Adolfo Couve (1940) es un singular autor de novelas cortas, 
            que después de un silencio de diez años publica dos 
            piezas de este género o nouvelles, muy diferente la 
            una de la otra: memorable la 
primera, 
            más convencional la segunda.
            
            El Pasaje nos presenta a una anciana de vejez inaceptada, propietaria 
            de una docena de modestas casas de arriendo, y espectadora de la vida 
            desde esa inexorable atalaya. Hace contrapunto con ella la arrendataria 
            de la casa E, una mujer madura, entre vulgar y resuelta, áspera 
            de día, romántica al atardecer y supuestamente sensual 
            de noche. Entre ambas mujeres deambula como perdido un niño, 
            de suprema dignidad en su patético desamparo.
          Lo primero que llama la atención es la morosidad 
            que el autor desarrolla en la descripción de lugares y gestos. 
            Pronto se cae en la cuenta de que esta demora descriptiva, a ratos 
            excesiva en la revelación de los objetos y sus luces y sombras, 
            responde al designio creador de iluminarlos con el tenue resplandor 
            de una luz interior que los transfigura. Lugares y gestos, lentamente 
            develados unos y otros por esa luz paciente, nos inician en el secreto 
            de un puñado de vidas mínimas, traídas y llevadas 
            por un destino inclemente.
          La prosa de Couve, como siempre, escueta y precisa, casi 
            dolorosamente exacta en el dibujo de los perfiles arrancados a esa 
            luminosidad interna. Ciertas anticipaciones del futuro —asi a propósito
            del primer encuentro de ambas mujeres— sugieren al narrador sabelotodo, 
            pero esta primera impresión del punto de vista omnisciente 
            se desvanece rápido, tal como la impresión de objetividad 
            propia del nouveau román que por un momento parece dominante, 
            y luego se transforma en mera
            sobriedad narrativa, más allá de todo aire de escuela. 
            Couve es atípico y está fuera de toda moda: escribe 
            como si no hubieran existido Joyce ni Kafka ni Faulkner; en su esencialidad 
            clásica, casi no parece latinoamericano ni contemporáneo.
          Esas vidas mínimas del modesto pasaje de casas 
            de arriendo son, en la pluma de nuestro autor, seres perdidos en la 
            inmensidad de un mundo profano ya que no profanado. A ratos estos 
            caracteres parecen brotar de las novelas de Balzac o de Flaubert, 
            reforzando una impresión muy de siglo XIX. Pero pronto se echa 
            de ver en ellos la impronta más personal y característica 
            de Couve: sus creaturas revelan la distante pero conmovedora complicidad 
            del autor hacia la condición humana: pobres seres humanos prisioneros 
            de sus destinos, fugaces figuras del drama considerable de estar vivos 
            y de sobrevivirse a sí mismos con el paso devastador del tiempo.
          Puede engañar la aparente simplicidad de esos caracteres, 
            pero el lector advertido notará que sus cargas de humanidad 
            llegan desde muy lejos, desde zonas oscuras de la existencia que penosamente 
            se abren paso hacia la morosidad, antes apuntada, de sus gestos vitales 
            y de los lugares que pueblan
            con su existencia azarosa. En el caso de los objetos, esa demora descriptiva 
            —a ratos exagerada— muestra a las claras la aguda sensibilidad de 
            Couve, novelista y pintor, hacia el mundo de los ojos, las luces y 
            las formas.
          Los episodios son breves, y a veces terminan en forma 
            tan abrupta que parecen inconclusos, pero no sin dejar flotando en 
            el aire un aura de misterio, de enigmático inacabamiento. Así 
            también termina la nouvelle, que se ajusta a los requisitos 
            exactos del género: no tiene envergadura de novela, pero la 
            continuidad de su argumento —la vida en torno al pasaje— supera las 
            dimensiones y hechuras del simple cuento. Es que detrás de 
            esa fachada de acontecimientos escasos, de peripecias de poca monta, 
            de cierre brusco, queda aleteando la sensación de una tristeza 
            indefinible que envuelve a esos seres efímeros, casi insignificantes 
            y con todo recortados por una luz poderosa en sus perfiles esenciales.
          La segunda novela corta La Copia de Yeso, nos transporta 
            a un horizonte muy diverso: a la Francia del siglo pasado, donde el 
            sobrino del embajador chileno narra en primera persona su odisea parisina 
            dirigiéndose a Leticia, su amada de Santiago, según 
            la convención narrativa de la correspondencia epistolar. Al 
            revés de lo que ocurre en la novela anterior, aquí hay 
            mundo, y aires, e importancia. Estas vidas no son mínimas, 
            si bien se empequeñecen ante la presunta grandeza de la corte 
            real: "Reyes, distancias, gentío, miseria, vanidad, diferencias". 
            Lo curioso es que, habiendo mundo en este relato, no hay en cambio 
            la atmósfera del primero.
            
            La narración está del todo inserta en el género 
            del epistolario amoroso, si bien este género es aquí 
            un poco más que un pretexto para narrar la odisea del protagonista, 
            y para hacerlo en forma de entregas sucesivas. El relato en primera 
            persona es nervioso, subjetivo y aun apasionado, a diferencia de la 
            serena voz narrativa en tercera persona de la novela inicial. Es curioso, 
            pero la primera persona no permite aquí esa patética 
            compasión por la naturaleza humana, ni esa complicidad tierna 
            de El Pasaje.
          La objetividad es ahora paradójicamente mayor, 
            hasta llegar a la casi neutralidad, y tanto más cuanto mayor 
            es el patetismo que quiere transmitir el autor de las cartas. Tampoco 
            aquí pasa nada especial, y sin embargo, las menudencias vitales 
            no trascienden hacia otro plano más rotundo de la realidad, 
            como acontece en la primera novela. Esta es más plana, y su 
            escritura es más unidimensional, carente de vibraciones internas.
          Las sorpresas de un joven chileno en el París de 
            mediados del siglo pasado son más convencionales que las peripecias 
            de la arrendataria de la casa E en el pasaje de marras. Tantos chilenos 
            en París han visto lo mismo, por más que Couve lo exprese 
            con ingenio. Hay demasiadas concesiones al lugar común, al 
            turismo, a la crónica de vida social o diplomática o 
            de viajes, al epistolario de ocasión, etc., sin que estas escrituras 
            rescaten una visión personal de los hechos o un mundo de patética 
            humanidad, como ocurre en El Pasaje. Al cabo de esta historia los 
            personajes no dejan, como suspendida en la tenue atmósfera, 
            la memorable huella de su paso fugaz.
          La novela termina en la inconclusión, con un añadido 
            —el hallazgo de las cartas años después— que no agrega 
            ni quita nada a la imperfección del relato. Bien, muy bien 
            por la primera nouvelle de este retorno de Couve a las letras, 
            no asi por la segunda, que no está a la altura de su real talento 
            como novelista. 
           
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          Texto Escogido
            
            "Margarita Plana atendía sólo por las mañanas. 
            Primero tomaba su desayuno en cama, envuelta en una bata rosa deshilachada 
            en las mangas, y luego, ante su peinador —regalo de soltera—, observaba 
            su rostro cruelmente deteriorado. Allí, frente a lo irreparable, 
            se dolia de la manera violenta y sin consideraciones con que la vejez 
            la habia tratado. Tal vez por la calidad fina de su piel, los años 
            habían impreso aquellos surcos profundos y verticales en sus 
            mejillas, junto a la comisura de los labios, y en su blanca frente. 
            Otras ancianas no mostraban ese maltrato exagerado. Por ello, las 
            sirvientas de su edad eran para la señora Margarita motivo 
            de secreta envidia, y al dirigirles la palabra, se confundía 
            contemplando una lozanía más duradera que la suya. Antes 
            de que la tristeza de sí misma conmoviera su corazón, 
            introducía los dedos en innumerables potes y cajas de cosméticos, 
            cargaba de negro sus grandes párpados y se cubría con 
            pintura, para así desviar la atención de los que la 
            rodeaban. Vestía, a causa de su viudez, de luto riguroso".