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Herman Hesse
Pacifista, libertario y visionario

Por Alfonso Calderón
Pluma y Pincel N°4 abril de 1983



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En los últimos años de su vida (1877 -1962), aún parecía Herman Hesse sentirse poco seguro de sí mismo, no trepidando en referirse a su producción literaria como a algo surgido "de la debilidad, del sufrimiento, no de una arrogancia complacida", y en autodenominarse "el último mono de la cuadrilla". Perdida la fe en su aptitud para formular una concepción del mundo "de una manera apta para ser comunicada a los demás", se fue a la tumba con sola una certidumbre, la de haberle ganado la batalla "a la estúpida realidad", convicción que le vino de una permanente lectura de Lao Tsé, del I Ching y de sus propias búsquedas.

A veinte años de su muerte, nuevos libros recogen prosa fragmentaria suya o contribuyen a clasificar temáticamente las formas de su pensamiento, poniéndolo a la altura de los tiempos. En "Pequeñas Alegrías" (1975), en "Obstinación" (1977), en "Lectura para minutos" (1979), y en "Escritos políticos" (1980), Hesse amonesta, duda, impreca, ofrece pistas del ser alemán,  en una serie de textos que permiten ver a ese perpetuo hombre inestable, a mitad de camino entre el pánico y la beatitud, seguro, eso sí, de que el oficio del poeta no consiste en "mostrar caminos", sino en "despertar la nostalgia".

¿Qué es la realidad para Hesse? Algo muy simple: aquello "con lo que no se puede estar satisfecho bajo ninguna circunstancia, que no se puede alabar y adorar en ningún caso, puesto que es lo casual, lo decadente de la vida. Y no hay modo de transformar esta sórdida, siempre engañosa y aburrida realidad, como no sea negándola, demostrando que somos más fuertes que ella". Lo cierto es que Hesse no fue un hombre feliz, como pretendiera desprenderse de las glorias del desasimiento que se nota en la composición de algunos de sus héroes de novela. Intentó suicidarse, en la adolescencia. Le produjo un notorio desánimo la cultura escolar. Era "un muchacho difícil y travieso" y buscaba constantemente en el poema, en el pincel, en el bosquejo, un ajuste de cuentas con la visible realidad alemana, con su arrogante idea imperial, con los resabios del orden junker, con las ordenanzas postbismarckianas.

En los días de la Gran Guerra (1914-1918), por el hecho de ser pacifista se le tuvo por desequilibrado, casi por un paria social, o no-patriota, que hacía ascos a la vorágine recusable y estentórea del germanismo avasallador. Desde joven buscó vivir y saber, y supo que ello no era fácil. Le encantaban los desafíos coloristas de la naturaleza y un día, a orillas del lago Constanza, vio al conde Zeppelin "sacar de paseo sus dirigibles" y no encontró nada tan bello "como probarlos uno mismo y viajar un par de horas suspendido en el aire". Librero, crítico literario, lector por placer, devoraba a Jean Paul, a Herodoto, a Goethe y a Plutarco. "Si no fuera por el olvido, la más indispensable de todas las facultades, mi cabeza parecería una librería", apunta.

Le encantó un personaje como Grock, ese sublime payaso que subyugó al mundo en los primeros decenios de este siglo, con su sobretodo a cuadros, la sonrisa candorosa y un diminuto violín. Defendió al Jack London alemán, un novelista popular llamado Karl May (uno de los escritores que amaba Hitler, según dice John Toland en su magnífico libro sobre el Fuhrer). "Siempre oí decir a la gente entendida" -escribe Hesse- "que era un mal autor y un emborronador..., y bien, ya lo conozco y recomiendo de todo corazón sus obras a las personas amantes de regalar libros a los jóvenes. Son fantásticos, invariables, bárbaros, de una estructura sana y espléndida, algo completamente fresco e ingenuo a pesar de su técnica ligera. ¡Que influencia habrán ejercido en la juventud! Si hubiera vivido la guerra y hubiese sido pacifista, ningún muchachito de dieciséis años se hubiera alistado".

Ensalzó a Kafka y señaló que "El Castillo" no sólo vale en la medida de que su mundo se abre en "el hechizo y la riqueza de relaciones de un sueño con auténtica lógica onírica", sino también por el vigor de una "prosa alemana de singular pulcritud y autoridad". Ideológicamente, Hesse fue un socialdemócrata primitivo que derivó -por la vía del Oriente y de su escepticismo- hacia una forma de anonadamiento. Las guerras lo sacaban de quicio y provocábanle un paroxismo antibélico.

No amó al burgués ni al guerrero y lo apostrofó con vigor expresionista, si se cree al Harry Haller de "El Lobo Estepario" (1927), quien deseaba retorcer el pescuezo de "unos cuantos representantes del orden burgués en el mundo, pues lo que odiaba, detestaba y maldecía con toda mi alma era sobre todo esa satisfacción, esa lozanía, ese bienestar, ese optimismo pulcro del burgués y ese cultivo pingue y saludable de lo mediocre, lo normal y lo corriente". La fama del escritor comenzó con "Peter Camenzid" (1904), y en 1919, "Demián", firmado con el seudónimo de Emil Sinclair, enfervorizó a la juventud, en los albores de la república de Weimar.

El militarismo le irritaba y sabía que el hombre "tal y como lo crea la naturaleza, es imprevisible, opaco, hostil. Es un torrente que desciende de un monte desconocido y una selva virgen sin camino ni orden. Y así como hay que talar, limpiar y contener por la fuerza una selva, así tiene la escuela que quebrar, vencer y contener por la fuerza al hombre en estado natural; su obligación es convertirlo en un miembro útil a la sociedad según principios aprobados por la superioridad y despertar en él las cualidades que luego, más adelante, tendrán como culminación la cuidadosa disciplina del cuartel".

En 1922 publicó "Siddharta", libro del cual Henry Miller dijo que constituía para él "una medicina más eficaz que el Nuevo Testamento". En 1930, "Narciso y Goldmundo"  surgió como un bello alegato significativo acerca del arte. Su obra maestra fue el hermoso y complejo "El Juego de Abalorios" (1932-1943). Casi al unísono, en el Tercer Reich, toda su literatura pasó a ser declarada "indeseable". Sintió los tiempos que venían. "Lástima que nosotros ya no lleguemos a ver cómo los heroicos intentos del hombre moderno de simplificarse hasta ser una bestia, se derrumban con todas sus consecuencias. De cualquier forma, no dudo de que, dentro de un tiempo previsible, el hombre volverá a probar de andar sobre dos pies, en vez de cuatro patas. Quizás lo haga ya sobre nuestras tumbas, pero valdrá la pena. La tensión de hoy no puede durar eternamente", observó en abril de 1939.

Sabe de la alianza entre el militarismo y los poseedores de la riqueza, "porque los ricos ven con agrado muros de hierro alrededor de su dinero", y descubre la vertiente de donde arranca el odio de pueblos y razas "hacia otros pueblos y otras razas": descansa "no en la superioridad y la fuerza, sino en la inseguridad y en la debilidad". La situación del hombre contemporáneo -según Hesse- se debe a "los delirios de grandeza de la técnica y del nacionalismo. Ellos dan al mundo su fisonomía y su conciencia de sí mismo", deparando dos guerras y sus consecuencias. La oposición a ambas enfermedades del mundo "es hoy en día la tarea y la justificación más importante del espíritu sobre la tierra. Al servicio de esta oposición he estado durante toda mi vida, una gota de agua en la inmensidad del mar".

Si bien no cree en una "humanidad mejor", porque nunca es mejor ni peor, teme a las "irrupciones de lo demoníaco en lo humano", que suceden en algunas épocas, "no sólo ocultas entre criminales y psicópatas, sino que a veces abiertamente y a lo grande, hacen política y arrastran a pueblos enteros". La fe en una probable estabilidad del hombre no le abandona, pese a todo, porque cree que "después de cada fechoría, el hombre despierta con mala conciencia" y, por lógica, "a toda corrupción sigue una nueva exigencia de sensatez y orden".

La música apoya a su obra literaria y, a veces, se confunde con ella, en la búsqueda de una estructura y de un éxtasis estético, de una configuración religiosa. En 1955, al oír el "Concierto de Coro Doble para Orquesta en Do Mayor", de Haendel, Hesse dice: "Era hermoso ese mundo, indescriptiblemente bello, radiante, rebosante de gozoso vigor, centrado y ordenado como la roseta de triunfal cromaticidad de una catedral o como un Mandala asiático inserto en el redondel de una flor de loto".

Hesse concibe una ordenación de la naturaleza como justificación de una estructura destinada a afianzar la existencia. El arte y la vida se confunden, son una misma cosa. Explicando cuanto siente al oír un "Concierto para orquesta, 1944", de Bela Bartok, lo admite como la expresión de "nuestro ser y de nuestras dudosas formas de vida, y de este modo nos confirman, conoce como nosotros la belleza de la disonancia y del dolor, las ricas escalas de los tonos quebrados, la conmoción y la relativización de las formas de pensamiento y las morales, y no en menor proporción la nostalgia por los paraísos del orden y la seguridad, de la lógica y de la armonía".

La obra hessiana produjo una impresión duradera y profunda en la juventud latinoamericana de hace poco más de treinta años, ocupada en medir los alcances físicos y los riesgos espirituales de la guerra fría, las depreciaciones de las dictaduras castrenses de esta América, las posturas del existencialismo, la idea del enrolamiento sartreano, el pánico nuclear, la desigualdad social, atizada por los capitostes de la riqueza y por sus testaferros. Quizás, entonces, se vio en la obra de Hesse una tentación para naturalezas inactivas, inficionadas por el orientalismo evasivo y conformista. Sólo en los años 60, se le reputó como artista severo, como demócrata impulsivo, como hombre lúcido y casi profético en el plano político. La guerra de Vietnam sirvió, de modo oblicuo, para que jóvenes norteamericanos se congregaran en torno de su obra y bebieran en ella, a sorbo entero, pacifismo, libertad, aspiración de vida. Lo que sigue constituyendo una buena razón, un antídoto, en contra de las fuerzas que divinizan el dinero, el poder, la autarquía y los nacionalismo vociferantes.



 



 

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