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Los setenta y cinco años de Pablo Neruda


Por José Donoso

En Proa, Septiembre - Octubre de 1997


Rara vez un país tan chico como Chile ha tenido un poeta tan incuestionablemente grande como Neruda, construido, sin embargo, de su misma materia, e incluso, de alguna manera, hecho a su medida. El trece de este mes, de haber vivido, hubiera celebrado sus setenta y cinco años y uno se imagina una fiesta de cumpleaños como sólo él sabía darlas: con globos y sombreros de papel, regalos, sorpresas, prestidigitadores y serpentinas como las fiestas de esos niños privilegiados que él no fue, pero que, consciente de que toda celebración es pura invención, más tarde se las prodigó bulliciosa y alegremente, regadas con los vinos pipeños de Chile, o con los nobles vinos franceses que era experto en catar.

Pienso que este Baco de las celebraciones, a quien conocí gordo y maduro y risueño, había sido al llegar de su nativo Temuco sureño a Santiago, un muchacho flaco y sombrío, siempre vestido de negro porque iba enlutado por el dolor del mundo, disfrazado de sí mismo con el chambergo y la capa de los poetas, tal como lo ha inmortalizado la fotografía de Sauré. Sabemos mucho del Temuco de donde venía por sus recuerdos y poemas, pero ese Temuco de los araucanos y de la sinfonía de goteras cayendo en los distintos recipientes colocados en el suelo de su pobre casa no consiguió proyección más que porque la imaginación de Neruda lo recogió. Su relación tan extraordinariamente amable con el mundo de lo humildemente cotidiano lo hizo explorador y descubridor en ese ambiente, el Livingston de las gredas de Quinchamalí y de Pomaire, el Scott de los chamantos, el Speke del cilantro y el pebre, y una vez descubiertos y engarzados en su poesía, estos objetos que para nosotros eran ignorados hasta que él los señalara, se transformaron en los mitos que nos fueron definiendo. En mi juventud, como casi todos los escritores chilenos de mi generación, yo viví borracho de Neruda. Hoy, sé que cierta juventud habla de un igualamiento suyo con otros astros de la poesía chilena, Vicente Huidobro, Gabriela Mistral, a quienes la inmensa reputación de Neruda, lanzó a la sombra: pero la verdad es que ninguno de estos nos hizo mella, ninguno nos impulsó a reconocer en el modesto mundo que nos rodeaba, equivalencias con lo que otros países del continente tenían y nosotros no: razas y ruinas, códigos y virreinatos. Después que Neruda canonizó a la paloma de greda de Pomaire se terminaron nuestros complejos de inferioridad, y los nombres de nuestros pájaros y árboles -loica, patagua- y de nuestros sitios -Puerto Saavedra, Lago Budi- antes ignorados, se instauraron en nuestra imaginación como presencias áureas.

Yo, lector apenas más que adolescente de Neruda -mucho antes de conocerlo personalmente- le seguí la pista a través de sus versos hasta Temuco, hasta Puerto Saavedra, hasta el Lago Budi, hasta los islotes de piedra negra desmembrados de la costa que se divisan hirvientes de lobos marinos, hasta los primigenios bosques de patagua, hasta los mercados de vendedoras indias, hasta el río Imperial con la reiteración de sus muelles de madera en que se detenía el vaporetto repleto de campesinos con niños y gallinas: desde esos muelles el joven Neruda había contemplado los atardeceres reflejados en su primer libro. Y en ese largo verano solitario de tres meses que pasé en Puerto Saavedra, población de 300 habitantes en la desembocadura del río Imperial, recorriendo solo y a caballo toda la zona, viviendo en una casa de pescadores situada en un banco de arena en el estuario, escribí los cuentos para el primer libro que osé publicar, protegido por el ala de Neruda que ya había sacralizado esos lugares.

Porque Neruda ha sido, entre muchas otras cosas, un descubridor de sitios, un inventor de casas, un niño enamorado de juguetes, un inaugurador de mitologías. Con su voz gangosa y pausada -hoy no puedo leer sus versos sin oirla repitiéndolos junto a mi oído- pronunciaba los modestos, misteriosos nombres chilenos de sitios que conocíamos y que no conocíamos, pero que pronunciados por él eran distintos, y a uno le urgía ir, de nuevo, a Chena, donde había ido mil veces, o a Pomaire, para comprobar en qué los había transformado para nuestra imaginación la palabra y la dicción nerudiana. No le gustaba hablar de literatura -en realidad rehuía a la gente que lo llevaba a ese campo-, pero sí de objetos, de antigüedades o curiosidades compradas en el Mercado de las Pulgas, en el Rastro, en Portobello, en Porta Portese, sitios de los cuales era asiduo. Y sus casas -sus increíbles casas nerudianas atestadas de colecciones y objetos que su ojo descubría en los mercados del mundo para rodearse de ellas como un niño pobre logra por fin rodearse de juguetes- aunque de gusto por lo menos discutibles, eran como una aventura en lo anecdótico de todo lo que lo rodeaba: las colecciones de botellas azules en forma de mano, de pierrot, de mazorca, de rascacielos, los libros curiosos, los mascarones de proa, las conchas. Cuando Julian Huxley, el biólogo inglés, viajó a Chile para dar un ciclo de conferencias, preguntó tímidamente si alguien conocía a un malacólogo chileno de apellido Neruda. Le dijeron que existía un poeta Neruda -que Huxley no conocía- pero nada de malacólogo. Un día llevaron a Huxley a la casa de Neruda, adornada con su fabulosa colección de conchas que para los expertos como Huxley le daba más prestigio que sus poemas, como quien lleva a un turista distinguido a conocer las glorias nacionales. Sólo allí Huxley cayó en cuenta que el Neruda poeta y el Neruda malacólogo eran una y la misma persona y se pasaron el resto de la permanencia de Huxley en Chile hablando de conchas.

En todo caso, resulta imposible no seguirle los pasos a Neruda: es como si su tránsito fuera dejando huellas, marcando objetos para recogerlos, senderos que su paso sacralizaba y era necesario seguir. Cuando se trató de aislarme para escribir la segunda mitad de Coronación -unos tres años después de Puerto Saavedra- mi impulso inmediato fue buscar un sitio nerudiano. Ya conocía a Neruda, pero no era amigo suyo: en realidad nos unía el afecto, pero nunca podré decir que fui su íntimo. Sin embargo el exterior mismo de Neruda no era nunca completamente exterior, ni el interior todo interior: al tomar algo de Neruda uno siempre tomaba algo de los dos. Me dirigí, entonces, a la Isla Negra, que no es ni isla ni negra, sino un pequeño balneario en la costa de Santiago, sacralizado por él. Allí busqué una casa, no en el pueblo sino en el campo cercano, una casa de pescadores otra vez, y en un cuarto lleno de sacos de patatas, con una puerta-ventana que se abría a un corredor circundado de pinos marítimos y mirando el mar que rompía en las negras rocas, de abajo, en seis meses terminé mi primera novela, Coronación. La comida de los pescadores era pobre: Neruda me mandaba a llamar para que, con frecuencia, compartiera su mesa; los pescadores no tenían baño: me facilitaba el suyo para que me fuera a duchar cuantas veces quisiera; me sabía voluntariamente aislado, pero me invitaba los domingos en la mañana, cuando su casa congregaba a visitantes de Santiago y del extranjero que llenaban el salón. Era una habitación curiosa, con una gran ventana apaisada, varios niveles, construida alrededor de una roca que ocupaba todo un extremo del espacio, y una chimenea que recuerdo siempre ardiendo, y repleta de objetos nerudianos relacionados con el mar: conchas y mascarones y faroles, telescopios y cuadrantes. Eran reuniones livianas, alegres, pobladas de mujeres guapas, de hombres que pese a ser de letras o de política hablaban de pesca y plantaciones o viajes. Nada le gustaba tanto a Neruda como hablar de sus amigos o de otros tiempos, de Acario Cotapos -un mito chileno que, por lo menos para mí, carece de todo interés menos cuando está iluminado por la antorcha de la imaginación de Neruda que lo transfigura-, de los inolvidables amigos de España, de Federico, sobre todo, y de otros, algunos chilenos que ni los chilenos que llenaban la habitación sabían quiénes eran, como el novelista Juan Emar, por ejemplo. En medio de una de esas reuniones, con el bravío y fragante Pacífico azotando las rocas de abajo y a veces bañando la ventana de agua salina y la sala llena de vino y de risa, Neruda se sentó a un extremo de la mesa del comedor y con su estilográfica escribió con tinta verde en papel, toda una oda, que no nos leyó. Simplemente se la guardó para corregirla más tarde. Espero que, en esos quince minutos de estro que lo visitaron en mi presencia haya escrito La oda a la cebolla, que es mi preferida entre las Odas Elementales, entre un vaso de vino pipeño y un plato de erizos con cebollas y cilantro.

Siguiendo la ruta nerudiana -las casas de Neruda, los juguetes de Neruda, las predilecciones de Neruda, se podría llenar un volumen con las cosas que nos ha enseñado a ver- lo reencuentro en París, de embajador de Salvador Allende, en el Palacio de la Rue de la Motte-Picquet. Cuando supo que Edittions du Seuil publicaba la traducción francesa de mi novela, El obsceno pájaro de la noche, y que yo no tenía dinero para viajar a Francia, me puso un telegrama: "Tienes reservadas habitaciones en Hotel Neruda por el tiempo que quieras. Trae a María Pilar". Lo último, porque era particularmente afectuoso con mi mujer, siempre la llamaba para que se sentara a su lado, gozaba viéndola bailar, y al verla no dejaba de repetirle: "Bailas con una llama que te viene del infierno. Una mujer que baila como tú, es de mi raza". Y el palacio francés se había transformado en otra casa nerudiana más: los libros comprados en el Mercado de las Pulgas -golpeaba mi puerta en la mañana de los domingos, diciendo: "Pepe, levántate y vamos a Las Pulgas", y yo lo acompañaba en estas increíbles aventuras- desde esferas de plástico transparente hasta nuevos mascarones de proa, hasta un león de peluche, con gran melena, que estaba siempre tirado en el suelo y a quien Matilde, su mujer, con frecuencia peinaba. Fue en ese salón Luis XV transformado por su parte en una especie de sucursal de la Isla Negra, que cenamos una vez con Volodia Teitelboim y Cademartori, en los momentos más negros de la UP. Se habló, entonces, de los chilenos cosmopolitas, expatriados, de la falta que hacían en Chile en ese momento. Neruda, sin contestar, le pidió a Matilde que fuera a la biblioteca y sacara un volumen recién editado en Chile, una novelita de su amigo Juan Emar, con prólogo suyo. Y lo leyó en voz alta: era una defensa, insospechada aunque lógica, del escritor expatriado, del latinoamericano europeizado, que si es buen escritor nunca deja de ser chileno: era el poeta, el gran escritor, el que viene de vuelta de todos los dogmas, defendiendo la posición extranjerizante de un escritor más joven que él, la mía, ante el autoritarismo de los partidos dogmáticos. Esa noche fue la última vez que lo vi porque partí al día siguiente y poco después, ya muy enfermo sin que nosotros lo supiéramos, partió a Chile donde no mucho después murió. Pero no. Recapitulo. No partió poco después: tuvo tiempo aún para celebrar un bullicioso cumpleaños -sus setenta años- con magia y gorros y globos y viejos amigos, en una propiedad de campo fuera de París. Y después de esa fiesta viajó a Chile y a la muerte.

 

 


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Los setenta y cinco años de Pablo Neruda.
Por José Donoso.
Fuente: Revista Proa
Buenos Aires
septiembre - octubre de 1997.