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RESIDENCIA EN LA TIERRA: LENGUAJE E HISTORIA*



Joaquín Fermandois
Revista de Estudios Públicos, 95 (invierno 2004).


En este ensayo se piensa Residencia en la Tierra como una obra en sí misma, aislada del contexto de la obra nerudiana, tanto de lo que le antecede como de lo que le sigue. Normalmente se analiza la
manera cómo Neruda hace ingresar a la historia en el Canto General, o en obras análogas.
Aquí, en cambio, se verá el contenido de interpretación, o de búsqueda del sentido de la historia, a partir de su palabra en Residencia, una creación que no le va a la zaga de otras grandes obras que son respuestas a la interrogación por el sentido del
tiempo histórico en la primera mitad del siglo XX.

 

Residencia, ¿en cuál sentido?

En cuanto historiador, me referiré a Residencia en la Tierra, quizás la menos “histórica” de sus obras en el sentido convencional. Parecería que un historiador tuviera un campo inextinguible de investigación en el Canto General, y desde luego es así. Esto casi se confunde con el que Neruda haya abrazado una de las causas políticas más potentes del siglo, en la que política e historia casi se confunden.

La historia consiste en encontrar la realización de lo humano en una elección política concreta, en un fenómeno que adquirió poder sísmico. La política consistiría en acertar a leer en cada circunstancia el mandato de la hora de acuerdo a las “leyes de la historia”. A esta poderosa sensibilidad de la historia escojo denominarla la tentación totalitaria. Y no hablaré más de ello. No es el tema de esta ponencia.

Al hablar de las potencialidades de Residencia en la Tierra para el lenguaje de la historia, quiero decir que tomaré a este libro como totalidad y como obra en sí misma que se desarrolla entre 1925 y 1935. Vale decir, no tendré en cuenta la llamada “Tercera Residencia”, que expresa lo que muchos autores consideran como una transformación de la palabra poética, o una “conversión”. Aunque las dos primeras “Residencias” muestran diferencias entre sí, una evolución anotada por los expertos, las estudiaré como unidad, como un momento coherente (o que intenta coherencia).

En este sentido, mi ensayo no se referirá a un tópico común en este tipo de estudios, y que ha sido lo que ha predominado en los estudios nerudianos, aquel de la relación entre la obra y el autor. No sólo porque es corriente relacionar la evolución de una obra con la biografía del autor. También porque aun quienes divisan en Residencia a una cumbre del poeta, están motivados por establecer la línea total de la vida creativa; o porque creen que el punto central de encuentro se da en torno a la experiencia de vida del Canto General, verdadero epítome de la relación entre poesía e historia, en el sentido antes descrito (de historia). Al momento de expresar lo que es el “pensamiento poético” de Neruda, según la justa expresión de Alain Sicard, se quiere ver qué de esa obra es parte de un camino o evolución, y qué es lo que queda allí. Cuando se piensa en el valor de Neruda para el conocimiento histórico se toma este último ángulo como observatorio privilegiado.

Otro será el camino que se abre en estas líneas. Se supone la unidad implícita, de un fondo casi mágico, de la obra de arte, como manifestación de un momento creador. Nada está aislado de nada, es como un truismo de la misma existencia. Se puede decir que todo es función de todo. Esto no impide que podamos sentirnos como sujetos, cada uno de nosotros especialmente como un sujeto cognoscente, y así hallar en lo que tomemos por realidad, también unidades de tiempo y lugar. Así opera el historiador para determinar su objeto. Residencia en la Tierra pasa así a ser considerada una manifestación de la realidad histórica, que posee la suficiente coherencia como para constituir un hecho en sí mismo.

La obra de arte y la interpretación de la historia

¿Qué tipo de hecho? Estudiar Residencia pertenece al campo de “historia de las ideas”. La denominación cubre un amplio espectro de posibilidades. Aquí la considero, según ya lo he explicado al hablar de Ernst Jünger, tomando muy en serio a la obra de arte en sí misma como hecho de la historia. No en el sentido de la emanación, sino que de realidad provista de autonomía esencial, en la medida que ocurra en la existencia histórica.

La autonomía se da cuando el ser histórico responde a los desafíos de su tiempo con una respuesta que supera el marco de lo rutinario, de lo completamente previsible, de lo automático. Es una respuesta que añade imprevistamente a lo existente; y es una respuesta creativa, entregando algo “nuevo”. No es otra la definición de la obra de arte. De por sí, tiene una autonomía radical, que la constituye en arte; sólo en otro plano de su existencia es parte de una coordenada histórica en el sentido más lato; o, también, en alguna dimensión, puede ser emanación (reflejo, hasta “falsa conciencia” o “conciencia alienada” si se quiere). La obra de arte que se considera aquí es la respuesta a la existencia histórica que arroja un haz de posibilidad interpretativa.

La interpretación de Residencia en la Tierra que aquí se presenta proviene de una pregunta acerca del sentido de la historia, tal como éste se ha desarrollado en el pensamiento del siglo XX. Se pregunta a esta obra de Neruda, tal como se desarrolló entre 1925 y 1935, por su contenido y sus huellas que entreguen posibilidades de descifrar una interpretación de la historia del siglo de acuerdo a la voz del poeta. “Sentido de la historia” en cuanto interpretación de la historia, que ha sido parte del lenguaje moderno, de acudir al argumento histórico para responder a la pregunta de Alexis de Tocqueville, “¿Hacia dónde vamos?”. Para ello, recurre tanto al lenguaje de la historia referente a un pasado inmediato, como, puede ser, al más remoto. Esta forma de aproximación, que la aprendí junto a mi profesor Ernst Nolte, hace más de treinta años, y que era el instrumento con la que él explicaba el pensamiento de los siglos XIX y XX, la he desarrollado en algunos trabajos sobre escritores y ensayistas, así como a lo largo de varios años en seminarios en esta casa de estudios. Es decir, trasladé a la escritura literaria —ensayo, novela, diario de vida— lo que había aprendido en el estudio de los pensadores sistemáticos. A ambas expresiones de creación les es común un fondo de lenguaje meditativo, aunque exigen un tipo de aproximación diferente. Ahora ingreso en un terreno antes no hollado por mí: el de la pregunta de interpretación a la poesía.

Sólo si mis palabras expresan la capacidad de ampliación, y de comentario iluminado de la obra, podrán residir más allá de esa frontera implacable que separa al comentario de su labor pedagógica, y puede ser éste creativo del mar de interpretaciones que se vuelven sobre sí mismas, estériles y que muchas veces ahogan a las épocas cansadas y desgastadas. Este mismo hecho es parte de uno de los grandes temas culturales de lo moderno, aunque también ha sido adelantado en la Grecia post-clásica como hasta en nuestro Quijote. Con todo, es una marca de la era del hombre moderno. Y también, la obra de arte alcanza las fronteras de su promesa, cuando, al decir de George Steiner, es interpelada como “apuesta en favor del significado del significado (...) cuando afirma la presencia de una ‘sustanciación’” (Presencias Reales, p. 14). En esta empresa la obra de arte o de pensamiento creativo no es responsable del envaramiento de la lectura, sino que simplemente somos nosotros los encargados de enfilar hacia la rica pero elusiva perspectiva de la interpretación.

La pregunta que me origina la lectura es la idea de la era “postteológica” en que consiste la modernidad, al decir de George Steiner. En vez de aniquilar la pregunta por el fundamento último, la nueva era en la historia del ser humano lleva al pensamiento y al arte a profundizar de una manera ahora en gran medida intencional por hallar el sustituto, o descubrir las señales enigmáticas acerca de la persistencia de ese fundamento último, la orientación a lo sagrado, quizás a Dios.

Este nuevo campo, de la palabra poética pura, lo transito de la mano del comentario aprendido algo intuitivamente de algunos pensadores favoritos, y no de una formación sistemática en la tradición de la teoría literaria ni mucho menos. Principalmente soy deudor de las lecturas, aparte del mencionado Steiner, de Octavio Paz y de Czeslaw Milosz. Pero mi interpretación temo no sea más que un remedo de otros intérpretes, de los que también soy deudor, aunque no puedo responsabilizarlos del resultado.

En relación al texto mismo, he sacado algunas ideas de toda la crítica nerudiana. Los trabajos de Amado Alonso, Clarence Finlayson, Emir Rodríguez Monegal, Jaime Concha, Hernán Loyola, Gastón Soublette, Alain Sicard, Mario Enrico Santí, Volodia Teitelboim y José Miguel Ibáñez, me han dado luces para avanzar en mis ideas de interpretación. Mas, intento hacer algo diferente, al menos así lo creo. Debo añadir que para mi sorpresa, los estudios nerudianos no son demasiados, aunque debe haber una ingente actividad académica, del tipo de tesis doctorales, o de publicaciones en revistas dispersas. Con todo, sospecho que queda un inmenso campo de grandes potencialidades.



El ser y la nada

En Residencia se nos aparece en ese lenguaje de una extraña belleza, que nos deja perplejos, el asombro reiterado por las caras contradictorias con que se revela el fundamento. Su ingreso a la pregunta se presenta como la búsqueda del ser:

De modo que el ser se sentía aislado, sometido a esa extraña substancia, rodeado de un cielo próximo, con el mástil quebrado frente a un litoral blanquecino, abandonado de lo sólido, frente a un transcurso impenetrable y en una casa de niebla (1).

De un golpe, tenemos una multiplicidad de elementos y temas nerudianos, el mar y su relación con la totalidad; la alienación, aludida en lo “blanquecino” y en la sustracción “de lo sólido”; y la mirada hacia el ser, que creo ver expresada en la idea del “transcurso impenetrable”, mas envuelta en la evanescencia de una “casa de niebla”. El ser podría aparecer de una manera más abierta, filtrado por lo inefable:

Y tú, como un mes de estrella, como un beso fijo,
como estructura de ala, o comienzos de otoño
.........................................................................

la luz hace su lecho bajo tus grandes párpados (2).

Lo inasible es una de las caras del ser, que ni apenas es un siendo, como inescrupulosamente me atrevo a traducir el “Seiendes”. Obsérvese lo de “comienzos de otoño”, estación del año que siempre parece tener una carga de derrumbe del ser, mayor que otro cambio estacional. Sobre todo su anuncio, quizás ya poco después del apogeo del verano, cuando se asoman los primeros signos de, por ejemplo, una mañana más helada, o el acortamiento de los días, la puesta de sol cada día más temprano. La pluma de Neruda apunta a una experiencia dolorosa sobre la crisis de lo “siendo”, del “ser” finalmente. Es lo que aparece en la palabra nerudiana, en donde el ser, lo “siendo”, se muestra como inaccesibilidad:

Del centro puro que los ruidos nunca
atravesaron, de la intacta acera,
salen claros relámpagos lineales (3)

Emerge una luz poderosa que enceguece a cualquier lector maravillado; el relámpago no es un faro que sea punto de referencia, sino que “el vivo ser de substancia y de silencio” (“Entrada a la Madera”, p. 147). El ser es el ser, mas, supremo obstáculo, nos separa el silencio. La “exploración del ser”, según señala Emir Rodríguez Monegal, intenta alcanzar los estratos siempre más profundos “e insospechables del ser” (El Viajero Inmóvil, p. 213), en búsqueda sin término, como tarea que necesariamente debe ser inacabada.

Alain Sicard ha afirmado que el Neruda de Residencia no es nihilista. No me queda si no asentir a la afirmación. Me parece incompleta, sin embargo. Neruda, como exponente del momento histórico —la primera mitad del siglo—, se aproxima a la experiencia nihilista para tratarla, para comprenderla, para jugar con ella, para dejarse seducir por la idea nihilista. El nihilismo no es un simple objeto, sino que un “proceso de reducción” con el que el hombre se encuentra por doquier. Es también uno de los polos a los que se refiere Residencia. Para Jaime Concha, el plano de lo inmóvil es el plano del fundamento, que se puede asimilar a lo que aquí se ha nombrado como ser (Concha, p. 18). Habría que añadir que Neruda busca el fundamento tras la aniquilación de éste; constata a través de su poesía el “fin del fundamento”, y se muestra dubitativo ante los restos desolados y absurdos donde, sin embargo, aparecen sus atisbos como posible semilla.



¿Hay retorno del tiempo destruido?

Lo que se podría llamar “ontología del ser” en el poeta, se aparece en su rostro más comprensiblemente inasible, en la visión del tiempo:

Si me preguntáis en dónde he estado
debo decir “Sucede”.
Debo hablar del suelo que oscurecen las piedras,
Del río que durando se destruye (4)

La poesía, en el último verso, se acerca a la prosa, en este rasgo heraclitiano, en el cual ser y devenir tienden a confundirse. El ser inasible tiene fugaces apariciones por medio de otra realidad omnipresente, también inaprensible, el tiempo, otro tema central de Residencia. Desde luego, una categoría esencial del conocimiento histórico es el tiempo, aunque lo es de cualquier conocimiento del ser humano, adquiere un puesto destacado para el sujeto cognoscente que se supone historiador. Existe un verso de Residencia que resume con extraordinaria potencia la primera intuición del tiempo, que es así mismo la de la muerte:

mucho más silenciosa que un pie desenterrado (5)

El tiempo como silencio; la muerte como exterminio, como grito silencioso para la voz del poeta, llamado de lamento y de protesta inexpresable ante lo ausente de la muerte, ante el tácito estar presente del tiempo. “Caída en lo inmensurable” lo llama Amado Alonso (Poesía y Estilo en Pablo Neruda, p. 40). “Mi corazón es tarde y sin orillas / (...) Yo busco desde antaño, yo examino sin arrogancia, / conquistado, sin duda, por lo vespertino” (“Colección Nocturna”, p. 56). ¿No existe un canto elegíaco por el origen, nostalgia de origen? Añade el muy nerudiano contraste —que luego veré con mayor detalle— en la realidad vista esencialmente como ambigua, “lo vespertino”. Enfría de súbito la mirada de nostalgia, no con un contentamiento con algún sustituto, sino que con encogimiento de resignación, casi con placer de toque levísimamente sádico.

El tiempo es olvido, el “largo transcurso en olvido” (“Fantasma”, p. 51). Cada tiempo surge y se hunde en las tinieblas, vaporosas y definitivas:

Nada más hay entonces que el tiempo en las cabinas:
el tiempo en el desventurado comedor solitario,
inmóvil y visible como una gran desgracia (6).

Las metáforas surgidas del “largo viaje por mar” (M. Duras) son de las más fuertes de Neruda. No es extraño que las escoja para poetizar el tiempo. Éste aparece como en mónadas, fatalmente encapsulado, condena perpetua. Desde ese enclaustramiento, del que nadie sabe más, se da también un leve rayo de esperanza, a través del dolor absoluto, donde en la radical desesperanza existe el atisbo de la esperanza imposible. Así me parece percibirlo en uno de los momentos más bellos de Residencia:

Desde ahora, como una partida verificada lejos,
en funerales estaciones de humo o solitarios malecones,
desde ahora lo veo precipitándose en su muerte,
y detrás de él siento cerrarse los días del tiempo (7).

Están las poderosas metáforas del viaje, a las que he aludido en un trabajo mío de otra especie. Cierto, el tiempo se cierra sobre sí mismo, y se crea ese muro poderoso que impide la llegada de toda voz. La misma fuerza del fin anunciado por los versos parece apuntar hacia lo absoluto. También, desde el fondo del tiempo, el que parece sitiar al poeta, puede surgir una mujer:

Como surges de antaño, llegando,
encandilada, pálida estudiante,
a cuya voz aún piden consuelo
los meses dilatados y fijos (8).

La aparición femenina, delineada muy de lejos, está cargada de ambigüedad, en cuanto podría ser esperanza, una recurrencia permanente de Neruda. También, la contraposición entre el tiempo y los elementos, que apuntan más sólidamente a lo absoluto, al fundamento, aunque sean asimismo escurridizos:

La espesa rueda de la tierra
su llanta húmeda de olvido
hace rodar, cortando el tiempo
en mitades inaccesibles (9).

Quizás con menos carga de hermetismo y de belleza, estos versos sin embargo son más explícitos en las ideas poéticas del poeta. La tierra y los materiales, en su terrible silencio, parecen aguardar con una respuesta eterna, en un dejo de panteísmo, como quizás se puede resumir su idea de trascendencia. Esto sería coherente con lo expresado en los siguientes versos:

Cuando la tierra llena de párpados mojados
se haga ceniza y duro aire cernido,
y los terrones secos y las aguas,
los pozos, los metales,
por fin devuelven sus gastados muertos, (10)

Me parece divisar aquí una alusión al tema del “eterno retorno”. Me explico, no es que el poeta postule esta concepción del tiempo como respuesta al sentido de crisis. Muchas veces se contrapone un sentido lineal y un sentido circular del tiempo. Más que alternativas ligadas a grandes eras históricas (sociedad arcaica, antigüedad, cultura judío-cristiana, modernidad, crisis de la modernidad...), pueden ser más útiles si se emplean como categorías con las que simultáneamente el sujeto cognoscente se puede aproximar a comprender el tiempo dentro de la existencia histórica.

Pues bien, el artista las utiliza en su “pensamiento poético”. Al menos están “aludidas”, como es mejor decirlo. El tiempo absoluto sería el tiempo inmóvil, donde no hay tiempo; y está el “tiempo existencial”, siguiendo a Jaime Concha, que sería aquel con el que se halla la existencia humana, casi siempre muriéndose en su ser, un tiempo que se cierra sobre sí mismo, pero que podría ser revitalizado por ese magma original creativo, los elementos. Uno es una suerte de fragmento sin autonomía, en relación al otro. El tiempo existencial es, también, el espacio de la catástrofe.

Catástrofe, muerte, condiciones del observador

La condición desvaída de la vida es cotidiana, “quién no es vecino y ausente a la vez?”. Condición lacerante que comparte con Sísifo la eterna repetición:

como algo que se quiebra perpetuamente,
atraviesa hasta el fondo mis separaciones,
apaga mi poder y propaga mi duelo (11).

A veces, este tormento incesante parece ser un fenómeno de reciente ocurrencia, como proceso histórico en el sentido convencional del término:

Lloremos la defunción de la tierra y el fuego,
las espadas, las uvas,
los sexos con sus duros dominios de raíces,
las naves del alcohol navegando entre naves,
y el perfume que baila de noche, de rodillas,
arrastrando un planeta de rosas perforadas (12).

Podría decirse que aquí existe un anticipo de las preocupaciones ecológicas de nuestra época. Al menos sería una afirmación incompleta, ignorando que en las finuras del pensamiento de fines del siglo XIX y la primera mitad del XX existe gran testimonio de esta preocupación, para no ir atrás, de los románticos. Me parece que aquí destaca la idea de catástrofe, que muchas veces es casi idéntica a la existencia como crisis perpetua; o es la muerte, mas entendiendo que ésta no es un simple final, sino que resulta en una experiencia que se renueva destructivamente, sin término, que acabará con todo, salvando quizás a las potencias algo enigmáticas de los elementos.

Casi siempre es la aparición de los instantes de vida como sucesión de amenazas a un ritmo tal, que sólo se puede pensar que la amenaza y la catástrofe son condiciones existenciales, una categoría radical. “Guardo la ropa y los huesos levemente impregnados de esa materia seminocturna: es un polvo temporal que se me va uniendo, y el dios de la substitución vela a veces a mi lado, respirando tenazmente, levantando la espada” (“La Noche del Soldado”, p. 74). Es una rica fuente de los temas más ubicuos de Residencia, la desolación en medio de la normalidad; la amenaza de “un dios” que esgrime un arma poco fraternal. No es sino la condición existencial de la voz poética. La combinación de esta cotidianeidad de lo catastrófico, con la impresión de una catástrofe recientemente acaecida, entrega un sabor especial a la determinación epocal, “histórica” en último término, de este libro.

Como un alma de esa catástrofe, la muerte acompaña esta condición. “Ya sus ojos han muerto de agua muerta y palomas / y son dos agujeros de latitud amarga” (“El Sur del Océano”, p. 115). La doble muerte acompaña a la realidad personal y material:

A veces el destino de tus lágrimas asciende
como la edad hasta mi frente, allí,
están golpeando las olas, destruyéndose de muerte,
su movimiento es húmedo, decaído, final (13).

“Destruyéndose de muerte”. ¿Alude a un “eterno morir”? No sería en relación al “eterno retorno” como tiempo cíclico, sino que tranquila condena sisífica, asumida con su dosis de estoicismo. Por otro lado, los elementos golpean y se destruyen y no destruyen. Es el vestigio del fundamento, la referencia tan muda a lo permanente. Ventana avara, ya que lo inmediato es lo que se podría llamar “crisis de la muerte”, o “fin de la muerte”, la crisis experimentada por el morir en el hombre actual:

Quién hizo ceremonias de cenizas?
quién amó lo perdido, quién protegió lo último?
el hueso del padre, la madera del buque muerto,
y su propio final su misma huida,
su fuerza triste, su dios miserable? (14)

Anuncia la degradación del morir, gran tema. A la vez, como que a Neruda se le caen retazos de una apreciación por seres y cosas, nostalgia que uno adivina abundante, el valor de lo único. La “madera de buque muerto”, imagen hermosísima, lamento por lo irrevocablemente ido, respeto, pienso, por lo existido y que ya no existe; sin embargo, había un polvo valioso del que dimana una suerte de vida, que el poeta le entrega su dosis de amor como “polvo enamorado”. Con todo, la muerte como la niebla que empapa un puerto húmedo, es la compañera de la catástrofe.



El contraste como método

¿Será un camino poético del conocimiento? Me refiero a lo que llamo la técnica del contraste en Neruda. Singulariza Residencia, como a gran parte de su obra en general, “porque al mar de los muertos su pasión desplómase / violentamente hundiéndose, fríamente asociándose” ( “Ausencia de Joaquín”, p. 48). Es como si el poeta con la mano izquierda borrara la impresión de hermosa tragedia que su mano derecha escribió en el primer verso, y la reemplazara con la conciencia de disolución material, como realidad final, también realidad original. Mas, no sólo como un acto de espantar todo vuelo hermoso, sino que con contraste en las mismas imágenes: “frágil como la espada de cristal de un gigante”; “inmóvil, vestido de un fulgor moribundo y una escama opaca” (“Monzón de Mayo”, pp. 64, 65); “precipitadamente pálido, marchito en la frente” (“Arte Poética”, p. 66):

De su mirada largamente verde
la luz caía como un agua seca (15).

La indecible hermosura de estos versos, imagen potente, crea su propia fatiga, o sentido de fatiga, desfallecimiento, al apuntar el vaciamiento que podría entregarse de la belleza en sí misma, “mirada largamente verde”, aunque esta adquiera la profundidad de lo hermoso con su contraste, lo seco.

No se trata de un juego coqueto, sino del campo de acción de la escritura poética, que se mueve entre lo salvífico y la poetización del peligro, del desaliento, del disgregamiento universal de los seres y las cosas. Incluso lo grotesco no alcanza a ser tocado por el pincel de la belleza y la identificación con un fundamento permanente, indestructible, que a veces sólo está en el sonido del verso. Como inspiradamente lo dijera Clarence Finlayson, Neruda expresa “lo puro con lo impuro” (“Visión de la Muerte en Pablo Neruda”, p. 389), en versos indivisibles, en los cuales desde el fondo profundísimo donde yace la esperanza, casi completamente desdibujada, emerge un vago aliento. Nunca es tan sugerente la imagen del contraste, como en Josie Bliss:

Color azul de exterminadas fotografías,
color azul con pétalos y paseos al mar,
nombre definitivo que cae en las semanas
con un golpe de acero que las mata.

El golpe seco, acerado, “que las mata”, no alcanza a aniquilar el dejo de melancolía en esa parte de nuestra conciencia, que vincula el azul intenso de un mar a medio día, las fotos que se van decolorando, mientras deambulamos por la orilla, otra potente recurrencia en Neruda.

Con esto podemos arribar a otro ámbito, uno donde se encuentra lo permanente, una suerte de fundamento, lo que aquí llamaré los elementos. No lo hallé yo, sino que está en los estudios nerudianos. Tampoco alcanzo a insinuar una meditación acerca de ellos. Sólo los delineo en la pizarra. Se trata de las realidades “reales” que subyacen la sensación cambiante y fugitiva: el mar, la tierra, la noche, la piedra. Pueden ser otras más. Aquí existe como una metafísica concreta, y son las grandes potencias telúricas que todo lo renuevan. Creo yo, que no bastaría decir esto; existe algo más en Neruda que tiene que ver con el “significado del significado”, según antes se anotó. Pero por ahora no abundaré en esto.

Sólo quiero apuntar a dos aspectos que muestran la presencia de los elementos. Por una parte, se trata del panteísmo que podría estar como trasfondo en la obra nerudiana, particularmente en Residencia. Esto tiene implicancias para la historicidad de Residencia. Creo que sí se encuentra la veta panteísta. Pero está más allá de mis fuerzas, por el momento, destacarlo con vigor. En segundo lugar, existen analogías de esta relación de búsqueda de lo mágico en un nuevo vínculo con la naturaleza, y con sus fuerzas elementales. Es suficiente con recordar la obra de D. H. Lawrence, en cuanto comunión con una naturaleza entre espiritual y cósmica. Es mucho lo que lo separa de Neruda; es decisorio lo que lo vincula en la tarea análoga de crear un nuevo tipo de comunicación entre el ser humano y la naturaleza. Esto hace más evidente la historicidad de la obra.

Dejo de lado, por ahora, otro tema capital en Neruda, la del paisaje urbano e industrial, siempre desvencijado, como las alusiones a las profesiones y a las organizaciones. Se manifiesta desde la sensibilidad que luego denomino “crítica de la cultura”, además de ser sátira de aspectos de lo moderno. Es un terreno en el cual no es difícil encontrar la historicidad, la del sujeto desamparado en medio de un paisaje urbano que ha ido perdiendo su sentido. Queda para otra ocasión.



¿Atisbo de actitud ante el momento histórico?

La poesía de Residencia parece estar marcada por la contemplación del poeta sin introducirse en algún tipo de acción. Se trata de una observación de la decadencia, que toca sus fibras más íntimas, sin divisar un campo de despliegue de algún tipo de voluntad; se trata de contemplación inactiva, vita inactiva pero no carente de pensamiento latente. No existe ni indignación moral, ni búsqueda de refugio en una fortaleza interior, ya que ésta también se ve arrastrada por el torrente destructivo. Una vez hay un asomo de postura, de afrontar en la integridad el proceso que desde fuera succiona al poeta:

De ese modo histórico mis huesos adquirieron gran preponderancia en mis intenciones: el reposo, las mansiones a la orilla del mar me atraían sin seguridad, pero con destino, y una vez llegado al recinto, rodeado del coro mudo y más inmóvil, sometido a la hora postrera y sus perfumes, injusto con las geografías inexactas y partidario mortal del sillón de cemento, aguardo el tiempo militarmente, y con el florete de la aventura manchado de sangre olvidada (17).

La conciencia de la historia pertenece a un pasado que se recibe como herencia estéril, resto de hechuras que perdieron su magia. Una imagen de romanticismo tradicional, casi cursi, “hora postrera”, adquiere su categoría nerudiana por estar inserta en la técnica del contraste, que es mucho más que un juego de palabras, el “sillón de cemento”, la “sangre olvidada” que le sustrajo sentido a la acción que fue pretendidamente heroica. El poeta, el hablante, tiene conciencia de este derrumbe de sentido. Le llega a llamar incluso “sentido” a lo que parecía demostrar tal, pero que el poeta ya está convencido no lo tiene. Existe una dialéctica húmeda —que está palpitante, como lenguaje meditativo, no analítico— que le entrega su belleza potente, aun el asomo de parálisis que presenta en la palabra del recitador.

Esto prepara al anuncio de una proposición casi única en Residencia, la que me atrevo a llamar, en alusión a una poderosa sensibilidad del siglo, que he visto en mi lectura representada básicamente por los escritos contemporáneos de Ernst Jünger, como realismo heroico. Se trata de esa imagen extraña, fascinante y desolada como casi todas las de este Neruda, cuando expresa que “aguarda el tiempo militarmente”.

Por un instante, la poesía se detiene en un recurso al espíritu heroico y dandista del combate, al apuntar al “florete de la aventura”. Sin pausa para el aliento, erosiona esta pequeña (después de la Gran Guerra y de la aparición de la guerra técnica) ventana de rescate del “héroe clásico”, cuando invoca a la “sangre olvidada”. Me parece que hay que colocar la denominación de “realismo heroico” como la actitud del que cae ignorado por los demás; que lucha por causas de las que ahora todos se burlan, o desconocen y no pueden ni siquiera imaginar. Pero en Neruda existe la mirada del estupor, del que está perplejo, pero no alcanza al escándalo. Todo esto puede parecer un atisbo; es una conjetura mía.

Residencia en su época

A partir de Residencia había varias líneas abiertas para la creación del poeta. Esta obra que se entrega en esos años explosivos que van de 1925 a 1935, contenía un haz de posibilidades. Neruda escogió una de ellas. No avanzaré más, sino que espero poder profundizar lo que aquí creo ayuda a determinar. Y, al meramente señalar hacia la elección o “conversión” de Neruda, no se quiere definirla como una limitación en sí misma. Se trata de un poeta con gran capacidad de crear en nuevos y vibrantes lenguajes. No en el balde se le ha comparado con Pablo Picasso, por la capacidad camaleónica de ser expresivo en diversas manifestaciones de la palabra poética, aunque siempre se pueda hallar un verso que nos sea familiar en cualquiera de sus obras. Tradicionalista inspirado en Quevedo, cruzó varias vanguardias. Lo que más se acerca a una definición de su obra, quizás, es la que recientemente ha entregado Charles Simic, como “surrealismo natural” (The New York Review of Books, 25 de septiembre de 2003). Neruda resumió las tendencias de su época y en este sentido su obra adquiere una radical historicidad.

En fin, Residencia en la Tierra nos lleva original y creativamente a un paisaje espiritual familiar que puebla la primera mitad del siglo XX, aquel de la perplejidad por un panorama que se asume como catastrófico. Frente a éste caben muchas respuestas, de las que la desesperación no es más que una de sus posibilidades, y no necesariamente incompatible con el canto provisto de belleza, sino que además puede coexistir con una actitud de espera y de búsqueda de un atisbo de salvación. En la obra nerudiana que aquí se comenta, esto no es más que una pequeña ventana de posibilidad. Mas, también se puede ver en la visión profética de catástrofe un método que es más que un medio; un método de aproximarse a la fuente de la destrucción y del proceso de la nada, del ennadecimiento, y de allí rescatar los restos del naufragio. Puede ser, también, la simple observación de la belleza desvaída de objetos engullidos por una corriente destructora, cuyas fronteras están en el fundamento, un dato muy próximo al ser.

¿Será la materia? Es conocida la línea de comentaristas para quienes el hallazgo de la belleza de la materia es una de las claves de la dialéctica búsqueda/encuentro en el Neruda que llega hasta la segunda Residencia. Materia como vitalidad, inmersión en la vida, canto a la vida... Como lo he dicho, esto podría ser definido también como panteísmo, como búsqueda de la trascendencia, más allá de la nada amenazante, en una caracterización que se podría parecer a la que ofrece Finlayson, aunque no sea idéntica a ella. El desdibujamiento de lo humano y de sus promesas volcó al poeta a los fenómenos telúricos; se incorpora a ellos, pero asumiendo el riesgo de volcarse a lo elemental y sus fuerzas oscuras, como promesa de creación.

La catástrofe nerudiana, que por momentos parece ser un proceso natural que arrastra consigo tanto al cosmos como a las creaciones de la historia, a las amantes y a los amigos, no es un hecho aislado del momento histórico del espíritu humano. Es parte de una reacción cultural que encuentra su asiento alrededor de la primera mitad del siglo XX. Más estrecha y estrechadoramente, en los años de entreguerras, cuando un hálito de vigor extraordinario llevó al pensamiento y a la creación en general, a honduras sobre las que todavía meditamos.

Me atrevería a definir este rasgo como aquel tantas veces referido, el de la “crítica de la cultura”, que se inicia con Nietzsche y Burckhardt, pero alcanza su mayor fuerza expresiva, en el sentido de autoconsciente, en los años entre las dos guerras. En poesía, Eliot es la figura quizás más análoga al esfuerzo de Residencia por recoger los restos del naufragio bajo una conciencia aguda de la catástrofe, como intento de volver a la experiencia del mito sin caer en la inmediata manipulación del mismo, justamente porque la poesía sería el lugar de la redención, al apuntar a un más allá, a una noción de lo numinoso.

No se trata de que exista un movimiento ni un conjunto de obras cerradas sobre este tema lacerante acerca de la “crisis”, aunque por cierto hay tanto pensadores y poetas que podrían caber, gran parte de ellos mismos, en esta categoría. De los pensadores me viene a la mente La Situación Espiritual de la Época (1932) de Karl Jaspers; y por cierto, entre los poetas, Tierra Baldía (1920) de Eliot, así como sus Cuatro Cuartetos (1935-1942). Se trata más bien de la pregunta por la crisis de la cultura, de una inquietud sobrecogedora, que no necesariamente expresa el carácter de “fin de mundo” de la sociedad moderna. Sí, en cambio, incorpora el pensamiento y la posibilidad de la catástrofe como un horizonte “normal” para el hombre histórico del siglo y, quizás, del futuro.

Neruda, ¿en la estela de Nietzsche, lector de Heidegger, con atisbos de Benjamín? Parece muy difícil, aunque tiene que haberse adentrado en el primero. Los parentescos de época no se podrían iluminar ni con filología de parentesco, ni con biografía. Existen analogías en épocas históricas que descienden sobre los hombres de genio peculiar. Hay intuiciones que se obtienen de respirar el aire de la época; se obtienen al meditar nuevamente un pensamiento antiguo, vitalizado aunque sea por una experiencia mínima de los tiempos. Creo que éste es el caso de esta fuente inagotable, quizás “clásica”, de Residencia en la Tierra. Aquí Pablo Neruda ha sido el “visionario”, según lo ha definido Mario Enrico Santí, que se ha asomado a una época y ha delineado en un “pensamiento poético” la mirada hacia un mundo que ve al mismo tiempo como provisto de fragmentos de plenitud y como de conciencia aguzada de eternidades infernales, todo ello envuelto en el sonido y sentido de una belleza penetrante. Para repetir a riesgo de banalizar a Clarence Finlayson, presenta “lo puro con lo impuro”.

 

 

Joaquín Fermandois: Profesor de historia contemporánea, Pontificia Universidad Católica
de Chile. Miembro de número de la Academia Chilena de la Historia.

* Ponencia presentada en el coloquio “Pablo Neruda y el mundo”, efectuado en la Pontificia Universidad Católica de Chile, Campus San Joaquín, 27 de mayo de 2004.

 

Notas


(1) “El Deshabitado”, Residencia en la Tierra (Santiago: Editorial Universitaria, 1996, prólogo de Jaime Quezada y Federico Schopf), p. 77.
(2) “Juntos Nosotros”, p. 58. Para éste y siguientes poemas y textos de Residencia en la Tierra se ha empleado la edición de Editorial Universitaria, 1996, prologada por Jaime Quezada y Federico Schopf.

(3) “Apogeo del Apio”, p. 149.
(4) “No hay olvido (Sonata)”, p. 175.
(5) “El Reloj Caído en el Mar”, p. 171.
(6) “El Fantasma del Buque de Carga”, p. 91.
(7) “Ausencia de Joaquín”, p. 48.
(8) “Fantasma”, p. 51.
(9) “Lamento Lento”, p. 52.
(10) “El Desenterrado”, p. 166.
(11) “Diurno Doliente”, p. 63.
(12) “Desespediente”, p. 124.
(13) “Alianza (Sonata)”, p. 40.
(14) “Sonata y Destrucciones”, p. 70.
(15) “Angélica Adónica”, p. 68.
(16) “Josie Bliss”, p. 177.
(17) “Comunicaciones Desmentidas”, II, p. 76.

 

Referencias Bibliográficas

- Finlayson, Clarence: “Visión de la muerte en Pablo Neruda”. En Antología seleccionada y prologada por Tomás P. MacHale. Santiago: Andrés Bello, 1969.

- Neruda, Pablo: Residencia en la Tierra. Prólogo de Jaime Quezada y Federico Schopf. Santiago:
Editorial Universitaria, 1996.

- Rodríguez Monegal, Emir: El Viajero Inmóvil. Introducción a Pablo Neruda. Buenos Aires: Losada, 1966.

- Santí, Mario Enrico: Pablo Neruda. The Poetics of Prophecy. Ithaca, Londres: Cornell University
Press, 1982.

- Sicard, Alain: El Pensamiento Poético de Pablo Neruda. Madrid: Gredos, 1981.

- Steiner, George: Presencias Reales. Barcelona: Ediciones Destino, 1991; original, 1989

 

 


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Pablo Neruda: Residencia en la tierra: Lenguaje e historia.
Por Joaquín Fermandois,
Fuente: Revista de Estudios Públicos. Nº95
(invierno de 2004).