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Retornar a Sicilia

Por Pedro Gandolfo
El Mercurio, 9 de mayo de 2006

La captura de Bernardo Provenzano, el capo mafioso, prófugo desde 1963, en las cercanías de Corleone, me trajo a la memoria un moroso viaje por Sicilia hace más de una década. Me fui quedando allí largas semanas, atraído por su arquitectura, su historia, la belleza del paisaje (era principios de marzo), la deliciosa comida y esa enorme cantidad de relatos que, a través de libros y películas, revisten cualquier cosa, lugar o persona de ecos, resplandores y vibraciones, a veces alegres y otras muchas oscuros. Y, por cierto, uno de esos elementos que se interponen ante cualquier mirada es la mafia.

Provenzano, llamado "Tío Binnu", no guarda, sin embargo, relación con la imagen del mafioso que nos proporciona la cinematografía hollywoodense. Es un rústico campesino, muy religioso (conservaba cinco biblias subrayadas con devoción, tenía un confesor y director espiritual) y el "pizzino" o papelito que se halló en su poder no contenía ordenes relativas a algún crimen, sino que se dirigía a la esposa de toda su vida: "Mi muy querida Saveria, te agradezco la ropa limpia y la comida que me mandaste". Estos rasgos, muy parecidos a los de su antecesor, también corleonense, Salvatore "Toto" Riina, son difícilmente conciliables con el monstruo asesino que cuenta el relato policial. Esta dualidad es parte del misterio de la mafia y de la atracción de Sicilia: una curiosa mezcla de luz cegadora y noche negra.

La noticia coincidió con dos lecturas muy recomendables y pertinentes: Adorable Stendhal, del siciliano Leonardo Sciascia, y Palimpsesto, del chileno Alfonso Calderón Squadritto (el segundo apellido es importante). El libro de Sciascia reúne ensayos sobre el vínculo del escritor francés con Sicilia. Stendhal, que amó profundamente Italia (nos legó sus célebres "Paseos por Roma", "Roma, Florencia y Nápoles", "Historia de la pintura italiana" y "Crónicas italianas") nunca estuvo en Sicilia, aunque deseó visitarla, planificó el viaje, hizo referencias múltiples a ella en su obra, presintió que nunca iría, y fingió ir. Sciascia revisa esa relación, intensa pero no realizada, y sus huellas en la literatura siciliana. Alfonso Calderón, a su vez, bajo un aspecto en apariencia fragmentario, construye un hermoso viaje sentimental, personal y literario a la Sicilia de sus antepasados. Sería una frivolidad referirme a aquí a él: es una obra notoria tanto por su finura y erudición como por su profundidad emocional. Como señala el subtítulo, quien lo lea, lleva a cabo, junto con el autor, un "retorno a Sicilia".

 

 

Memorias de Alfonso Calderón
Retorno a Sicilia

Por Hugo Rolando Cortés
El Mercurio de Valparaíso, 7 de mayo de 2006, p. 18

Tiene la larguísima y noble comunidad italiana en el país -especialmente en Valparaíso- un representante que, sin duda, por su alta autoridad intelectual como escritor, Premio Nacional de Literatura, la honra y prestigia. Es Alfonso Squadritto, cuyo segundo apellido engalana con su eufonía las fortalezas y particularidades de su etnia. Y lo hace saber en cada oportunidad que la conversación se desplaza hacia los recuerdos de la infancia, de su adolescencia, de las lecturas múltiples que se han metido en el alma del escritor. Y como ha viajado incesantemente, convierte el diálogo en sorprendentes lecciones que están lejos de poses fingidas y cátedras sentenciosas. Su palabra escrita, contenida en diarios de vida, recogen de la misma forma ese soplo inmaterial, aéreo, ágil, que el lector hace suyo y le permite, cautivadoramente, acompañarlo.

Ha decidido, ahora, regresar a la tierra de sus ancestros: Sicilia, tocado por la nostalgia y la curiosidad que desde muy pequeño recibió como herencia en casa de sus mayores. Han decidido ellos emigrar de ese espacio que muy pocos les ofrece como "tierra prometida" y fijan sus ojos en la lejana América para sortear el hambre, las enfermedades, la explotación, dejando atrás el mar color de vino que cantara Homero, el grito rebelde de Garibaldi o la música secreta de Verdi y de Mascagni. Y atravesado los mares, han llegado al Valparaíso del 1880 cuando las ciudad se extiende cerros arriba para instalarse, esperanzados, en un modesto almacén de esquina en el cerro Cordillera o en la subida Ecuador y, no sin esfuerzos, adquiriendo rancheríos en los laberintos de los cerros del Litre y de La Cruz.

Esta Nueva Italia haría realidad todo lo soñado para las familias que dejaban atrás la patria lejana y ausente, prendidas en sus pupilas el mapa cordial de Sicilia y de los seres que allí habían quedado, acaso con la desesperanza de no verlos nunca más. Los otros, aquellos que poblaron la vida de Alfonso Calderón, se hace necesario rescatarlo del olvido y, como una sonatina jubilosa, recitar sus nombres en estas memorias del escritor: los Squadritto, los Napoli, los Alioto, los Basile, los Baldassare, los Roncagliolo, los D'Amico, los Piraino, los Natoli, los Presciuti, los Botto, los Romano, los Canessa y tanto más.

Alfonso recorre las tierras de Sicilia; ha llegado a Toarmina, en las faldas del Etna, un cementerio sin urnas y mientras medita, la memoria se vuelve a sus vivencias de niño; entonces recuerda a su abuela María, un atardecer de 1936, cuando regresaba del colegio Tránsito Silva, en Delicias, como ella llamaba a la avenida Argentina. Hablaba del envejecimiento de la gente de Sicilia y de cómo el cuerpo perdía la humedad hasta convertir a la mujer más bella en redes de pesca maltrechas y remendadas.

Oscilan estas memorias entre referencias de lecturas, imágenes que se recortan en el escenario siciliano, reflexiones de sabiduría existencial, con las evocaciones sensibles de un pasado permanentemente presente, que el escritor maneja con elevada destreza, genio e ingenio.

Intuye la vida de sus abuelos en Milazzo, mientras nos aproxima a su estancia en Valparaíso, en alguna casa de la avenida Playa Ancha, niño todavía e incorregible por su perpetua movilidad que no conocía sosiego. Para evitar el tedio que le inundaba los días previos al colegio, en el segundo piso de una casa de calle Colón; aproximábase al balcón y desde allí arrojaba objetos hacia el vacío: escobas, ceniceros, jaulas de pájaros, con o sin ellos en su interior, un plumero, un huevo de madera que servía para poner en él los calcetines en que asomaban las "papas", todos ellos recuperados por su abuela cuando algún señor oficioso tocaba el timbre y saludaba diciendo que al niño se le habían caído desde el balcón, acaso accidentalmente. En fin, ¡ay!, todo pasa.

 

 

 


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Retornar a Sicilia.
(Palimpsesto de Alfonso Calderón).
Por Pedro Gandolfo.
El Mercurio, 9 de mayo de 2006.
Retorno a Sicilia
Por Hugo Rolando Cortés
El Mercurio de Valparaíso
7 de mayo 2006.