No son antiguallas de los años 30, estas dos novelas reaparecidas bajo los cuidados de LOM Ediciones. Su presencia en nuestras librerías, en ligero formato y a precio asequible, viene al dedillo para recordarnos que la novela chilena no se hace a bocinazos ni nace de repente en cada generación, sino que viene construyéndose, por lo menos desde hace 140 años (La aritmética en el amor), peldaño a peldaño con el aporte —imprescindible— de muchos. Más antepasados arrastra, más auténtica es la obra de arte novelesco. ¿En Nicomedes Guzmán hay parrafadas ideológicas que hacen lastre? Sí las hay, pero en menor cuantía que tanta sandez de pretensión filosófica que embadurna ciertas novelas de éxito hoy. ¿Que al mismo Nicomedes se le escapan metaforones que quisiéramos recortar, como "un vendedor nocturno descorcha la noche con el tirabuzón de su pregón"? ¿No diremos tal vez mañana que en ciertas novelas del presente hay cursilerías, o vulgaridades, del porte de un buque? Llegado el momento de vivir más intensamente con la lectura de una novela, tales debilidades carecen de importancia. (O la tendrán en grado sumo, en otros casos, según la ley ambigua del arte de novelar).
Hijuna, publicado en Linares en 1934, y comentado ese mismo año muy favorablemente en «El Mercurio» por Raúl Silva Castro, sorprende por su estilo ágil y conciso, la rapidez en la sucesión de escenas, la efusión lírica bien medida, la técnica de novedosa movilidad narrativa, que presenta la vida diaria del barrio del Matadero a comienzos de siglo, junto con las visiones del niño Hijuna y su perro Ñato. En su ensayo sobre Carlos Sepúlveda Leyton (1895-1941), titulado Un asalto a la tradición, el escritor Jaime Valdivieso habla de uno de "los más grandes novelistas nuestros y el más experimental". Veamos un ejemplo de su lenguaje sincopado, su vena paródica y expresionista:
"Viene hecha una potrilla mi piadosa abuelita: al verla tan peripuesta nadie diría que es tan terriblemente piadosa. Ungida en dignidad, baja del lamentable coche de arriendo y hace un globo negro con sus polleras de monja. Flacos los caballos y Flaco el cochero, y flaco el pucho apagado en los labios flacos del Simón: gorda mi abuelita.
La palomilla, en cardumen, rodea el coche".
Igual plasticidad y visión impasible, tragicómica, tierna y simpática, al describir un desafío colectivo entre "ambos lados del cequión" para elevar volantines que se van cortados por el hilo curado con vidrio, los carros con animales mugiendo antes del degüello, el farolero con su escala al hombro, los tarros de duraznos rellenos de pólvora que explotan para Cuasimodo, los conatos de huelga y la gran masacre de 1905, el querido cura Miguel (León Prado), las imágenes que delira el niño enfermo.
Los hombres obscuros, de 1939 (el duende de los gazapos antedató en varios años esa fecha, en esta edición) revela a un escritor con el gran talento de imprimir un sello de verdad a todo lo que escribe, pese a limitaciones propias de un autodidacta de origen proletario. Nicomedes Guzmán (1914-1964) también murió joven, pero llegó a ser cabeza de fila de la Generación del 38, a la que contribuyó con
memorables novelas y otros textos, entre los cuales tienen primera importancia la antología Nuevos cuentistas chilenos (1941) y el excelente Autorretrato de Chile, donde reúne colaboraciones de cincuenta escritores. Los hombres obscuros es un retrato veraz y sobrecogedor, como sólo algunos rusos saben hacerlo, de un pequeño mundo miserable: el conventillo santiaguino visto desde dentro, sin la elegancia de González Vera (Vidas mínimas). sin la parquedad de Manuel Rojas (El delincuente). Con escenas y expresiones crudas y hasta coprolálicas, traspasadas a veces de ingenuo lirismo sentimental. Los hombres obscuros suele metaforizar y dar calidad humana a los efectos naturales, pero siempre sus imágenes provienen de un emocionante código de la pobreza: "Ayer al tiempo le tocó remolienda y zandunguéo por los tejados haciendo sonar sus claros zapatos de agua..." En la deliciosa, incisiva crónica novelesca Lejano Oeste, Luis Sánchez Latorre (entrañable amigo de Nicomedes Guzmán) evoca otro ejemplo: "Los cerrojos de la noche están echados. El arrabal y su chato caserío, se amodorran bajo la mano tibia de las estrellas". ¡Qué de sinestesias o fusión de sensaciones dispares! Pero cavilemos, ¿acaso el toque de queda no le echaba cerrojo a la noche?