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Recordando a Adolfo Couve
Un outsider muy particular


Por Gonzalo Díaz
Revista de Libros de El Mercurio, Viernes 29 de Julio de 2005.

 

Escéptico radical, con un inagotable talento para el escarnio y de una autoexigencia que lo podía llevar a quemar sus telas. Así recuerda el artista visual Gonzalo Díaz al autor de "La lección de pintura" en el prólogo de "Escritos sobre arte" (Ediciones U. Diego Portales), recopilación de ensayos en los que Couve pasa revista a famosas obras clásicas.

En 1964, mientras cursaba el 6° año de Humanidades, tomé clases de dibujo con Couve con el propósito de preparar el examen de admisión a la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile. En las tardes de los fines de semana, durante 4 o 5 horas debía dibujar con carboncillo y a mano alzada una pequeña estatua de Narciso —los ejes del cuerpo y sus desplazamientos, la gravedad de la pose, la economía en la representación de la figura—, formas geométricas de yeso y paños blancos dispuestos con afección modélica, en el subterráneo de una casa de la calle Guardia Vieja repleto con las obras del recientemente fallecido don Pablo Burchard.

Dos o tres años después, fui alumno del "taller de Augusto Eguiluz", donde Couve era ayudante y donde más tarde llegó a ser profesor a causa del fallecimiento del "heredero de la cátedra de don Juan Francisco González". Por esa época, septiembre de 1969, año cargado por la reforma universitaria, por el incendio del Palacio de Bellas Artes y por los aires de revolución en la calle, llegué a ser ayudante del ahora "taller de Couve", mediante concurso público de oposición, cuyos paralelos eran los talleres de Balmes y Pedraza, en donde ejercí como tal hasta el año 1975, fecha en la que Couve deja de hacer clases de pintura trasladándose al Departamento de Teoría e Historia de las Artes. Este mismo año, la propia Escuela de Bellas Artes se traslada desde el Parque Forestal y otros locales céntricos al potrero de Las Encinas de Macul, dejando en el camino —plena dictadura— la mayor parte de "la mejor colección de Sudamérica de copias de yeso" de la estatuaria griega, romana y renacentista.

Los vaivenes y terrores biograficos de Couve conformaban y dictaban su metodología pedagógica. Enseñaba (en los cursos de iniciación a la pintura de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile) mediante un programa muy preciso y escalonado, que separaba en cada trabajo un concepto principal de la pintura: valores (blanco y negro, intensidades de la luz), valor-color (el color sometido a las deformidades tonales de la luz), modelado de la media tinta (color local de los objetos), cualidades antagónicas de la luz y la sombra (opacidad y transparencia, pastas y tintas, calidez y frialdad, pasajes y pantallas), administración del color puro, etcétera. Ambicionaba formular un programa de taller de tal forma que sus modelos de trabajo fueran susceptibles de ser fijados en maquetas que se guardaran en bandejas numeradas en un estante.

A los estudiantes les hacía indicaciones de carácter magistral dictadas po un escepticismo a ultranza, referidas, más que al trabajo de taller, al arte y a la vida artística en general, dejando en ellos la impresión de un outsider que hablaba desde una honda experiencia. Las correcciones particulares de los trabajos se basaban siempre en el chiste y el escarnio, cuestión para la que Couve tenía un extraño e inagotable talento, método que ponía descarnadamente a la vista los errores y carencias enormes de esos trabajos escolares. La misma vena de descreimiento conservador la usaba en contra del arte contemporáneo, asignándoles sin embargo a algunas obras de reciente aparición el valor de la heroicidad, aunque propia de obreros. Tenía una rara e inorgánica predilección por la energía y falta de compromisos históricos del arte norteamericano —Pollock, Kline y Warhol, sobre todo— y odiaba a Duchamp, a quien consideraba un meteco y un "adicto a la flojera". De Beuys decía que era como todos los alemanes: loco, revolucionario y romántico religioso.

En los inicios del gobierno de la Unidad Popular, Couve pintaba una serie de telas de mediano formato (en el recuerdo serían de 1.80 x 2 metros), cuyo tema —"el tema es el opio del pueblo", repetía siempre Couve— era la llegada del hombre a la Luna. "Modernidad ultratecnificada" y "pertinencia pictórica" era, creo, lo que buscaba establecer. Pretendía trasladar a la representación de esas figuras fotográficas y astronáuticas, sometidas a una luz estridente sin atmósfera, las maneras con que el Tiziano solucionaba los brillos metálicos de las corazas, los drapeados de seda, la gravedad de las felpas, la organicidad esquemática de los brocatos y los objetos cotidianos, que en este caso debían ser reemplazados por poses alejadas de todo lirismo retórico, por máquinas de sofisticada tecnología, instrumentos espaciales y trajes de materiales sintéticos. Podría dramatizar, ubicando el momento exacto en que Couve abandona la pintura, en una especie de autoapuesta que se hizo estando yo presente: pintando una de esas telas, que por lo demás estaba en un estado bastante avanzado, espetó teatralmente como si la propia Historia lo escuchara: ¡si no doy de un sólo brochazo con el brillo del casco — se refería al brillo del visor de vidrio negro de dicho adminículo espacial — dejo de pintar para siempre!, lanzando enseguida una gruesa y decisiva pincelada con blanco empastado, cuya impronta pictórica no solo quedó fuera de tono, sino de forma, de estructura y de lugar. Esa misma tarde ardían telas de lino y bastidores hechos añico en un sitio eriazo que colindaba con su moderna casa de Guardia Vieja, casa que enfrentaba a la del Presidente de la República, don Salvador Allende, quien lo elevara en una escena pública llena de reporteros internacionales a la categoría de "artista libre". Mientras alimentaba la pira con otras telas menores de mejores épocas, repetía Couve, apoyado en una gestualidad operática, cuestiones amargas acerca de la inutilidad de la pintura y de la superioridad visual de la fotografía, el cine y
la televisión.

Mi opinión sobre la pintura de Couve no difiere demasiado de la que él mismo tenía. Nunca consideró como una obra el conjunto de sus cuadros; los entendía como ejercicios que ponían a prueba cada vez la capacidad de la conciencia de mantener, por un determinado fragmento de tiempo, la pupila activada en una percepción pura fuera de todo pensamiento, en un estado propiamente pictórico, hasta justo antes de que se cuelen en esa especie de intuición cromática y bidimensional el nombre y la jerarquía óntica, por decirlo así, de los objetos, de los cuerpos graves, de los fenómenos visibles. Su propio programa, su pretensión, equiparó lo nimio de ese fragmento de tiempo en que, según Couve, "se le daba el estado de gracia" con lo ínfimo y fragmentario de sus cuadros. Era menos humillante abandonar esa práctica ausente de musas y dedicarse a "cercar la realidad", a dar con ella mediante las dificultades de una economía de escritura restringida.

 
 

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