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LA ALEGRÍA PROVISORIA DE ALFONSO ALCALDE

Por Cristián Vila Riquelme


Pablo de Rokha se suicidó con un balazo, solo, marginado, a pesar del Premio Nacional que se le otorgó tardíamente tres años antes. Conocida es la polémica que mantuvo con Huidobro y con Neruda, y los odios viscerales con este último durante toda su vida (y quien le respondía con la misma virulencia, incluso hasta mucho tiempo después que De Rokha había muerto; recordemos, nada más, esa canallada nerudiana de nombrarlo Perico de los Palothes, con h entremedio, en sus memorias).

Alguien me decía que el destino de los poetas era morirse solos, más aún si no pertenecían a camarillas ni capillas de ninguna especie. Y esto lo sabía muy bien el poeta que nos convoca, Alfonso Alcalde, quien en el prólogo de ese proyecto imposible e inconcluso que es El panorama ante nosotros, publicado en 1969 —suerte de antihistoria poética de Concepción y sus alrededores— nos lo dice de esta manera: “De todas las desdichas, ninguna como la poesía produce tanto arrobamiento, tanta llama para el consumo, pues hasta quedar reducidos a ceniza, cantamos”. Y este fue, también, el sino de De Rokha, de quien Alcalde fue un amigo y discípulo leal, y quien a su canto sumaba el ejercicio de la polémica y de la diatriba; pero como aquel que toma su oficio como un ananké, es decir, como un modo de vida en que destino y necesidad se imbrican irremediablemente a la usanza del continuum heracliteano, en el sentido en que Heráclito lo postulaba, esto es, que “el carácter es el destino”. Nos dice De Rokha, en ese libro extraordinario que es Los Gemidos:

Yo canto, canto sin querer, necesariamente, irremediablemente, fatalmente, al azar de los sucesos, como quien come, bebe o anda y porque sí; moriría si no cantase, moriría si no cantase; el acontecimiento floreal del poema estimula mis nervios sonantes, no puedo hablar, entono, pienso en canciones, no puedo hablar, no puedo hablar; las ruidosas, trascendentales epopeyas me definen e ignoro el sentido de mi flauta; aprendí a cantar siendo nebulosa, odio, odio las utilitarias labores, zafias, cuotidianas, prosaicas y amo la ociosidad ilustre de lo bello; cantar, cantar, cantar… —he ahí lo único que sabes, Pablo de Rokha.

Nos encontramos aquí con el Amor fati y con una máquina deseante en el sentido de la afirmación de lo múltiple, de lo fragmentario, de la inutilidad y del continuo sumergirse en el misterio del vivir y del morir sin culpas ni resentimientos, tal como lo expresa nuestro Alfonso Alcalde en uno de los tantos poemas emblemáticos de sus Ejercicios con el Tema de la Rosa, donde reafirma, como ya decía, a la vida como artificio, como deseo, como máscara (que como todos sabemos quiere decir persona, es decir, desde ya ocultamiento y develación) —porque la vida son las máscaras:

Creo en tu primera máscara,
la principal, fugitiva y nueva,
que te repone y queda sumergida,
la que va naciendo muerte adentro.

Es una señal, un eco, una partida,
una servidumbre que te lleva en vilo
y como la edad despoja los días
y como los días nos va vaciando.

Añoro tu memoria para refugiarte
en el mismo escombro que te hiere
cuando recién eres como una idea.

Imagen suelta, espejo sin nadie.
Un afán de ponerle vida al aire.
El aire que te rodea por venganza.

O al igual que el sino del peruano César Vallejo —no olvidemos que el peruano Vallejo se murió en Paris, el puntarenense Alcalde se murió en Tomé, el licantenino De Rokha se murió en la feísima Santiago—, que se conduele de humanidad siempre inconclusa, de algo difícil de decir o de significar, de una palabra impotente de abarcar el todo o su detalle, y sin embargo condenado, por decirlo así, a la fraternidad y a la ternura con este bicho humano eternamente en conflicto con sus semejantes:

Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… Yo no sé!

Son pocos, pero son… Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre… Pobre… pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!

Es, por lo tanto, casi una coincidencia poética que Alcalde, nacido en Punta Arenas en 1921, haya elegido su muerte en el año del centenario del nacimiento del cholo Vallejo, es decir, en ese ya casi lejano año 1992 el cual, además, marcó un controvertido quinto centenario del abusivamente llamado descubrimiento de América. Pero en relación a la coincidencia con el centenario del nacimiento de César Vallejo, se puede decir que es como si hubiera una especie de fraternidad más allá de la vida y de la muerte entre poetas cultores de la poesía y de la escritura contra viento y marea. Y en relación al supuesto descubrimiento de América, el cholo Vallejo con su cuervo se ríe a carcajadas y el amigo Alcalde con sus bienaventuranzas a los amantes de cualquier laya se suicida sin olvidar que hay que dejar su huella en las “picadas”, donde las comidas y las bebidas de Chile a la usanza rokhiana fueron su identidad, su afirmación permanente y su manera de decir que la vida se afirma y se quiere, también, con un suicidio absolutamente explicable, comprensible aunque no por eso menos doloroso.

Alcalde, como De Rokha, recorrió Chile de punta a cabo, y habiendo nacido, como ya se sabe, en Punta Arenas, vivió buena parte de su vida en Concepción y alrededores, estableció una geografía de las comidas y las bebidas de este país de desastres (para la colección de la editorial Quimantú: Nosotros los chilenos, en plena Unidad Popular y que Alfonso dirigía), y ejerció los más diversos oficios para poder escribir: hacedor de horóscopos, contrabandista de caballos, artista circense, etc. pero hay algo digno de esos personajes inolvidables del Salustio y del Trubico, de su creación, y que bien vale la pena detallar: cuando Fidel Castro aún se encontraba en la Sierra Maestra, Alcalde trabajaba como locutor en una radio de Concepción y de pronto logró la gran primicia de hacerle una entrevista radial al comandante; lo que se vino a saber mucho después es que Alfonso nunca había dialogado con el barbudo comandante, sino que había logrado captar las transmisiones de la Radio Rebelde, y grabando unas declaraciones de Fidel armó luego la cosa de tal manera que las preguntas se las hacía él, como si en verdad fuese en vivo y en directo.

Ahora bien, Alfonso comenzó con Balada para la Ciudad Muerta, en 1947, libro de poemas que el poeta catalogó muy rápidamente como demasiado temprano, tal vez, y cuyos ejemplares quemó a pesar de llevar prólogo de Pablo Neruda (y que le significó que el poeta de Parral le quitara el saludo para siempre). Siguió luego un silencio de casi 15 años, aunque quebrado por sus actividades de periodista como con aquella anécdota rememorada anteriormente, y luego aparecen, entre otros, libros como sus Variaciones sobre el Tema del Amor y de la Muerte, en 1963 y que obtiene el premio Alerce de poesía, luego sus libros de relatos El Áuriga Tristán Cardemilla en 1967, de una originalidad casi brechtiana y aquel, de una tristeza a pesar de todo afirmativa, Alegría Provisoria, en 1968, o esa joyita que es su poemario Ejercicios con el Tema de la Rosa, en 1969.

Se puede afirmar, sin duda, que su poesía es un torrente de lenguaje múltiple y abierto, del mismo modo que su prosa rescata ese lenguaje en lo marginal o lo más cotidiano (como en las entrañables Aventuras de el Salustio y el Trubico publicadas por Editorial Quimantú en 1973, y cuyo segundo relato, bajo el título La Tercera Espera, formó parte de la inolvidable obra teatral de Ictus: Tres noches de un sábado). Tal como Vallejo y como De Rokha, su búsqueda de lenguaje, la manera de vivir la escritura como acontecimiento cotidiano, su marginalidad, la pobreza, lo fueron marcando. Por eso, su muerte no pudo ser de otro modo. Tal como Vallejo que se murió de hambre, de hambre física, de hambre metafísica, de exilio, y era capaz de escribir:

Hoy me gusta la vida mucho menos,
pero siempre me gusta vivir: ya lo decía.
Casi toqué la parte de mi todo y me contuve
con un tiro en la lengua detrás de mi palabra.

Pues Vallejo tenía un rostro de piedra, tal como su modo de decir la poesía era también un rostro de piedra, como piedra son los aymaraes, los quechuas, los antiguos incas, ese sol inexplicable de Tiahuanaco:

Las piedras no ofenden; nada
codician. Tan sólo piden
amor a todos, y piden
amor aún a la Nada.

Del mismo modo que Alfonso Alcalde, que tenía un rostro de madera, era capaz de hablar como un ente volcánico —que es piedra eternizada:

Puedo blandir una antorcha, fuego,
agua que cae de bruces, drástica
la catástrofe que va en vilo, trapecio
que hurta, traba y fija su dolencia.

Dólmenes ahítos, como si la piedra
dijera: “Buenos días” y entrar, aposento,
lecho, un musgo trepador, auxilio,
hacer la vida y dejarla en un extremo.

Las piedras múltiples, vagabundas, estacionadas, pequeñas, inmensas; las piedras del gran poeta León Felipe que cantaba a la …piedra pequeña, como tú…; las piedras toscas, pulidas, testigos silenciosas de quién sabe cuánta huella, cuánto arrojo, cuánta casa. Las llovidas, las desérticas, las que el Cristo no permitió que arrojaran sobre la mujer adúltera, las que se ponía en la boca un antiguo griego para ejercer el habla, las que los suicidas náufragos se pusieron en los bolsillos para ahogarse, las que guardan musgo o insectos o algas fosilizadas, las que bordean el Estrecho de Magallanes, las de Sacsayhuamán o Machu Picchu, la de David contra Goliat, las de la Intifada... Alcalde, que como ya dije tenía el rostro de madera (de la madera antigua, llovida, la de los bosques del sur, la pulida por el mar, la de la mesa servida) le rindió a Vallejo un homenaje, el homenaje de la madera a la piedra —además que piedra y madera conforman también ese sur austral de Chile—, un homenaje supuestamente anónimo, puesto que es de una claridad fuera de dudas para cualquier conocedor de la poesía del peruano que se murió en París con aguacero:

BIENAVENTURADO
el que inmortalizó al cuervo
encima de otro cuervo.

BIENAVENTURADO
el que no le tuvo miedo
al paradero de la muerte, a su vértigo,
en su herradura hueca, al fervor de la canela, a su butaca principal,
a su ecuación patibularia,
a su sonriente socavón,
a su silencio, a la música de sus piedras.

La poesía es creación de lenguaje y también agenciamento del deseo colectivo más secreto —donde lo aconteciente se revela como lenguaje del mundo. En ese sentido, cada poeta depende de su necesidad de decir, de cómo las cosas se expresan a través de él, y de la diversidad implícita en todo lenguaje. Un poema es bueno cuando esa creación de lenguaje no es hueca formalidad o hermética mentira ni cuando las cosas no expresan nada más que no sea mero lenguaje sobre el mundo o, sencillamente, cuando el mundo como tal se resiste a expresarlo allí porque no logra encontrarse en la pura re-presentación que eso implica. Por estas razones, para Alcalde todo fue motivo de escritura, todo material era noble, todo digno de ser cantado o contado; estaba, pues, en medio del lenguaje del mundo —del hallazgo y del encantamiento. Y así lo hace, por ejemplo, en los poemas de amor más extraordinarios que se hayan escrito nunca en este país de desastres, me refiero a Variaciones sobre el Tema del Amor y de la Muerte, tanto desde el punto de vista del lenguaje como de su apertura y de su total afirmación de la vida:

AQUELLOS
que en los cuartos
circulares se encerraron
y gimieron hasta
silenciar sus ruidos
y luego partieron
y nunca más
volvieron a verse

.. .. .. .. .. .. .. .. .. EL AMOR LOS REDIMA.

AQUELLOS
que copularon
hasta exterminarse
rodeados de humo
una botella vacía, hastío
y melancolía.
                                   EL AMOR LOS RESUCITE.

AQUELLOS
que ensalzaron
sus odios, la coquetería
 y hasta la breve total
ilusión del momento,
se desnudaron
y enemigos atroces
mordiéronse estrangulados
cantando
y volvieron una y otra vez
sobre sus cuerpos
y jamás los encontraron.
                                   EL AMOR LOS PROTEJA.

AQUELLOS
suicidas
decapitados a borbotones
aún anclados dentro de la muerte,
aquellos que se devoraron
frotándose como piedras
para iniciar el primer fuego.
                                   EL AMOR LOS BENDIGA.

AQUELLOS
que abandonaron sus ropas,
las inexplicables llaves de los hogares
y borraron toda huella de vida
ultimándose uno al otro
acusándose de mutua fidelidad
y blasfemaron sobre el único
cadáver del amor.
                                   SEAN ENSALZADOS.

AQUELLOS
que abrieron sus entrañas
y luego velaron
sus enemigas bocas
                                   profundas.
                                               LOADOS SEAN.

AQUELLOS náufragos
que de rodillas
pidieron clemencia
y jadeantes aún
invadidos de tormenta
traicionaron su madero salvador
y lo quemaron, aventándolo
y sobre el fuego ardieron
frente al viento
desnudos y cenicientos.
                                   EL AMOR LOS PROTEJA.
[...]

Lamentablemente, en este largo país de desastres, como en otros, hay legiones de doctores de la ley que deciden qué se lee, qué es bueno, quién se merece ser reconocido; y hay que esperar que los poetas, los escritores se mueran o sean ya viejos o sean reconocidos en otro país para que los mismos que les hicieron el vacío o, a lo más, los mal criticaron, los ensalcen o los incluyan en alguna antología (no exagero, sólo pienso en un Fernando Alegría, en un Roberto Bolaño, en un Carlos Droguett, en la mismísima Gabriela Mistral, sin hablar de Pablo y Carlos De Rokha, Omar Cáceres, Rolando Cárdenas, Enrique Lihn, Jorge Teillier y tantos otros). El poeta Alfonso Alcalde nunca fue hombre de camarillas o capillas propias, razón por la cual nunca se lo trató como habría merecido. Si a esto le agregamos que, luego de su regreso del exilio en Rumania, se retiró a Tomé, ya tenemos un cuadro más o menos completo de sus últimos años.

Siempre recuerdo con gusto y ahora con nostalgia cuando nos recibió a principios de los 80 al pintor Raúl Schneider y a mí, que vivíamos en París y andábamos de paso por Chile, precisamente en sus “dominios” de Tomé. Esa vez nos llevó donde los pescadores a tomar el aperitivo (que consistía en pipeño blanco y jaivas) y luego fuimos a almorzar conejos y codornices en escabeche en una de las tantas “picadas” que Alfonso conocía. Pero a pesar de ser un gozador de la vida (recordemos el final de su diminuto prólogo a las Aventuras de el Salustio y el Trubico: “Se trata, entonces, de movilizar esta fortuna del humor que nos cayó en gracia para desdicha de los tontos graves y de los huevones a la vela”), de la calidez y generosidad con que daba su amistad, Alfonso tuvo siempre una visión trágica y combativa de la vida —y no podía ser de otro modo. Con todo, podemos comprender su decisión recordando un poema de Vallejo que expresa también esa fraternidad más allá de la vida y de la muerte de la que se habló más atrás:

César Vallejo ha muerto, le pegaban
 todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro

también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
!a soledad, la lluvia, los caminos...

Porque Alcalde se murió con el mismo amor de Vallejo, y se murió como su maestro De Rokha, y solidarizó con Pavese que se despidió diciendo: Verrà la morte e avra i tuoi occhi—/ questa morte che ci accompagna/ dal mattino alla sera, insonne,/ sorda, come un vecchio rimorso/ o un vizio assurdo… (“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos—/ esta muerte que nos acompaña/ desde el alba a la noche, insomne/ sorda, como un viejo remordimiento/ o un viejo defecto”…). O dicho por el mismo puntarenense, penquista, popular y refinado Alfonso Alcalde, en sus ya citadas Variaciones sobre el Tema del Amor y de la Muerte, el cual, qué duda cabe, debe de haber estado habitado toda su vida por esa negrura insondable del Estrecho de Magallanes y que lo hizo titular uno de sus libros más notables, Alegría Provisoria, y que no es, en absoluto, una especie de compendio lírico entre Neruda y De Rokha, como mal-decía —de decirlo mal— con dudosa crítica Jaime Concha, porque era mucho más que eso, si compendio hubo alguna vez, es decir, era el lirismo del desesperado, aquel lirismo de fin de mundo que Alfonso siempre tuvo:

AQUELLOS
que integraron los lisiados ejércitos
amordazados de boca, alma y tubería, los
parcos de lengua,
los débiles de dominio, los fuertes de
injusticia condenados a romperse los dientes
contra el rocío
prendidos del tiempo, de los cuerpos, de los
abismos, de los huracanes,
de los siglos, de los hijos, de la muerte
de los días, y las noches pegadas en el cielo
el cielo pegado en los ojos, la noche
incrustada en la mirada, el sol en las pupilas
huecas de las manos llenas de amor vacío.
[…]
                                   QUE EL AMOR TAMBIÉN
                                      SE APIADE DE ELLOS.


 

 

 

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