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Adolfo Couve: La Lección de Pintura


Por Ignacio Valente
El Mercurio, 16 de marzo de 1980


La tercera novela de Adolfo Couve (Editorial Pomaire) señala un nivel de madurez superior dentro de su propia línea, que por cierto diverge de todas las tendencias actuales de la narrativa chilena y aun se les opone. Este quijote de nuestra novela sigue empeñado, a contrapelo del tiempo y del espacio, en escribir una prosa flaubertiana e intemporal, muy depurada, sobre asuntos inactuales, con argumentos que discurren en línea recta, modelo de precisión y brevedad, como si no hubieran existido Proust, Kafka ni Joyce. ¿Quién comienza hoy un relato con frase como ésta: "La ciudad de Llay-Llay se extingue poco a poco en una interminable avenida de palmeras que acompañan al viajero hasta el puente de la droguería, lugar donde comienza la carretera..."?

Creemos estar en el siglo pasado, y más cuando se presenta a los personajes, no en medio de la acción o el diálogo y a través de ellos, sino con presentación formal previa: la madre soltera que pasa por viuda, su hijo Augusto, el farmacéutico que al mismo tiempo es, en las tertulias de su despacho, el promotor cultural y artístico del pequeño lugar, los demás contertulios ... El lineal argumento sigue los pasos de Augusto como un niño prodigio de la pintura, a quien el boticario toma bajo su tutela, enviandolo a clases de artes plásticas a Viña del Mar, en el palacio Vergara, donde una dudosa y chillona artista en decadencia le enseña conocimientos inútiles y el muchacho sigue intuitivamente su extemporánea vocación, el perfeccionismo neoclásico, ajeno a las vanguardias que lo circundan. De paso, se nos describe con el mismo estilo conciso y leve el nuevo ambiente familiar de los De Moráis, el proustiano hogar —hecho de residuos del pasado— donde el niño vive y crece con su habitual mudez en la misteriosa soledad del verdadero artista.

Desde el comienzo se hace sentir la condición de pintor del propio Couve, perito en descripciones minuciosas de carácter plástico, que alcanzan en la palabra una aguda evidencia visual: "Sucédense allí en forma alternada profundas sombras y luminosas zonas de sol, tan intensas estas últimas que en ellas casi se pierde la calidad de la tierra. Las aves de corral, en cambio, más inquietas, cruzan veloces hacia la luz, recuperando de golpe sus nítidas siluetas". Hay un agudo sentido de observación del detalle en esta prosa, que rehuye las generalizaciones, los tonos patéticos y aun cualquier resonancia de los sentimientos personales del autor, para enfocar con exactitud a ratos dolorosa los ambientes, gestos y mínimos pormenores, a la vez escuetos y graves, armónicamente neoclásicos como el propio estilo plástico del protagonista.

Los personajes, de los cuales se nos entrega una sicología muy sumaria y de pocos trazos esenciales, muestran, más que su propia y escasa personalidad, la sistemática preferencia del autor por las pequeñas gentes, los seres marginales, los destinos carentes de toda importancia. Así son todos los hombrecillos de esta novela, en su ínfimo contorno provinciano; el farmacéutico que en un rincón suburbano del mundo combina el comercio con la erudición pictórica y el mediocre dominio del violín, los casi anónimos contertulios, el beato y deteriorado señor De Moráis, residuo escrupuloso de un pasado de incierta gloria, la estridente y frustrada profesora de pintura... La nota no es nunca sórdida, como en la mayoría de nuestros narradores; se trata más bien de lo conmovedoramente pequeño, de los seres insignificantes que nunca contarán en este mundo, de quienes viven y mueren sin pena ni gloria.

¿Qué hay detrás de esa pintura detallada de los gestos mínimos de seres minúsculos? La elección no es fortuita. Algo esconde ese rescate de la pequeñez humana a través de una precisión descriptiva y formal a todas luces excesiva para su ínfima materia. Ocurre como si justamente ese trascender del estilo sobre el contenido, del significado formal sóbre la insignificancia de los caracteres, encerrara un enigma importante para el autor, una plusvalía llena de sentido. No es fácil interpretar esa trascendencia. Si se me permite un juego de palabras, diría que ella apunta hacia la Trascendencia.

El autor de personajes se asocia de algún modo oblicuo, en esta novela, al Autor de las personas y del mundo sólo mediante esa plusvalía del acto creador sobre la materia creada. Los hombres, frente a Dios, son poco y nada. Couve se esmera en el juego casi divino de crear seres insignificantes con una precisión trascendental, como si sólo así pudiera participar de la primera fuente creadora. La desproporción es justamente su acceso a lo divino. Los pequeños seres de su novela, siendo unos nadie, alcanzan cierta extraña grandeza sólo por la exagerada finura estilística de quien les dio el ser, así como sólo por su origen divino encuentra grandeza esa pobre vanidad que es el hombre. Conste que no expongo mi propia teología sino la de Couve, la que trasparenta su creación.

De modo que su aparente neutralidad afectiva esconde, en lo profundo, una ternura grande hacia la condición humana, sentida como vanidad de vanidades. ¿No es pura vanidad el acontecer de estas creaturillas que se hacen ilusiones sin mayor fundamento? Así parece sentirlo el autor; la complacencia de su estilo en tales personajes deriva de experimentar que son vanos y, por eso mismo, conmovedores. Si tuvieran caracteres de mayor peso intrínseco no se los amaría; el autor no se siente creador sino rescatándolos de su intrínseca nada a través de la palabra, ella sí poderosa y superior. Percibo una teología triste detrás de este relato: se tiende a Dios, pero no a un Dios que engrandece a su creatura al producirla a su imagen y semejanza. He aquí el paradójico jansenismo de esta novela que tiene tanto de teologal: tras su odisea de la forma y del corazón, del artista y del hombre, se percibe el desesperado intento de rescatar la pequeñez de la vida, porque tal vez se siente que su profunda vanidad es lo único que tenemos; que el misterio llamado realidad no es, en este mundo, más que eso: gestos, personajes solitarios, instantes pasajeros. Esta enigmática teología del Dios presente-ausente me parece la clave de una obra extraña, bien hecha, singularmente delicada y leve, que se aparta de los cánones actuales no sólo por el estilo, sino también por la naturaleza de su búsqueda metafísica.

 

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"Mi libro no es `la lección de pintura´; es la lección de la vida. La novela muestra que nadie le arrebata a uno su talento que surge en cualquier parte y al que colaboran los demás. Pero la persona que lo logra, debe saber que eso tiene un precio y ese precio es la soledad."

Adolfo Couve ...............

Adolfo Couve nació en Valparaíso en 1940. Hizo sus estudios primarios y secundarios en el colegio San Ignacio de Santiago. Estudió pintura en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile. Posteriormente en el Art Students League de Nueva York y en Ecole Nationale des Beaux Arts, París. Desde 1963 hasta el año 1975 ejerció primero como ayudante y posteriormente como titular de cátedra en Pintura e Historia del Arte. Actualmente es profesor de Historia del Arte en la Universidad de Chile. Adolfo Couve ha publicado: Alamiro (1965), En los desórdenes de Junio (1968), El picadero (1974), El tren de cuerda y El Parque (1976), La lección de pintura (1979), y numerosos artículos en diferentes revistas y periódicos.

 

Adolfo Couve
La Lección de Pintura

Editorial Pomaire
Tercera Edición - abril de 1982

 

 

 

 


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Adolfo Couve: La Lección de Pintura,
por Ignacio Valente,
Fuente: El Mercurio,
16 de Marzo de 1980.