Proyecto Patrimonio - 2004 | index | Adolfo Couve | Autores |


El Pasaje. La Copia de Yeso
Adolfo Couve. Editorial Planeta, Santiago 1989, 138 páginas

El Pintor Que Se Hizo Novelista


Por Ignacio Valente
Revista de Libros de El Mercurio, 20 de agosto de 1989.


Adolfo Couve (1940) es un singular autor de novelas cortas, que después de un silencio de diez años publica dos piezas de este género o nouvelles, muy diferente la una de la otra: memorable la primera, más convencional la segunda.

El Pasaje nos presenta a una anciana de vejez inaceptada, propietaria de una docena de modestas casas de arriendo, y espectadora de la vida desde esa inexorable atalaya. Hace contrapunto con ella la arrendataria de la casa E, una mujer madura, entre vulgar y resuelta, áspera de día, romántica al atardecer y supuestamente sensual de noche. Entre ambas mujeres deambula como perdido un niño, de suprema dignidad en su patético desamparo.

Lo primero que llama la atención es la morosidad que el autor desarrolla en la descripción de lugares y gestos. Pronto se cae en la cuenta de que esta demora descriptiva, a ratos excesiva en la revelación de los objetos y sus luces y sombras, responde al designio creador de iluminarlos con el tenue resplandor de una luz interior que los transfigura. Lugares y gestos, lentamente develados unos y otros por esa luz paciente, nos inician en el secreto de un puñado de vidas mínimas, traídas y llevadas por un destino inclemente.

La prosa de Couve, como siempre, escueta y precisa, casi dolorosamente exacta en el dibujo de los perfiles arrancados a esa luminosidad interna. Ciertas anticipaciones del futuro —asi a propósito del primer encuentro de ambas mujeres— sugieren al narrador sabelotodo, pero esta primera impresión del punto de vista omnisciente se desvanece rápido, tal como la impresión de objetividad propia del nouveau román que por un momento parece dominante, y luego se transforma en mera sobriedad narrativa, más allá de todo aire de escuela. Couve es atípico y está fuera de toda moda: escribe como si no hubieran existido Joyce ni Kafka ni Faulkner; en su esencialidad clásica, casi no parece latinoamericano ni contemporáneo.

Esas vidas mínimas del modesto pasaje de casas de arriendo son, en la pluma de nuestro autor, seres perdidos en la inmensidad de un mundo profano ya que no profanado. A ratos estos caracteres parecen brotar de las novelas de Balzac o de Flaubert, reforzando una impresión muy de siglo XIX. Pero pronto se echa de ver en ellos la impronta más personal y característica de Couve: sus creaturas revelan la distante pero conmovedora complicidad del autor hacia la condición humana: pobres seres humanos prisioneros de sus destinos, fugaces figuras del drama considerable de estar vivos y de sobrevivirse a sí mismos con el paso devastador del tiempo.

Puede engañar la aparente simplicidad de esos caracteres, pero el lector advertido notará que sus cargas de humanidad llegan desde muy lejos, desde zonas oscuras de la existencia que penosamente se abren paso hacia la morosidad, antes apuntada, de sus gestos vitales y de los lugares que pueblan con su existencia azarosa. En el caso de los objetos, esa demora descriptiva —a ratos exagerada— muestra a las claras la aguda sensibilidad de Couve, novelista y pintor, hacia el mundo de los ojos, las luces y las formas.

Los episodios son breves, y a veces terminan en forma tan abrupta que parecen inconclusos, pero no sin dejar flotando en el aire un aura de misterio, de enigmático inacabamiento. Así también termina la nouvelle, que se ajusta a los requisitos exactos del género: no tiene envergadura de novela, pero la continuidad de su argumento —la vida en torno al pasaje— supera las dimensiones y hechuras del simple cuento. Es que detrás de esa fachada de acontecimientos escasos, de peripecias de poca monta, de cierre brusco, queda aleteando la sensación de una tristeza indefinible que envuelve a esos seres efímeros, casi insignificantes y con todo recortados por una luz poderosa en sus perfiles esenciales.

La segunda novela corta La Copia de Yeso, nos transporta a un horizonte muy diverso: a la Francia del siglo pasado, donde el sobrino del embajador chileno narra en primera persona su odisea parisina dirigiéndose a Leticia, su amada de Santiago, según la convención narrativa de la correspondencia epistolar. Al revés de lo que ocurre en la novela anterior, aquí hay mundo, y aires, e importancia. Estas vidas no son mínimas, si bien se empequeñecen ante la presunta grandeza de la corte real: "Reyes, distancias, gentío, miseria, vanidad, diferencias". Lo curioso es que, habiendo mundo en este relato, no hay en cambio la atmósfera del primero.

La narración está del todo inserta en el género del epistolario amoroso, si bien este género es aquí un poco más que un pretexto para narrar la odisea del protagonista, y para hacerlo en forma de entregas sucesivas. El relato en primera persona es nervioso, subjetivo y aun apasionado, a diferencia de la serena voz narrativa en tercera persona de la novela inicial. Es curioso, pero la primera persona no permite aquí esa patética compasión por la naturaleza humana, ni esa complicidad tierna de El Pasaje.

La objetividad es ahora paradójicamente mayor, hasta llegar a la casi neutralidad, y tanto más cuanto mayor es el patetismo que quiere transmitir el autor de las cartas. Tampoco aquí pasa nada especial, y sin embargo, las menudencias vitales no trascienden hacia otro plano más rotundo de la realidad, como acontece en la primera novela. Esta es más plana, y su escritura es más unidimensional, carente de vibraciones internas.

Las sorpresas de un joven chileno en el París de mediados del siglo pasado son más convencionales que las peripecias de la arrendataria de la casa E en el pasaje de marras. Tantos chilenos en París han visto lo mismo, por más que Couve lo exprese con ingenio. Hay demasiadas concesiones al lugar común, al turismo, a la crónica de vida social o diplomática o de viajes, al epistolario de ocasión, etc., sin que estas escrituras rescaten una visión personal de los hechos o un mundo de patética humanidad, como ocurre en El Pasaje. Al cabo de esta historia los personajes no dejan, como suspendida en la tenue atmósfera, la memorable huella de su paso fugaz.

La novela termina en la inconclusión, con un añadido —el hallazgo de las cartas años después— que no agrega ni quita nada a la imperfección del relato. Bien, muy bien por la primera nouvelle de este retorno de Couve a las letras, no asi por la segunda, que no está a la altura de su real talento como novelista.

 

* * *

 

Texto Escogido

"Margarita Plana atendía sólo por las mañanas. Primero tomaba su desayuno en cama, envuelta en una bata rosa deshilachada en las mangas, y luego, ante su peinador —regalo de soltera—, observaba su rostro cruelmente deteriorado. Allí, frente a lo irreparable, se dolia de la manera violenta y sin consideraciones con que la vejez la habia tratado. Tal vez por la calidad fina de su piel, los años habían impreso aquellos surcos profundos y verticales en sus mejillas, junto a la comisura de los labios, y en su blanca frente. Otras ancianas no mostraban ese maltrato exagerado. Por ello, las sirvientas de su edad eran para la señora Margarita motivo de secreta envidia, y al dirigirles la palabra, se confundía contemplando una lozanía más duradera que la suya. Antes de que la tristeza de sí misma conmoviera su corazón, introducía los dedos en innumerables potes y cajas de cosméticos, cargaba de negro sus grandes párpados y se cubría con pintura, para así desviar la atención de los que la rodeaban. Vestía, a causa de su viudez, de luto riguroso".

 

 


Proyecto Patrimonio— Año 2004 
A Página Principal
| A Archivo Adolfo Couve | A Archivo de Autores |

www.letras.s5.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez S.
e-mail: oso301@hotmail.com
Adolfo Couve: El pintor que se hizo novelista,
por Ignacio Valente,
Fuente: Revista de Libros de El Mercurio,
20 de agosto de 1989.