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En Tontilandia
Jenaro Prieto

La alegría del pesimista

Por Alejandra Costamagna


El número 2380 de la calle Moneda, entre Cumming y Bulnes, corresponde a una casa de tres pisos, murallas sólidas y techos altos, construida a comienzos del siglo pasado por los arquitectos Carlos y Alberto Cruz Eyzaguirre. Parece un milagro que la propiedad sobreviva hoy a los ronquidos demoledores de las grúas que invaden Santiago. En uno de los muros inferiores hay un grafiti de plantilla que dice: Frente a la realidad burguesa, anarquización extrema de las relaciones sociales. Se ve que es un mensaje reciente, anónimo, incidental. Más arriba, en el borde superior de la fachada, una inscripción antigua, grabada en el cemento y firmada con una "P", resiste realidades anarcas y burguesas, soporta cambios de lenguaje, de humor y de época; desafía, incluso, la polución y la reciente fiebre constructora santiaguina. Dice: Ayuntáronse para alzar aquestos sillares los deudos e las deudas. "P", el firmante, y antiguo propietario de Moneda 2380, era un hombre de apariencia tradicional y reticente a la innovación que sin embargo refrescó y sacudió con su palabra afilada la prensa y la literatura chilenas de la primera mitad del siglo pasado. Bisnieto del Presidente José Joaquín Prieto, adicto al humo de la cachimba, el mayor de doce hermanos, caricaturista y pintor aficionado, peatón, desertor de una lechería, novelista de filiación pirandelliana, abogado titulado con una tesis sobre la hipnosis en los juicios criminales, diputado por el Partido Conservador entre 1932 y 1936, enemigo de vanidades literarias, periodista de oficio y a muy visible honra, detractor del modernismo y la poesía de vanguardia, cara de Cristo de anticuario (según Joaquín Edwards Bello), satírico y chistoso en sus crónicas (según consta precisamente en este volumen), naturalmente gracioso en la vida cotidiana según sus hijos, censurado, creyente, contribuyente, republicano, antisolemne, antirradical, antifascista, antinerudiano, antimistraliano, antirrascacielos, anticorrecto, Jenaro Prieto fue ante todo un pesimista feliz de serlo.

"Como en el mundo las desgracias se presentan con más frecuencia que las dichas, el pesimista tiene un amplio y fecundo campo de felicidad", escribió en plena Depresión de los años treinta, cuando la crisis económica mundial convulsionaba a Chile y ser optimista no era una decisión del todo inoportuna. Pero la lógica de Jenaro Prieto no era precisamente la de la oportunidad: "Las tristezas, los fracasos, las desilusiones que tanto abaten a los optimistas, son para el pesimista accidentes con los cuales contaba de antemano y que le proporcionan el agrado de confirmar sus predicciones. Cada esperanza que se apaga brinda al pesimista el mismo goce intelectual que el eclipse de un astro al sabio que lo ha anunciado".

En sus cincuenta y siete años de vida (1889-1946), Prieto publicó dos novelas (Un muerto de mal criterio y la exitosa El socio, que nació como una idea de guión cinematográfico para Jorge "Coke" Délano, y que alguna vez Raúl Ruiz quiso llevar al teatro) y cientos de columnas y crónicas en El Diario Ilustrado, donde trabajó desde 1915 hasta el día de su muerte. Aparecidas en la sección "Al pasar", siempre firmadas por "P", sus notas sacaban tantas chispas como carcajadas. Prieto tenía opinión. Y le importaba un bledo quedar bien o mal con sus contemporáneos. Tras el desengaño con la abogacía ("después me he ido desilusionando de casi todas las cosas en este mundo") y de un par de malogrados empleos en una lechería y en la Bolsa de Comercio, el hombre optó por lo sano: encendió su trasnochada pipa y se aplicó con el periodismo. "A cada chupada, soy un poquito más cadáver que antes", escribió mientras fumaba. Y completó así su autodefensa viciosa: "Es un suicidio lento que tiene la ventaja de no recaer en las disposiciones punitivas del Código. Además, yo no lo hago por matarme sino por escribir. En el fondo de cada pipa hay un artículo". En el fondo de cada pipa de Prieto lo que hubo, en realidad, fue una foto y otra foto y otra foto de su propio álbum de la historia de Chile: el documento de una época vista con ojos fiscalizadores, refinadamente críticos, y sin duda parciales.

Ya lo vaticinaba el periodista Carlos Silva Vildósola en 1931, en el prólogo de una temprana recopilación de artículos de Prieto, Con sordina: "Cuando alguien, en veinte o treinta años más, quiera saber lo que fueron ciertas formas de gobierno y las modas en que las mujeres lo recortaban todo, melenas y faldas, y las ventas a plazo, y las doctrinas políticas de los señores Edwards Matte, y los superávit y los rotarios que declararon miembro de su corporación a Arturo Prat; cuando todo esto parezca fantasía, algún sabio escarbador hallará este libro, y en él la revelación de una época".

Veinte, treinta y hasta setenta y cinco años han pasado desde entonces, y las crónicas de "P" siguen ahí, sin perder ni una pizca de frescura. "Calladito el loro" se llama una de ellas. Que es justamente lo que su autor jamás hará: si Jenaro Prieto fuma y escribe y fuma y escribe, es justamente para no callarse la boca. Para que su cotorreo se escuche. Crónicas como grafitis que no se borran. Prieto como un grafitero rabioso que sin embargo nunca muerde el anzuelo del lamento, ni pierde el sentido del humor. Al ridículo responde con más y mejor ridículo; ante medidas que juzga absurdas ofrece soluciones mucho más absurdas. El sarcasmo es su herramienta para mofarse de lo que juzga inadecuado, erróneo o desatinado. Y la actitud mordaz lo deja expuesto al juicio público pero lo salva de dos grandes riesgos: el lamento del tonto grave y el chistecito de digestión ligera. Jenaro Prieto habla de Chile y de sus gobernantes sin pelos en la lengua, pero también hace analogías con el reino animal, o escribe mensajes apócrifos de personajes reales, o inventa lugares y seres indeseables cuyas semejanzas con la realidad no son mera coincidencia. Como sea, el loro nunca se calla. Y las plumas de este loro están recubiertas de un humor tan oscuro como agudo. Un humor que apuesta por la doble lectura y consigue pasar mentiras por verdades, pifias por aplausos, garrotazos por piropos: cualquier gato por liebre. Acaso sea el humor propio de los pesimistas felices.

Una de las invenciones más populares del escritor fue la isla de Tontilandia y su capital Cretinópolis, una suerte de espejo parodiado del Chile de la época. A este lugar llega un náufrago despistado que, crónica tras crónica, fisgonea entre los vicios y los hábitos idiosincrásicos de los tontilandeses, y saca sus conclusiones: "La enfermedad nacional en Tontilandia es el bostezo crónico. Todo el mundo anda aburrido, hasta el punto de que cuando un tontilandés se ríe, se presume de derecho que está ebrio y los guardianes lo llevan a la policía. Con la permanencia en la comisaría y la consiguiente multa, el desdichado deja de reírse y toma el aire profundamente triste de sus conciudadanos. Entonces se le declara en estado normal y se le deja en libertad. Esta tristeza nacional es el mayor encanto de la capital de la isla y las autoridades hacen cuanto está de su parte para mantenerlo".

Si hay algo que importó a Prieto en su vida profesional fue la libertad de expresión. Paradójicamente, buena parte de sus artículos fueron revisados punto por punto y coma por coma antes de ser publicados. Durante los años veinte y treinta la prensa chilena estuvo severamente controlada por los gobiernos de turno (especialmente el de Ibáñez), y la censura pasó a ser casi un hábito. El conservador Diario Ilustrado no se salvó de las arbitrariedades, y muchas veces debió restringir su cobertura o descartar textos que podían ofender a las autoridades. Aunque Prieto sabía que sus columnas estaban en la mira de los censores, nunca bajó del todo la guardia. Si la censura era una orden, él acataba. Pero antes escribía que acataba la orden que no le permitía escribir lo que ahora estaba escribiendo. Y así publicaba cartas a su censor, se lamentaba de no sufrir mayores prohibiciones y exponía con entusiasmo las bondades de las medidas restrictivas: "Por primera vez en mi vida escribo bajo la censura militar, y les aseguro a ustedes que no hay nada más agradable (…). Cuando este diario fue clausurado por primera vez -lo confieso con dolor-, dudé de que se tratara de una medida estratégica; cuando fue clausurado por segunda vez no creí que fuera un llamado a la concordia. ¡Era un incrédulo, un burlón, un escéptico! Ahora, gracias a la censura, tengo fe".

Crítico y duro especialmente contra Alessandri Palma (y sus perros), Ibáñez del Campo y los gobiernos del Frente Popular, en sus artículos el cronista aludió a todo lo que le provocara desconcierto, risa, malestar o irritación. Y, aunque la mayor parte de las veces se trataba de asuntos políticos, también pasaron por su juicio la mala reputación de los piojos ("La gente es muy injusta con el pobre bichito del exantemático: abusan de él porque es chico, vive en barrio modesto y carece de protectores influyentes"), la peregrina incorporación del sonido en el cine ("La voz les queda grande y en su acento hay modulaciones cavernosas que suenan a hueco"), las nuevas tendencias artísticas ("No cabe duda de que la poesía de vanguardia es más fácil de escribir que de entender. De ahí que la admiración que antes se tributaba a los poetas, haya hoy que reservarla íntegramente a los lectores"), los atrevimientos de un Marcel Proust que recién llegaba a Chile ("Hace el efecto, no de que trata de buscar el tiempo perdido, sino de que escribe para perder el tiempo y hacérselo perder a los demás") y otros asuntos de actualidad que encendían la chispa del incólume Prieto.

Hasta hoy sus columnas se habían reunido en cuatro compilaciones: Pluma en ristre (1925, Imprenta Chile), Con sordina (1931, Editorial Nascimento), Humo de pipa (1955, Editorial del Pacífico) y Antología humorística (1973, Editora Nacional Gabriela Mistral). Este nuevo libro recoge las notas que mejor perfilan las ideas del autor en sus tres décadas como columnista de punto fijo. Para allanar la lectura, se han ordenado en secciones temáticas que, si bien pueden parecer arbitrarias, permiten enfocar con mayor precisión las imágenes dispersas. Naturalmente, se puede estar o no de acuerdo con las opiniones del autor. Eso a él lo tendría sin cuidado. Lo importante, acaso lo único importante para Jenaro Prieto, era opinar libremente. Porque estaba convencido de que las palabras eran armas del pensamiento con más alcance que todas las medidas administrativas, los decretos-leyes, los edificios en altura, los militares golpistas, las metáforas sin uso, la incipiente aviación, el periodismo dirigido, los impuestos, las crisis mundiales, las deudas, los deudos y las mil y una desilusiones que tanto abatían a los optimistas. Las palabras de Prieto sacaban humo; el humo de Prieto sacaba palabras. Y, entre palabras y humos, el pesimista feliz no hizo más que rastrear eclipses donde el sol ni pensaba en asomarse.

 



En Tontilandia

Jenaro Prieto
Prólogo, selección y notas de Alejandra Costamagna

Sinopsis:
Novelista de filiación pirandelliana, periodista de oficio, caricaturista y pintor aficionado, desertor de una lechería, diputado conservador, abogado, creyente, contribuyente, republicano, antisolemne, antirradical, antifascista, antinerudiano, antimistraliano, anticorrecto y antirrascacielos, Jenaro Prieto, el pesimista feliz, escribió cientos de columnas y crónicas en El Diario Ilustrado, donde trabajó desde 1915 hasta el día de su muerte, en 1946.

La sátira, el sarcasmo y la caricatura social fueron las armas predilectas de este fumador de pipa con cara de Cristo de anticuario. Y así sus notas, siempre firmadas por "P", siempre referidas a la actualidad política o a la sociedad de la época, sacaban tantas chispas como carcajadas. Sin morder jamás el anzuelo del lamento ni perder el sentido del humor, al ridículo Prieto respondía con más y mejor ridículo; ante medidas que juzgaba absurdas, ofrecía soluciones mucho más absurdas.

En Tontilandia reúne los mejores textos del autor en sus tres décadas como cronista de punto fijo. Son más de ciento veinte crónicas y columnas que, sesenta u ochenta años después de que fueran escritas, no han perdido una pizca de frescura.

Jenaro Prieto Letelier (Santiago, 1889 - Fundo El Convento, 1946), era abogado de profesión (se graduó en 1912 con una tesis sobre hipnotismo y derecho), pero en 1915 entró en la redacción del periódico conservador El Diario Ilustrado de Santiago y allí se quedó hasta un día antes de su muerte, el 5 de marzo de 1946.

Sus geniales columnas y crónicas reflejan un talento envidiable para la sátira política o de costumbres, talento sustentado en su gran capacidad de observación y un ácido sentido del humor. En ellas se ríe por parejo y sin descanso de los funcionarios de gobierno y sus decretos absurdos, de economistas, parlamentarios, periodistas y tinterillos, así como de las modas de la sociedad santiaguina, las literarias y las otras; de hecho, para los lectores actuales gran parte de la diversión reside en comprobar cómo algunas de sus sátiras se aplican punto por punto a situaciones contemporáneas.

Pero el célebre autor de las novelas Un muerto de mal criterio, La casa vieja y en particular El socio (traducida a dieciséis idiomas) fue además un escritor popular, un superventas de su tiempo y una personalidad pública casi a su pesar. En 1932, tras la campaña "Hágame la cruz y llegaré al Congreso", resultó electo diputado de Santiago por el Partido Conservador, responsabilidad que asumió sin mucho entusiasmo.

El refinado ingenio que Jenaro Prieto despliega en El socio explican la popularidad de esta novela cómica hasta nuestros días. La historia ha inspirado varias obras cinematográficas y televisivas, entre ellas el filme francés L' Associé (1979), de René Gainville, con Michel Serrault como protagonista, y el estadounidense The Associate (1996), de Donald Petrie, con Whoopi Goldberg; ambos con guión de Jean-Claude Carrière.

Colección Dulce Patria es una colección de interés patrimonial que presenta al público de hoy crónicas y narrativa de autores chilenos del siglo XIX y primera mitad del XX.

Los dos primeros títulos de la colección son En Tontilandia, de Jenaro Prieto, y Recuerdos del pasado, de Vicente Pérez Rosales.

Colección financiada con el aporte del Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura.





 

 

 

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La alegría del pesimista.
"En Tontilandia" de Jenaro Prieto.
Prólogo de Alejandra Costamagna.