisible bofetada ejerce la fascinación en quien cae imantado de su poder y encarna en el alma de los navegantes la plena sinfonía del océano. De esta manera, el viento ingresa por las ciudades como una deidad evanescente y se empapa de nuestra memoria, de nuestros sonidos, para luego abrir las alas y emigrar hacia nuevas latitudes, a cincelar la caprichosa geografía de otras costas. En su versión opuesta, no es de extrañar que en la remota Mesopotamia se concebía al viento como un demonio alado llamado Pazuzu, que, si bien residía en el desierto, ingresaba en villorrios y poblados oculto en una tormenta del sur oeste trayendo la pestilencia y la muerte.

Para qué redundar en la archiconocida y ancestral superstición antillana de un dios que engloba todo el aire. Hace ya muchos años en Cuba, me hablaron de un fenómeno conocido como rabo de nube, una suerte de tornado a menor escala que ingresa en la tierra removiendo los sembradíos.

Debo confesar que este tema me ha interesado desde siempre, hasta el punto que terminé escribiendo una novela en torno a este asunto que se tituló “El viento es un país que se fue” (Das Kapital, 2009, Santiago). Cuando pienso en esa rara aventura narrativa de balleneros y repúblicas fantásticas en la cual me involucré, no puedo dejar de evocar esos versos de nuestro gran Gonzalo Rojas que hizo pensando en el silencio: “…aunque el hombre callara y este mundo se hundiera/ oh majestad, tú nunca,/tú nunca cesarías de estar en todas partes,/ porque te sobra el tiempo y el ser, única voz,/ porque estás y no estás, y casi eres mi Dios,/ y casi eres mi padre cuando estoy más oscuro.”

Esta idea de una fuerza que contiene tanto la pasividad del soplido como la paradoja de la gravedad contra el aire, lo llena todo, lo vacía todo, lo envuelve todo. Temido y admirado es el ciudadano ilustre de Magallanes, su habitante más común, su severo monarca, su martillo invisible tallado a fuego en nuestras almas.

Por ello no resulta ajeno que siempre su representación mitológica se encuentre tan recargada de alegorías y ensoñaciones. Los griegos hablaban de los anemoi o deidades del viento que manifestaban sus características ligadas a los puntos cardinales, seres alados que se deslizaban por los cielos tomando en ocasiones forma de caballos briosos, figuras inmarcesibles que se erigían pasivas o furiosas según el derrotero de las estaciones y que llevaban nombres como Eolo, Boreas, Céfiro, Argestes o el despiadado Tifón que tomaba la forma de un coloso arrasador.

En La Odisea de Homero, Eolo obsequia a Ulises un odre que contiene estos llamados anemoi.

De ahí que para los navegantes del pasado, el viento se constituyera en el latido más elemental, en el aliento supremo que ensanchaba los velámenes o que devastaba el curso de una travesía. En las cartas náuticas de antaño, aparecen en medios de islotes, archipiélagos y continentes, gigantescas serpientes marinas, enormes calamares devoradores y también unos rostros rechonchos con cara de querubines que soplan sobre los barcos. Según el tamaño de estas representaciones los cartógrafos de aquel tiempo –más sumergidos en la mitología que en la geografía- distinguían a los bramadores, los sopladores, los furiosos y los rugientes.

De hecho, los navegantes que visitaban el extremo austral de América hablaban de aquellos vientos que prevalecen en las latitudes bajo los  40ºS  como fuerzas descomunales que hacían de los navíos frágiles, cáscaras de huevo, por lo cual a la zona del Cabo de Hornos y del Estrecho de Magallanes recibió temerarios epítetos como los cincuenta bramadores, los sesenta rugientes, los cuarenta furiosos y otras más. Así el poder sobrenatural de los vientos templó el coraje de los antiguos navegantes y en muchas ocasiones convirtió el fondo marino en un auténtico cementerio de barcos.

La vieja creencia de que ciertos vientos alteraban la mente de los seres humanos nos habla de manicomios instalados cerca de la costa francesa donde los orates se agitaban ante el soplar de estos aires oscuros conocidos como “los vientos de las brujas” o el también conocido efecto Foehn, cuando las masas de aire húmedo se estrellan contra una cordillera derivando a barlovento. Incluso durante la antigüedad algunos países del Medio Oriente, disculpaban crímenes mientras soplaba el viento sur Hamsin, por alterar los humores de la mente. La misma Biblia justifica algunos comportamientos dudosos del rey Salomón por la influencia de este viento que cargaba consigo el descriterio y la desazón.

Si quisiéramos clasificar los vientos entraríamos en un ancho compendio que excede con sobrada información los límites de esta sencilla semblanza, pero son muchos: Cierzo, Tramontana, Mistral, Llevant, Alisios, Galerna, Mediodía, Gregal, Xaloc, Lebeche, Simún, Ábrego, Siroco, Puelche.

En Punta Arenas se hablaba del panteonero, viento del noroeste que ingresaba por la puerta del Cementerio. A su vez, los marinos británicos hablaban del williwaw, violenta ráfaga que descendía de un accidente montañoso directo al mar y que se llevaba consigo lo que encontraba a su paso. Fue precisamente descrito en la bitácora del almirante Fitz Roy.

Y aún así, en su atronadora belleza, el viento nos comunica la majestuosidad suprema de los elementos y la dimensión interminable del hombre por doblegarlo o por habitarlo. Por ello, durante aquellas ocasiones en que he navegado el estrecho de Magallanes he sentido ese golpe helado sobre el rostro que siempre es atávico, porque me recuerda que también otros hombres en el pasado sintieron en la piel los fantasmas del desafío y la contemplación, las precarias certezas de un viaje, el convencimiento pleno de que quien navega empujado por sus odres se transforma- quizás sin proponérselo- en el tripulante de un destino.

Para los magallánicos el viento es dinamismo y a su vez lo intemporal, lo poderoso y lo inefable, el factor que condiciona nuestras construcciones y que moldea nuestro temperamento, y por cierto nuestro futuro. Ese viento que no acaricia con aliento polar, que a veces se lleva a sus anchas las ropas que cuelgan en el cordel, que mueve las mareas, que nos obliga a acordonar ciertas calles, que con su rugir llega a estremecer el esqueleto de las casas, que también sintió el canoero, el corsario, el pescador. “La tragedia inútil de los vientos” como dijo Gabriela Mistral en Magallanes a principios del siglo pasado.

El viento, nuestro castigo y a su vez, el testimonio de nuestra redención, evidenciando esa voluntad de sobrevivencia y dominio que nos caracteriza.

 Sería esperable en el futuro que la solución energética de nuestra tierra pasara por la fuerza eólica y veamos cómo se alzan en medio de los promontorios de Magallanes, molinos de viento que giren interminablemente como banderas de esperanza. Sí, porque el viento es también nuestro futuro y esperanza.



 

 

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Algunas palabras al viento.
Por Oscar Barrientos Bradasic