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Presentación de “Paraderos Iniciales”


Por Enrique Winter
http://www.lanzallamas.org/blog/2009/05/paraderos-iniciales-2/

 

Paraderos Iniciales compendia poemas breves que no tienen nombre pero sí lugar, como suele leerse en Raúl Hernández (Santiago, 1980). Los agrupa en ocho secciones, que bien podrían considerarse poemas, pasando éstos a ser las secciones de aquéllas, tituladas San José de Maipo, De Donde Venir, Hay una Presencia tras las Rocas, Invisible, Camino al Ingenio, Silencios, Siempre Llega un Sendero y Los Paraderos Iniciales, que dan plena cuenta de la atmósfera a la que fue a entrometerse el autor.

Quien habla en Paraderos Iniciales descubre verdades que siempre han estado al descubierto por quienes las habitan. Pero en esos ojos extranjeros no hay repetición, porque se presentan conscientes de ser ojos nuevos y desde esa perspectiva, efectivamente, descubren. En esto es analogable a La Ciudad Perdida de los Incas de Hiram Bingham, recordado como el “descubridor científico” de Machu Picchu, quien encontró lo que los agricultores no encontraban, porque no lo habían perdido. Bingham se apropia no de un lugar, menos mal, ni de un lenguaje, sino de una perspectiva. Una que conecta al distraído viajero con el pasado no menos azaroso. Ese papel de puente es el de Hernández con la naturaleza, acaso el lar cuando quien lo ve no es lárico. Él no se considera “ningún forastero peligroso / ni la mala copia de un truhán”, y su perspectiva conecta al distraído lector con esos discursos. Y si se los apropia descaradamente, es en esa falta de rostro donde el lector verosímilmente puede poner el suyo.

El primer poema, que cierra con los versos precedentes, opera como la canción One More Cup of Coffee de Bob Dylan. Del protagonista sólo se sabe que está de paso. A medida que describe lo que ve (en el caso del norteamericano también lo que sabe de quién le sirve una taza), se construye una atmósfera inquieta. Porque el héroe de la primera persona va al valle y cuesta soportar la incertidumbre de no saber a qué (“Un ave me dice a lo lejos que todo lo que hagas / será en vano, tu futuro es totalmente incierto.” termina el tercer poema). La canción se incluye en el disco Desire y es éste un libro sobre el deseo. Basten dos ejemplos: “Y si te condeno a amarme / sin tu consentimiento / es porque las mañanas son menos tibias / y el regreso más frío / que de costumbre” y “Un incendio en el cerro / imita el crepitar de nuestros corazones / y acomodas tu vestido / y presiento.” Pero el paralelo es más preciso con el Dylan anterior en nueve años, pues Paraderos Iniciales es a la obra de Raúl Hernández lo que John Wesley Harding es a aquella discografía: el calmo reencuentro con las raíces después de la tormenta política y de toma de la guitarra eléctrica. Porque en eso estaba Hernández antes de Poemas Cesantes, donde fue el flaneur que Dylan pudo permitirse entre los bares neoyorkinos de su etapa inédita. -No quiero atender más público, parecieran decir, él escondido en San José de Maipo, Dylan en una finca californiana.

Quien se retira de su espacio se descubre en el nuevo, porque allí puede verse al fin como lo otro: “Será que no reconocen a este personaje” o más adelante “Nada me refleja” y casi al final “Hay que ser otro / en los rincones de este sitio”. También carga plomos que en la capital eran plumas, en un proceso de darse cuenta de quién se es o, desde otra mirada, de qué es lo que falta: “Yo permanecí fuera de la iglesia / juntando los trozos que me quedan de religión”. Parece que sólo quien se va, quien se invisibiliza, puede concluir “que nada solucionará / todo lo malo de improviso.” Y ése es el sincero ejercicio de Hernández en San José de Maipo, tierra en la que tantos otros, como Juan Emar y Eduardo Barrios, han residido. Tierra de la que Hernández hace años volvió con revistas locales tan marginales que parecían oficialistas, en su estética pródiga en rectas y colores primos. Tierra que podría llamarse hoy la frontera, pues ahí donde termina Santiago, comienza (resiste) el sur.

En Indagación Filosófica sobre el Origen de Nuestras Ideas acerca de lo Sublime y de lo Bello, Edmund Burke asocia lo sublime a la magnificencia que genera temor y respeto. Grandilocuencia que asombra al gusto burgués, en tanto necesario para removerlo de su serenidad o, mejor dicho, de su aburrimiento. Esa estética del miedo reproduce directamente en el arte al absolutismo de mediados del siglo XVIII. Frente a esa pretensión de totalidad, atada de algún modo al sufrimiento que nos deleita, Burke redefine el concepto de belleza, al ligarla al placer e incluso a la ternura de la escala humana. Esa referencialidad es la de Hernández, propia, pero también deudora de los beat. Considero que hace con ellos una gimnasia similar a la de Claudio Bertoni (1946), rumiarlos en tanto lección de vitalidad, para luego devolverlos y quedarse con la microhistoria, no con los relatos colosales. Por ello en ambos, Bertoni y Hernández, es la nimiedad, el detalle, lo que llama al lirismo. No nos importan sus narraciones tanto como que vayan con los ojos abiertos, aunque sea, como en este caso, a recuperarse. San José de Maipo es a Hernández lo que Big Sur fue a Jack Kerouac. Pero Hernández no podría haber escrito el poema Mar, porque no le interesan las cosas grandes.

Por el contrario, es en el encierro de la residencial, doble encierro si se considera la apertura natural del entorno, donde se sitúa y se acerca, cómo no, a la muerte. Donde la lluvia, sin mojarlo, lo cala: “rebota en las puntas / de las rejas caseras / como un devenir inaudito y terminal.” Las cosas son lo que son, y no lo que se dice que son, admitiría el autor al continuar esa descripción del efecto del día lluvioso: “Es algo solamente triste / cuando las mascotas te miran / con sus ojos humedecidos / pidiendo el arrastre del concreto / y la solución / a este mar de hojas sumergidas.” Roza el temple de Carlos Pezoa Véliz en su inolvidable Tarde en el Hospital.

Tal como Merle Haggard, Hernández tiene el orgullo de los derrotados y viaja sin apuros: aunque los paraderos son lugares de aguardo para un viaje, nadie lo aguarda a él. Dice que “Alguien en algún lugar / me espera” y ese algún lugar opera como la negación de todos los lugares. Porque cuando un lugar le consta, Hernández lo nombra, y le da existencia.

El autor se encariña en vez de angustiarse con la hoja en blanco, que le enmarca los poemas como fotos. Son momentos quitados a la realidad, que aunque parezcan aliviados llevan siempre la melancolía de su firma, tan clara ya en Poemas Cesantes. Los elementos que aparecen en estos poemas son tratados con afecto, afecto que ya no necesita de la noche y del vino. Si cae de cajón la influencia de Jorge Teillier (1935) hasta en los giros sintácticos como “Es mejor abrigarse y procurar / no perder la brújula”, es en su relación con lo primigenio, “Presiento que un beso es algo necesario” nos confiesa, donde Efraín Barquero (1931) lo antecede. Como en él, la naturaleza y el hombre dialogan sin estridencia. El fondo barqueriano convive acá con formas muy distintas,que muestran el ojo de cuaderno de campo en sus dos libros publicados a la fecha. Cuando Hernández habla de los árboles es muy probable que al rato se fije en las repisas. O en la mesa, y se sienta más cerca que nadie en la generación del 2000 a William Carlos Williams. Y en este libro parecen compartir una agüita de boldo que entre sorbo y sorbo conversan entrecortadamente, sin eliminar al sujeto del poema, como los seguidores del norteamericano, que bien podrían haber sido los maestros del chileno.

Paraderos Iniciales es un libro que hace bien, en su sentido natural y obvio, como la luz del sol, porque sana. Sana de tanta pretensión pues, aunque no creo estar de acuerdo en esto, “poder respirar / es el gran poema.”

 

 

 

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Presentación de “Paraderos Iniciales”.
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