La tercera novela de Adolfo Couve (Editorial Pomaire) señala 
            un nivel de madurez superior dentro de su propia línea, que 
            por cierto diverge de todas las tendencias actuales de la narrativa 
            chilena y aun se les opone. Este quijote de nuestra novela sigue empeñado, 
            a contrapelo del tiempo 
y 
            del espacio, en escribir una prosa flaubertiana e intemporal, muy 
            depurada, sobre asuntos inactuales, con argumentos que discurren en 
            línea recta, modelo de precisión y brevedad, como si 
            no hubieran existido Proust, Kafka ni Joyce. ¿Quién 
            comienza hoy un relato con frase como ésta: "La ciudad 
            de Llay-Llay se extingue poco a poco en una interminable avenida de 
            palmeras que acompañan al viajero hasta el puente de la droguería, 
            lugar donde comienza la carretera..."?
            
            Creemos estar en el siglo pasado, y más cuando se presenta 
            a los personajes, no en medio de la acción o el diálogo 
            y a través de ellos, sino con presentación formal previa: 
            la madre soltera que pasa por viuda, su hijo Augusto, el farmacéutico 
            que al mismo tiempo es, en las tertulias de su despacho, el promotor 
            cultural y artístico del pequeño lugar, los demás 
            contertulios ... El lineal argumento sigue los pasos de Augusto como 
            un niño prodigio de la pintura, a quien el boticario toma bajo 
            su tutela, enviandolo a clases de artes plásticas a Viña 
            del Mar, en el palacio Vergara, donde una dudosa y chillona artista 
            en decadencia le enseña conocimientos inútiles y el 
            muchacho sigue intuitivamente su extemporánea vocación, 
            el perfeccionismo neoclásico, ajeno a las vanguardias que lo 
            circundan. De paso, se nos describe con el mismo estilo conciso y 
            leve el nuevo ambiente familiar de los De Moráis, el proustiano 
            hogar —hecho de residuos del pasado— donde el niño vive y crece 
            con su habitual mudez en la misteriosa soledad del verdadero artista.
            
            Desde el comienzo se hace sentir la condición de pintor del 
            propio Couve, perito en descripciones minuciosas de carácter 
            plástico, que alcanzan en la palabra una aguda evidencia visual: 
            "Sucédense allí en forma alternada profundas sombras 
            y luminosas zonas de sol, tan intensas estas últimas que en 
            ellas casi se pierde la calidad de la tierra. Las aves de corral, 
            en cambio, más inquietas, cruzan veloces hacia la luz, recuperando 
            de golpe sus nítidas siluetas". Hay un agudo sentido de 
            observación del detalle en esta prosa, que rehuye las generalizaciones, 
            los tonos patéticos y aun cualquier resonancia de los sentimientos 
            personales del autor, para enfocar con exactitud a ratos dolorosa 
            los ambientes, gestos y mínimos pormenores, a la vez escuetos 
            y graves, armónicamente neoclásicos como el propio estilo 
            plástico del protagonista.
            
            Los personajes, de los cuales se nos entrega una sicología 
            muy sumaria y de pocos trazos esenciales, muestran, más que 
            su propia y escasa personalidad, la sistemática preferencia 
            del autor por las pequeñas gentes, los seres marginales, los 
            destinos carentes de toda importancia. Así son todos los hombrecillos 
            de esta novela, en su ínfimo contorno provinciano; el farmacéutico 
            que en un rincón suburbano del mundo combina el comercio con 
            la erudición pictórica y el mediocre dominio del violín, 
            los casi anónimos contertulios, el beato y deteriorado señor 
            De Moráis, residuo escrupuloso de un pasado de incierta gloria, 
            la estridente y frustrada profesora de pintura... La nota no es nunca 
            sórdida, como en la mayoría de nuestros narradores; 
            se trata más bien de lo conmovedoramente pequeño, de 
            los seres insignificantes que nunca contarán en este mundo, 
            de quienes viven y mueren sin pena ni gloria.
            
            ¿Qué hay detrás de esa pintura detallada de los 
            gestos mínimos de seres minúsculos? La elección 
            no es fortuita. Algo esconde ese rescate de la pequeñez humana 
            a través de una precisión descriptiva y formal a todas 
            luces excesiva para su ínfima materia. Ocurre como si justamente 
            ese trascender del estilo sobre el contenido, del significado formal 
            sóbre la insignificancia de los caracteres, encerrara un enigma 
            importante para el autor, una plusvalía llena de sentido. No 
            es fácil interpretar esa trascendencia. Si se me permite un 
            juego de palabras, diría que ella apunta hacia la Trascendencia.
            
            El autor de personajes se asocia de algún modo oblicuo, en 
            esta novela, al Autor de las personas y del mundo sólo mediante 
            esa plusvalía del acto creador sobre la materia creada. Los 
            hombres, frente a Dios, son poco y nada. Couve se esmera en el juego 
            casi divino de crear seres insignificantes con una precisión 
            trascendental, como si sólo así pudiera participar de 
            la primera fuente creadora. La desproporción es justamente 
            su acceso a lo divino. Los pequeños seres de su novela, siendo 
            unos nadie, alcanzan cierta extraña grandeza sólo por 
            la exagerada finura estilística de quien les dio el ser, así 
            como sólo por su origen divino encuentra grandeza esa pobre 
            vanidad que es el hombre. Conste que no expongo mi propia teología 
            sino la de Couve, la que trasparenta su creación.
            
            De modo que su aparente neutralidad afectiva esconde, en lo profundo, 
            una ternura grande hacia la condición humana, sentida como 
            vanidad de vanidades. ¿No es pura vanidad el acontecer de estas 
            creaturillas que se hacen ilusiones sin mayor fundamento? Así 
            parece sentirlo el autor; la complacencia de su estilo en tales personajes 
            deriva de experimentar que son vanos y, por eso mismo, conmovedores. 
            Si tuvieran caracteres de mayor peso intrínseco no se los amaría; 
            el autor no se siente creador sino rescatándolos de su intrínseca 
            nada a través de la palabra, ella sí poderosa y superior. 
            Percibo una teología triste detrás de este relato: se 
            tiende a Dios, pero no a un Dios que engrandece a su creatura al producirla 
            a su imagen y semejanza. He aquí el paradójico jansenismo 
            de esta novela que tiene tanto de teologal: tras su odisea de la forma 
            y del corazón, del artista y del hombre, se percibe el desesperado 
            intento de rescatar la pequeñez de la vida, porque tal vez 
            se siente que su profunda vanidad es lo único que tenemos; 
            que el misterio llamado realidad no es, en este mundo, más 
            que eso: gestos, personajes solitarios, instantes pasajeros. Esta 
            enigmática teología del Dios presente-ausente me parece 
            la clave de una obra extraña, bien hecha, singularmente delicada 
            y leve, que se aparta de los cánones actuales no sólo 
            por el estilo, sino también por la naturaleza de su búsqueda 
            metafísica.
           
          * * * *** * * * 
           
          
"Mi 
            libro no es `la lección de pintura´; es la lección 
            de la vida. La novela muestra que nadie le arrebata a uno su talento 
            que surge en cualquier parte y al que colaboran los demás. 
            Pero la persona que lo logra, debe saber que eso tiene un precio y 
            ese precio es la soledad."
          Adolfo Couve ...............
          Adolfo Couve nació 
            en Valparaíso en 1940. Hizo sus estudios primarios y secundarios 
            en el colegio San Ignacio de Santiago. Estudió pintura en la 
            Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile. Posteriormente 
            en el Art Students League de Nueva York y en Ecole Nationale des Beaux 
            Arts, París. Desde 1963 hasta el año 1975 ejerció 
            primero como ayudante y posteriormente como titular de cátedra 
            en Pintura e Historia del Arte. Actualmente es profesor de Historia 
            del Arte en la Universidad de Chile. Adolfo Couve ha publicado: Alamiro 
            (1965), En los desórdenes de Junio (1968), El picadero (1974), 
            El tren de cuerda y El Parque (1976), La lección de pintura 
            (1979), y numerosos artículos en diferentes revistas y periódicos.
           
          Adolfo Couve
            La Lección de Pintura
            Editorial Pomaire
            Tercera Edición - abril de 1982