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Poe & cia.

por andrés ajens

And I said — "What is written, sweet sister,
On the door of this legended tomb?"
Ulalume, E. A. Poe.

at the Unknown Murderer’s tomb
the witch’s genius spreads...  
  Lésions Morales, K. Nolan.

   

Estando en Nueva York en 1947, Rosamel Del Valle, alias Moisés Gutiérrez –poeta del Valle Central de Chile, según la fórmula de Juan Luis Martínez–, escribe de un tirón “El hombre solo en Nueva York”. El texto, breve, publicado poco después en el diario La Nación, de Chile, habrá venido a saludar (tal Baudelaire en un pasaje célebre de Spleen de Paris) a The Man of the Crowd, de Edgar A. Poe: “Sí, señores. Soy el hombre de la multitud, de Poe. Soy el hombre que pasa entre el ruido sin que nada me toque, sin que nada me deshaga, sin que nada exterior llame a mi puerta. Sigo la corriente, si se quiere, pero voy por encima de ella como los peces sobre el agua.”

Momentáneamente en el aire, el pez (volador) presiente, con todo, que la caída en el murmullo de las olas del mundanal es sólo cosa de segundos, y que todo se juega en la gravidez leve del momentáneamente. Tal la fugaz suspensión del mundo, esto es, aquí, de la mundialización misma, del mundo: “Y heme allí con el mundo falso, con el mundo grotesco, que eso y no otra cosa es, en verdad, el mundo” (las itálicas, mías). La volada poética de Rosamel del Valle es, al menos en este aspecto, un pichintún menos naïf que la de Baudelaire (publicada ésta en 1861). Este último, gran traductor e introductor de Poe al francés, pese a catear bien la no escisión absoluta entre singularización y muchedumbre, e incluso entre poesía y prosa, persiste en defender privilegios para el poeta (metropolitano), no por nada ligados a un aristocráticamente progresista colonialismo espiritual. Conocida es, por lo demás, la poca simpatía de Baudelaire por la (envilecedora) democracia.

“Quien no sabe poblar su soledad –escribe Baudelaire–, tampoco sabe estar solo en medio de una agitada gallá” (la traducción, mía). Pero, al mismo tiempo, “el poeta goza del incomparable privilegio de poder ser, a su antojo, él mismo y otro [...] Los fundadores de colonias, los pastores de pueblos, los misioneros exiliados en los confines del mundo, sin duda saben algo de esta misteriosa embriaguez” (id.). Que el poeta goce –y recálese: en Baudelaire poeta es siempre el poeta– de privilegios no sería ajeno a una cierta teo-estética del genio, clásico artefacto del ingenio romántico, hoy, sin embargo (y esto las tecnologías comunicantes sólo lo vienen a acentuar), truco ingenuo. Asimismo: que tales privilegios pudieran consistir en la intercambiabilidad antojadiza entre un sí mismo y (un) otro no hace sino subrayar la economía simple de más de un texto baudelaireano: la ficción de la Identidad –que no tanto de la identificación, tal operación–, siendo condición sine qua non de la Alteridad es al mismo tiempo lo que permite cualquier apropiación (colonial). Con todo, lo que de veras complica la cosa, y acaso la arruine de entrada, es que dicho comercio misterioso viene marcado como efecto de “embriaguez” (‘en la curadera, sobre todo cuando ésta es radical, la obstrucción de nuestra facultad de calcular es total’).

Como es habitual en Poe, para quien la abstracción es parte del relato, “El hombre de la multitud” –es la traducción que sugiere Cortázar– se inicia con algunas consideraciones analíticas sobre la esencia secreta de todo crimen, en las que, de paso, da cuenta de su fascinación por el crudo, intraducido, y mayormente desconocido para él, idioma alemán (la historia viene también salpicada de expresiones en francés, griego y latín): “Bien se ha dicho de cierto libro alemán que er lässt sich nicht lessen – no se deja leer. Hay ciertos secretos que no se dejan expresar”. Luego se hace explícita la voz del personaje-narrador, quien alude en primera persona a un atardecer otoñal en que, gozoso de su convalecencia tras una no precisada enfermedad, hallábase en un café londinense escudriñando extasiado el ir y venir del mar humano que se desplegaba ante sus ojos: “Pegada la frente ante los cristales, ocupábame en observar la multitud, cuando de pronto se me hizo visible un rostro (el de un anciano decrépito de unos 75 u 80 años) que detuvo y absorbió al punto toda mi atención, a causa de la absoluta singularidad de su expresión [...] ‘¡Qué extraordinaria historia está escrita en ese pecho!’ me dije”. La absoluta singularidad de la expresión (the absolute idiosyncracy of its expression) no sólo habrá fascinado de golpe al narrador convaleciente, al punto de hacerle sentir un ardiente deseo de no perderle el rastro al tipejo, sino también habrá venido a alertar a su atento traductor. Pues Cortázar no sólo opta por no traducir sino también por saltarse abiertamente la comprometedora frase que viene a continuación: I felt  singulary aroused, startled, fascinated (itálicas mías).

El relato continúa con la persecución –durante una jornada completa y por varios lugares bulliciosos de Londres– del anciano de la singular expresión (referido sucesivamente como “el desconocido” [the stranger], “el errabundo” [the wanderer], “el extraño ser” [the singular being], “el extranjero” [the stranger] o simplemente ¡“el viejo”! [this old man]) por parte del narrador. Este último acabará por convencerse que el tipo en cuestión,  representa el arquetipo y genio del crimen radical, y es por ello que se niega a estar solo. De ahí su desazón, y de ahí también el epígrafe que encabeza el relato de Poe: “Ce grand malheur, de ne pouvoir être seul. – La Bruyère”. 

Poe escribió “El hombre de la multitud” en 1840, el mismo año en que dejó su trabajo de editor en el Burton's Gentleman's Magazine – por razones de incompatibilidad asaz complejas, según Cortázar; parce qu’il écrivait dans un style trop au-dessus du vulgaire, según Baudelaire (ambos ya lo habrán anotado: los personajes de Poe, vale decir, el personaje de Poe, the singular being, es Poe “mismo” – no otro).

Rosamel del Valle habrá enviado desde Nueva York al menos dos narraciones breves a La Nación, en las que cuenta en detalle cómo le siguió la pista a Poe. Pero es en un texto sobre Walt Whitman, publicado un par de años después que “El hombre solo...”, donde se concentra el relato: “Sí. Seguí paso a paso y hasta donde me fue posible la trayectoria final del autor de ‘Ulalume’ [poema, para Cortázar, nacido “del balbuceo mismo del horror”]. Estuve en el sitio mismo donde sufrió el primer ataque de delirium tremens, en la Beverly Place, no lejos de la Sexta Avenida, en el Greenwich Village, y hundí las manos en la hierba fangosa de su tumba, en el viejo cementerio de la Westminster Church, en Baltimore”. Y aludiendo a una vieja casa norteamericana, vacía, a la que había ingresado de paso, cerca de los pagos de Whitman (en Long Island), el poeta del Valle la compara con el cottage de Poe en Fordham, en las afueras de Nueva York: “Allí donde todo se quedó un día en suspenso y donde el último libro que leyó el poeta antes de partir hacia el sur permanecía abierto y como si fuese leído todavía por alguien allí invisible”.

La gracia de Poe, su nombre de entrada, su fascinación por las historias extraordinarias, recorta el Poe/ma en lo que éste aún conserva de desazonante extrañamiento artístico, técnico y/o ciberespacial – democrático o no. Fuera del agua, el pez volador –co-marcado momentáneamente en meridional constelación– habrá venido a fascinar esta vez al proprio sí mismo, tal familiar horror: I felt  singulary aroused, startled, fascinated. Lo fascinante de la mundialización en curso – de veras una entre otras – no es tanto que hoy se dé a leer predominantemente en inglés, sino, antes bien, que tal destinación recubre otra, acaso más marcante: romance, latina, como lo indica el propio término fascination (del latín fascinatio: ‘suerte y/o destino dado a alguien’). Para llegar por ahora provisoriamente a término, por caso con el anónimo autor del Atau Wallpaj p’uchukakuyninpa wankan (Chayanta, provincia de Oruro, Bolivia, s. XIX):  “Waylla Wisa, layqa runa, / imainatátaj watusúnchij / kay wátuy mana atinata”.Im/posible traslucine, del suscrito: “Waylla Wisa, farauste de los destinos, / ¿cómo traduciremos / lo imposible – de traducir?”(1)

 

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(1) Otra, traducción de Jesús Lara (Cochabamba, 1957): “Waylla Wisa, hechicero, / cómo hemos de poder interpretar / eso que se nos muestra impenetrable”, Y aun otra, de Jean-Philippe Husson (Ginebra, 2001): “Waylla Wisa, hombre de sortilegios, / ¿cómo adivinaremos / lo que es imposible de adivinar”.

 

 

 

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