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Ozren Agnic. Allende. El hombre y el político. Memorias de un secretario privado.
Santiago de Chile: RIL editores, 2008, 324 pp.

Por Yanko González Cangas
 Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad Austral de Chile

Publicado en Atenea (Concepción), N°500, 2do. semestre de 2009



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Cuenta Ozren Agnic, que después de perder las elecciones presidenciales de 1952, 1958 y 1964, el otrora campeón universitario de box Salvador Guillermo Allende "Gossáns" – que no "Salvador Isabelino del Sagrado Corazón de Jesús Allende", como se mofaban algunos lejanos y también cercanos– solía decir a sus amigos que en su epitafio y en razón de sus continuas derrotas electorales, le escribirían "aquí yace Salvador Allende, futuro Presidente de Chile". Y cuenta, que el senador Allende al recibir a este estudiante de Ingeniería Comercial de 22 años como secretario, no pudo pronunciar Ozren, sino "Orren". Y Carmen Lazo, para descomplicarse con el acertijo eslavo, lo rebautizó en el azar como "Gonzalito", y para siempre. Quizás la memoria biográfica sea eso, un nombre como un  ficctio, siempre relativo a la representación temporal del sí mismo en los otros. Una escenificación del yo, una dramaturgia del yo que se renombra en el presente, hasta quedar brevemente en paz.

Toda memoria es social, retenemos y fijamos con la argamasa que compartimos las cadenas de experiencia que la palabra, la mirada, las relaciones de clase, o las propias convenciones sobre el recordar, nos posibilitan. Toda memoria es social, aunque por sobre ese fondo no discutible, se empina otra, la memoria colectiva, aquella memoria dividida y agonística, que ordena las memorias individuales para combatir a otras, a "lo dado", "lo fijado" de la secuela más incómoda de la memoria social: la historia. Si la memoria colectiva es refugio, atalaya y reservorio para corregir, acicalar o incordiar a la Historia, la memoria individual/biográfica no es escudo, sino cuerpo: la responsable de desbrozar, abrir y herir al descampado el "control del recuerdo" impuesto por la memoria social y su heredera, la historia.

Gran parte del libro del autor tiene ese empeño: enmendar y amplificar la vida de Allende a partir de los silencios, excusas y amnesias de la historia, del recuerdo institucionalizado. Y por cierto de la pluralidad de memorias sobre Allende, de J. Lavertski a Osvaldo Puccio; de Carlos Jorquera a Jaime Suárez y de éste a su cardiólogo Oscar Soto, entre muchas hasta ahora escritas y publicadas[1]. Sin retruécanos, ni ambiciones líricas, Agnic deja sólo y en soledad la única estética posible, la del reparo. En su parafraseo –Ozren también se llama Allende en su perfecta ventriloquia– el senador, el Presidente, el amigo-padre, se enmienda y reconstruye en esta memoria a contrapelo del estereotipo del caudillo mesocrático y populista, con "tórax de nadador" y "plumaje brillante". A contrapelo del mezquino y ambicioso, que es capaz de escindir –otra vez– al Partido, porque su Comité Central le otorga el cupo senatorial imposible del socialismo, el del "matadero político" de las elecciones de 1961 que era la circunscripción Valparaíso-Aconcagua (afrenta inédita para el líder indiscutido de la FRAP, y que finalmente termina ganando). Son muchas las caricaturas que, paciente, Ozren desmantela en la microscopía social: el del pije de yate, el que se lava las manos después de estrechar al bajo pueblo, el ebrio de whisky, el pagado de sí mismo, el que supuestamente "dejó claro" que no era presidente de todos los chilenos. Las desarma sin ostentar evidencias, sólo desmadejando las raíces del infundio en el trasiego de la vida cotidiana. Un Allende de uso, que no gusta de discursear leyendo porque lo hace mal, trastabillea y salta letras, y que, por lo mismo, desarrolla una oratoria –y una mnemotecnia– excepcional. Un político que sospecha de los sesudos tratados económicos y políticos, que (h)ojeaba de vez en cuando la teoría marxista, pero que se afana leyendo novelas policiales, de ciencia ficción –Asimov– y, curiosamente, La Biblia, que mantiene en su mesita de noche. Un parlamentario que responde a todas las cartas y que entiende anticipadamente que lo personal es político y cuyo sentido del humor –como su probidad– excede al mártir doliente y quejumbroso por las sucesivas persecuciones a su futuro presidenciable, que Agnic avezado economista, detalla sin aspavientos: millones de dólares gastados por la reacción interna –y el imperialismo norteamericano–, que no ceja en boicotear sus candidaturas desde 1952.

Ese Allende que trabaja y respira con arrojo para quedarse en la conciencia y la generosidad del otro, cuando la cocina electoral es "sabrosa", cuando el cohecho se desbarata y los "sobres brujos" –que aseguraban la victoria y perpetuación de los mismos "familiones"– se persiguen con la mano legal de Allende. El condumio no es para quejicas, cuando se combate la compra de votos y se hace campaña condimentada por la materia gris de Clodomiro Almeyda, Miguel Labarca; el empeño de Salomón Carvajal, o la parlamentaria "Negra" Lazo de copiloto y Allende en el volante. Si es aliñada con el tren de la victoria (1958) y más tarde con el bus de la victoria (1961) con un promedio de 10 discursos diarios, mal dormido y extenuado. Cuando la pequeña democracia encara la exclusión y los partidos son los mediadores legitimados entre la sociedad civil y el Estado. Cuando los partidos se publicitan con sus nombres y cuando la ambición es más republicana que "pesetera"; y cuando el escaño parlamentario podía aún ser llamado curul y los líderes hablaban y no hipaban.

Así pues, la distancia abisal entre la historia y la memoria colectiva parece evidente: mientras una se reproduce por y para el consenso interesado, la otra trabaja por y para el disentimiento. Sin embargo, entre la memoria individual, biográfica y la colectiva hay un interregno: si la memoria colectiva es el revés de la memoria histórica, la memoria individual, biográfica, aparece repentina y arbitraria en la chistera de la memoria colectiva como una extensión –obvia y coherente– de su afán y su proyecto. De ahí la posibilidad de leer una sociedad y una cultura a través de UNA memoria, en la medida que, si cada sujeto representa la reapropiación singular de lo universal social e histórico que lo circunda, podemos conocer lo social a partir de la especificidad irreductible de una praxis individual.

Pero la porfiada realidad insiste en sumar matices y evidencias para colocar a la memoria –individual, biográfica– enriquecida de anomalías y por minutos desprendida del titiritero que yace en el parapeto de la memoria colectiva. Es este el caso –mejor–, el secreto de este ex guardador de secretos del presidente Allende que ilustra cabalmente el aserto de Gramsci: "Es cierto que la autobiografía tiene un gran valor histórico, ya que muestra la vida en acto y no sólo como tendría que ser según las leyes escritas o los principios morales dominantes (…)" (1975: 1718-24)[2].

De allí que el libro sobre Salvador Allende nos abra la singularidad de otra vida: espejo que la refleja; ventana que la reelabora y devela. La vía de la vida para llegar a otras vidas. De este modo es la "excepcionalidad" que,potencialmente, alberga toda memoria biográfica, lo que la hace desafiante, habida cuenta que vulneran algunos principios determinantes de la acción social y la propia memoria colectiva. Así pues, ¿cómo acceder a ese episodio electoral de 1958 sino por la anomalía? Un hijo de inmigrante, de provincia, con un vínculo incipiente con las lógicas políticas partidarias (en su primera experiencia de campaña presidencial allendista, un joven y nervioso Ozren voceaba por Marmaduque Grove, convencido que era el postulante)…, en suma, un sujeto con una distancia generacional de proporciones en relación al propio senador Allende, termina siendo partícipe y único testigo de un gesto que anticipa en 15 años no ya la excepción, sino cierta constante de la otra vida: la rectitud y osadía del ex presidente Allende. Casi al término de la contienda electoral de 1958, que daba como ganador a Jorge Alessandri, Ibáñez le ofrece al entonces candidato Allende la realización de un autogolpe para evitar la asunción de Jorge Alessandri por la vía de imponer a Allende como presidente. En reunión secreta con generales enviados por Ibáñez –a la que asiste el secretario Ozren Agnic– éste le escucha decir a Salvador Allende:

"General, jamás, nunca en mi vida he oído tamaña insensatez y monstruosidad... Me extraña sobremanera que un general de la república se preste para ser el recadero de esta infame maniobra que me está proponiendo Ibáñez a través suyo. Tenga usted muy claro que mi vida personal es intachable y que jamás prestaré mi nombre ni mi posición para que corra sangre inocente en Chile. Lo aberrante de su mensaje es la antítesis de mis convicciones. ¿Han perdido ustedes la razón?, ¿no han meditado las consecuencias de lo que están planeando? Si el señor Ibáñez ha creído por un solo instante que puedo ser su pelele, se ha equivocado rotundamente. Por esencia, por filosofía, demostrada en la trayectoria de toda mi vida política, soy profundamente demócrata. Regresen [ustedes] por donde vinieron y díganle al señor Ibáñez que seré el primero en respetar el veredicto de las urnas, así como seré el primero en combatir cualquier intentona sediciosa en Chile, tal como denuncié en su oportunidad la actuación golpista del general y su conocida Línea Recta. Señores, han pasado 34 años y el señor Ibáñez sigue siendo el mismo golpista inmoral de 1924 (…) (p. 62).

Entre la excepción propia y la "norma" ajena, avanzan las memorias de Agnic. Después de las elecciones presidenciales de 1964 y parlamentarias de 1965, el autor desplaza la luz cenital que cae sobre Allende y la vuelve coral: en la escena aparece también –y con abultado guión– el Ozren que construyó Ozren a partir de la relación con Salvador Allende, pero ahora, sosteniendo su vida con su vida. Dedicado ya a la asistencia técnica en su especialidad (ingeniería comercial), al ejercicio libre de la profesión y su militancia socialista, la memoria biográfica se multiplica: lee con pedagogía económica las condiciones que modelan la vida cotidiana de los años 60 –desde la circulación de los primeros televisores, el precio de un paquete de cigarrillos en dinero actual, o el detallado papel de la CORFO o DIRINCO en la regulación de las desigualdades, hasta el peso de las burocracias partidarias en la maquinaria estatal. A la vez, su ojo adquiere agudeza política y fineza documental, habida cuenta que la rememoración del llamado "Gambito Frei", apenas Allende obtiene la primera mayoría, es testimonio de una de las memorias divididas mejor logradas. A partir del triunfo de Allende y el ingreso de Ozren a trabajar en el gobierno popular como director general del Banco Concepción –ejemplo y vórtice del proceso de estatización de la banca en Chile en el período–, la presentación del "sí mismo" adquiere una tesitura emocional mayor.

Los avances materializados desde la dirección del Banco Concepción para cumplir el programa de la Unidad Popular sitúan a Ozren en una memoria disputada por la conducción de un proceso posible y de una eutopía –que no utopía– cercana. A meses de contraer matrimonio –18 de septiembre de 1973– y después de ser elegido por sus méritos "personaje del año" por el diario El Sur de Concepción, deviene el Golpe social y el personal: esas mismas páginas lo acusan de ser financista del "plan Z"; de tenencia de armas y otros infundios fabricados para el exterminio, que le costaron al cuerpo de estas memorias 22 meses de tortura y apremio sistemático. Estos últimos trazos autobiográficos desplegados en la obra refuerzan una tesis algo ensombrecida por la filigrana testimonial: si la historia es la actualización del pasado, la memoria es una política del presente.

 

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NOTAS

[1] J. Lavertski escribió una biografía a los pocos años del golpe, publicada por la Editorial Progreso, Osvaldo Puccio: Un cuarto de siglo con Allende. Recuerdos de su secretario privado (1985); El Chicho Allende, de Carlos Jorquera (1990); Allende. Visión de un militante, de Jaime Suárez B. (1992); El último día de Salvador Allende, del doctor Oscar Soto (1999); entre otras.

[2] Gramsci, A. Quaderni del carcere, Torino, Einaudi, 1975.


 

 

 

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