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"El placer de los demás", Cuarto Propio, Santiago, 2009, 68 páginas. Poesía

Pablo Azócar se atreve con la poesía

Por María Teresa Cárdenas
Revista de Libros de El Mercurio. Santiago de Chile, domingo 7 de junio de 2009


Con la publicación de El placer de los demás, Premio del Consejo del Libro 2008 a mejor obra inédita, el autor chileno vuelve a la literatura, debuta en poesía y a la vez inaugura la colección "En estado de memoria", de Editorial Cuarto Propio.


Nombre irremediablemente ligado a la nueva narrativa chilena, a la que entró por la puerta ancha con su novela Natalia (1989), Pablo Azócar (San Fernando, 1959) optó hace años por el silencio. Al menos para la literatura. Como periodista, en cambio, se ha mantenido fiel a la palabra escrita, un ejercicio que lo llevó a distintos lugares del mundo en los años 80 y 90. Curiosamente, ahora es el periodismo el que lo trae de vuelta a la ficción, y en particular a la poesía, un género al cual había renunciado en un acto de modestia. "Para mí, la poesía es una expresión superior -declaraba en 1997, a propósito de la publicación de su novela El señor que aparece de espaldas-, no tuve la fuerza para entrar en ese territorio de soledad, de concisión".

Así, recorriendo un camino inverso al que suelen hacer los escritores, después de dos novelas y del volumen de cuentos Vivir no es nada nuevo (1998) presenta su primer libro de poemas, El placer de los demás, con la madurez de los 50 años. Y, quizás en otro acto de modestia, elige como epígrafe los versos de un poeta más joven (Roberto Contreras).

-Desde la publicación de tus últimos libros, han pasado más de diez años. ¿Pensaste que tu renuncia a la literatura sería definitiva?
-Y si consideramos que esos libros fueron escritos en Tossa de Mar en 1994, resulta que me pasé casi una década y media sin escribir. Es el efecto Rip van Winkle: irse a dormir una noche y despertar veinte años después. Sucedió, básicamente, que comprendí que me aburría. Así de sencillo: me aburrí. Nada de lo que escribía me gustaba, se infiltraba impajaritablemente un tonillo nasal vicioso y desagradable. Apliqué, por lo tanto, el haiku si no tienes nada que decir, calla. Eso sí: ni en los momentos más ásperos me abandonó el placer de leer, tal vez el único esencial y definitivo. Que los libros los hicieran, pues, los otros. El placer de los demás, a fin de cuentas.

-¿Cómo empezaste el camino de vuelta?
-El olorcillo de la escritura me fue volviendo poco a poco, casi sin darme cuenta, hace un par de años. Escribía unas columnas para El Mostrador y, para mi sorpresa, lo pasaba bien. El viejo periodismo me hizo darme cuenta de que podía disfrutar escribiendo. De un día para otro se acabó un bonito proyecto que teníamos en El Mostrador, al que le habíamos puesto mucha pasión y energía, y al día siguiente (literalmente al día siguiente), me senté a escribir una novela y apareció en la pantalla el primer poema. Y un mes después estaba escrito el libro entero. En su ejecución, mis libros anteriores fueron puro sufrimiento. Éste no.

-¿Por qué ahora te atreves con este género?
-Escribí poesía más o menos hasta los 23 años y no pude, sentí que me quedaba grande, sobre todo por la precisión que exige, el control, la condensación. Sherwood Anderson dijo algo que en su momento me interpretó: que él en realidad siempre fue poeta pero se hizo prosista como un acto de astucia. Lo de "atreverme" vino sin darme cuenta. No tengo muchas explicaciones para esto.

-En el primer verso del primer poema nombras a Gonzalo Millán. ¿Es un homenaje; la necesidad de fijar una tradición...?

-Es, claro que sí, un homenaje al gran Gonzalo Millán. Pero también es una reflexión o un diálogo en torno a su último libro, Veneno de escorpión azul, y en particular en torno al lenguaje del poeta. En ese libro, Millán hace un clic con su propio lenguaje, y los textos en prosa acaban siendo más poderosos y teniendo una carga más poética que los textos en verso. Es sorprendente.

-También desde ese verso, muestras la que será una de tus armas recurrentes, la ironía. ¿Qué función le atribuyes?
-No soy consciente de esa ironía. Más aún, en cierto modo desconfío de la ironía y del sarcasmo en literatura (no así en las columnas de opinión), pues obligan a un trazo más grueso. La ironía es el ministro del Interior, hace el trabajo sucio del humor.

-¿Es Nicanor Parra tu principal referente de esta poesía coloquial a la que adscribes?
-¿Podría no serlo? Su poder de irradiación, por lo demás, excede largamente la poesía. Bolaño toma el relevo, y lo toma fundamentalmente desde la narrativa. Lo que me asombra es la tendencia a circunscribir a Parra a los Poemas y antipoemas, la creencia de que después el hombre se dedicó poco menos o poco más que a hacer chistecitos o trucos de ingenio. Eso es no entender nada de nada. Hoy los antipoemas sólo pueden ser leídos a la luz de toda su obra posterior. Hace poco Parra publicó un libro tanto o más fundamental que los antipoemas: Discursos de sobremesa. Es de una intensidad y una profundidad impresionantes. Está allí el mejor Parra, ya muy curtido, como un druida, viniendo de vuelta desde la última vez que había venido de vuelta. Es curioso que esto todavía no haya sido advertido. Ese libro sin duda acabará imponiéndose por su propio peso. No darle el Nobel a Parra se está convirtiendo en una nueva tradición escandinava.

-¿Y Gonzalo Rojas? ¿Qué pasó después de tu deslumbramiento?
-¿Qué tiene que ocurrir después del deslumbramiento? Después del relámpago, ¿qué? El relámpago es el relámpago, ¿qué más? Se podría decir: "Cuando despertó, el relámpago todavía estaba allí". O bien: "Veinte años después, frente al pelotón de fusilamiento, el relámpago todavía estaba allí". Tengo con Gonzalo Rojas, además de admiración, una enorme gratitud. Esa es la palabra: gratitud. Él sabe por qué.

-¿Reconoces un estímulo inicial en la escritura de estos poemas, llenos de referencias musicales, literarias, noticiosas...?
-Hay en ellos un diálogo explícito con el periodismo, o con ciertos instrumentos del periodismo. El lenguaje es permanentemente ensuciado o acosado con referencias a cierta actualidad, que a su vez paga la cuenta exudando cierta vitalidad o energía sobre el texto. Lo de la música es una historia un poquito más larga. En el marco de una crisis personal, estuve alrededor de siete años sin escuchar música. Pero un día la música volvió, como finalmente, supongo, se vuelve al padre. No sé si sea posible transmitir la emoción de escuchar a Bach, a los 50 años, como si fuera la primera vez.

-Algunos de estos poemas, como "Leonor está cansada", tienen un desarrollo y desenlace casi de cuento. ¿Por qué un género y no otro?
-Sinceramente, no lo sé. Podría decir: porque salió así. Y no mucho más. Tengo respeto por los géneros en su sentido tradicional, quiero decir que debo ser conservador en materia literaria: tengo el mayor de los respetos por las reglas y exigencias tradicionales del cuento, por ejemplo, aunque sepamos que, a la larga, todas las reglas están hechas para ser superadas.

-En general, estos poemas transmiten la madurez de los 50 años y una distancia con ese pecado de juventud que es privilegiar la apariencia de escritor por sobre el texto.
-El superego, sobre todo para los jóvenes escritores, es una fuerza poderosa que puede distorsionar muchas cosas. En una conversación con Cristián Warnken, Jodorowsky lo expresaba más o menos con la siguiente imagen: un escritor quiere conocer el océano y su inmensidad y para hacerlo confecciona un barco y se echa a viajar y le va haciendo arreglos al barco y se va obsesionando con esos arreglos y acaba enamorando del barco y sin tiempo para mirar el océano. En estos días está llegando el invierno y anda mucho escritor enfermo de "literatosis". Poetas talentosos que viven entrampados: escriben poemas muy bonitos, con palabras muy cuidadas y cultismos y escaleras y requiebros formales, pero no dicen nada, o dicen muy poco. Y se fueron quedando muy solos.

-¿Qué perdiste en este camino de vuelta a la literatura "el don del gesto preciso", "la inocencia"?
-Cristián Kaiser, un narrador y poeta que misteriosamente todavía no ha sido descubierto, hablando de un escritor o un fantasma que quizá sea él mismo, dice en un verso: "Ya sabe que la literatura es un país para turistas". Pertenezco a la última o penúltima generación que creció viviendo la literatura como una experiencia religiosa. Todos hemos perdido la inocencia.

 

 

 

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