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Adolfo Couve
el tiempo pasa, el misterio queda

Por Sonia Lira
La Tercera Cultura, sábado 1 de marzo de 2008

El 11 de marzo se cumple una década desde que el escritor y pintor, calificado como "único" en el panorama nacional, pusiera fin a su vida en Cartagena. Al tiempo que se anuncia la traducción de sus obras al inglés, declaraciones inéditas que hizo en su última entrevista dan pistas acerca de su trágico destino.

 

 


La casona de Adolfo Couve en Cartagena rebosaba de vitalidad. Sospechar que dos meses más tarde, el 11 de marzo de 1998, el escritor y pintor se quitaría la vida, resultaba un despropósito. Las plantas de la Villa Lucía crecían bajo sus cuidados y un pájaro parlante se pavoneaba frente a las visitas con plumas coloridas, como los quitasoles del balneario.

Couve -quien había recibido el aplauso unánime de la crítica por su novela La Comedia del Arte (1995)-, aparentemente también formaba parte del coro colorinche de bañistas que colmaba la playa.

"Mira estas suculentas. Estas plantas son unas sobrevivientes, por eso siempre están verdes", comentaba mientras mostraba con orgullo de niño el jardín y piropeaba a su loro: "Se llama Valentino porque es bello".

Claro que toda la ebullición de verdes y tornasoles de esa tarde de enero se ensombreció cuando salió el tema que le obsesionaba y que terminaría por arrancarle el último aliento: la redacción de un nuevo final para La Comedia del Arte. A pesar del éxito de crítica, Couve no se conformaba con haber dejado sin cabeza al protagonista de la novela, Camondo, el pintor realista venido a menos.

"De nuevo soñé con él (Camondo) y no puedo dormir", comentaría más tarde, por teléfono, desde Cartagena, preocupado por el destino que tendría su libro, que sería publicado de manera postuma con el título Cuando Pienso en mi Falta de Cabeza (2000), como un texto independiente, y no como epílogo, que era lo que su autor quería.

El suicidio de Couve, a los 58 años, golpeó fuerte, tanto a sus conocidos como a la escena literaria nacional.

Cualquier atentado contra la propia vida arranca un grito de terrible sorpresa, por mucho que el suicida haya estado dando señas, dejando pistas.

Un ejemplo. La Comedia del Arte fue celebrada por el crítico Ignacio Valente por poseer lo que le faltaba a la narrativa chilena: "espíritu". Gracias a esta parodia del mundo del arte, protagonizada por vidas mínimas como las del fracasado pintor Camondo y su desvencijada modelo Marieta, el escritor había ingresado al mundo de lo arquetípico, de lo universal, a pesar de que su estilo calificaba de "anacrónico". Pues bien, en estas páginas Couve hablaba de un "destino sin futuro" y en la entrevista concedida a Qué Pasa dos meses antes de que se colgara desde la baranda del segundo piso dijo al pasar, pero sin poder esconder su perturbación: "Cuando uno se queda en un lugar (Cartagena, en su caso) es para esperar la muerte".

En el tintero se quedaron esa tarde y durante los diálogos telefónicos, muchos cabos sueltos, como su desconfianza de los antidepresivos. Incluso a quienes había conocido hace poco les recomendaba dejar los medicamentos y asumir la melancolía como el estado natural de un espíritu a contrapelo: "La fluoxetina (que un conocido tomaba) y todo eso no funcionan. Tapan lo feo, pero no dejan ver lo bello con naturalidad con realismo".

Y Couve era un "realista". Un "realista" que había interrumpido su tratamiento médico y para quien lo bello ocurre siempre "por el lado áspero (...) la belleza no va por lo lindo", como dijo en una entrevista con Cristian Warnken en el contexto de la Feria del Libro de Santiago de 1997. La misma muestra a la que prometería no volver: "La verdad es que a mí me gustaba más la Estación Mapocho con trenes (...) Esto otro es tan raro, con toda esa gente... y luego afuera el ruido de los autos". Má tarde agregaría: "aunque, ¿tú cree que no es difícil para mí estar aquí solo? A veces también hay ruido y no escuchas el mar".

Couve había elegido Cartagena como el Parnaso para sus personajes de La Comedia del Arte. Con el tiempo ese lugar, donde los dioses decidían el destino del pintor Camondo, de la modelo Marieta hasta el suyo propio, se había convertido en el Averno que aparece en la póstuma Cuando Pienso...

Puede que a diez años de su muerte, justo cuando su obra comienza a ser traducida al inglés (el relato El Gobernador Meneses Lisandro, por el editor Peter Robertson para The Yale Literary Review, la primera de una serie de traduciones) y su casona es lugar de peregrinaje para sus lectores; puede que justo ahora no resulte exagerado decir que su libro póstumo, donde su tozudez por alcanzar la perfección del lenguaje lo llevó a rozar -que es mejor que tocar, como él decía- la poesía que tanto admiraba y que lo arrastró a corregir una y otra vez los manuscritos con tinta roja y a quemarlos y a maldecirlos; puede que al fin se pueda afirmar que su arte le costó la vida.

Las editoriales le exigían más páginas, pero estas exigencias provocaron el efecto contrario. Después de dos años de escritura, el resultado de Cuando Pienso... fue de sólo 40 páginas. "No sabes lo que es todo esto, corregir y corregir manuscritos, quemarlos. Despertar a las cuatro de la mañana y volver a corregir y todo se vuelve más corto porque lo importante queda en tan pocas palabras, ¿qué más decir?", declaraba esa tarde de 1998.

En el prólogo del libro que no llegó a ver, Adriana Valdés explica cómo el artista buscó una expiación llevando al papel aquello que lo atormentaba: la locura. Perder la cabeza, como sugiere el título, sería "el tema espantoso de volverse loco". La conclusión de Valdés es muy lúcida, aunque, a una década de la madrugada en que Couve puso punto final a su vida, todavía resulte un misterio el último pensamiento que cruzó por su cabeza. Su querido loro Valentino nunca rompió el secreto.


 

 

 

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Por Sonia Lira.
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