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Alfonso Calderón:
Testigo de los días

Por Mario Valdovinos
Revista de Libros de El Mercurio, sábado 18 de enero de 2003




El autor chileno continúa su perseverante labor empeñada en recuperar la memoria del olvido,
tarea que comenzó en su infancia.

A partir de los nueve años, Alfonso Calderón (1930) lleva un diario, en el que anota su vínculo con el mundo. Desde los avatares del cuerpo, que esporádicamente se desplaza a París, a Grecia o a Estados Unidos, hasta los de la introspección y el ensimismamiento, propios de una mente que registra, con pasión y quebranto, el discurrir del tiempo.

El estilo, en el caso de Calderón, es, sin más, el hombre mismo. Entregado durante años al oficio tenaz de rescatar las crónicas de Joaquín Edwards Bello, quizás su personaje inolvidable, antologador y estudioso de la producción de textos, tanto chilena como universal, la tarea que ha emprendido Calderón es gigantesca y la cumple con la perseverancia de quien es acicateado cada día por la incertidumbre, propia del hombre de letras instalado en la dialéctica del poder y el vacío.

Ajeno a la perversa costumbre de falsear y magnificar, que se atribuía a sí mismo Borges, el tono de sus escritos alcanza con frecuencia momentos deslumbrantes en la originalidad del comentario, en la lucidez y certeza con las que evoca o presentiza algún rasgo de lo que ve o recuerda, a la manera de un viaje por el mundo de la memoria, poblado de siluetas, ángeles y demonios.

La voz que redacta cada fragmento es sinuosa: puede ser afirmativa y optimista, como, dos días después, evanescente y escéptica, en especial cuando esta última característica se refiere a la misión autoimpuesta: ¿Para qué llevar un diario? ¿Es ésta mi obra? ¿Por qué no se hacen presentes las musas poesías?

Las virtuales respuestas corren por cuenta del lector(a), quien puede hacer un catastro de los instantes de infortunio que atraviesan a este hablante/testigo, obsesionado por combatir la abolición del recuerdo:

"¿Y qué ocurre con las máscaras que pueden mudar mi verdadero yo en las páginas de mis 'Diarios'? Tal vez sean una forma de evitarme la lectura de mi propio dolor, o para no dejar tan al desnudo la desmesura que me aqueja". (7/V/1994).

A veces la voz, desprovista de tono oracular, se vuelca a la observación de autores y de obras; en este sentido, sus alusiones a Nietzsche y a Kafka son constantes; también a Martín Cerda, a Camus, a Henry James, al jazz, a la música clásica, al diálogo memorizado en la oscuridad de una sala de cine, hasta constituir un horizonte de referencias culturales que no roza la pedantería, sino que aparecen como el ámbito natural y el entorno cotidiano de un grafómano, de un maniático textual.

Calderón esquiva el fardo de estar obligado a ser ingenioso todos los días y exhibe signos de desaliento, pero, al día siguiente, reaparece premunido de una nueva energía y confiere a su Traje de arlequín la alternativa de lectura propia de una novela, estructurada alrededor de un personaje altamente reflexivo y lúcido, exento de soberbia, ira y pedantería, aunque, según una sicóloga amiga, sus tendencias son más bien narcicistas, proclives a la intransigencia y a la fidelidad a sí mismo. (26/VII/95).

Así delinea su perfil, su arquitectónica del gusto, el riesgo de la pasión y de la amenaza de vivir y erige su escritura como una cifra del mundo. Abundan las citas, el devenir mirado desde una u otra orilla, los rostros y sus máscaras, partiendo por las propias, las huellas de un fantasma que recorre su cuarto, poblado de los papeles de sus próximos días, de sus diarios venideros, cuya lectura resulta, a estas alturas, insoslayable.


Traje de arlequín
Alfonso Calderón
RIL Editores, Santiago, 2002
502 páginas.

 

 



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Alfonso Calderón: Testigo de los días.
Por Mario Valdovinos.
Fuente: Revista de Libros de El Mercurio
sábado 18 de enero de 2003.