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El fenómeno de los Clubes de Lectura

DE STEINBECK A HARRY POTTER



ALBERTO FUGUET
(desde EE.UU.), En Revista de Libros de El Mercurio, sábado 9 de agosto de 2003


Si para algunos es un hábito que incluso puede llegar a convertirse en vicio, la lectura representa para la mayoría una verdadera tarea. Una tarea que, a juzgar por este artículo, puede hacerse más llevadera o definitivamente fascinante si se comparte.


Me encuentro en una librería repleta de gente y el olor a café supera con creces al de la tinta y el papel fresco. Son las diez quince de la noche y esta anónima sucursal de Barnes & Noble está repleta. La megalibrería de dos pisos se sitúa en uno de esos intercambiables suburbios de esas metrópolis que tanto les gustan a Douglas Coupland o a Chuck Palahniuk. Estoy —qué duda cabe— en la tierra que Michael Moore detesta tanto. El tipo de suburbio sin historia donde adolescentes alienados y obesos, sus pieles resbalosas de McGrasa, se matan entre ellos. Aquí, en este vertedero moral, la cultura se escupe como el chicle. Aquí, en Wasteland, USA, los padres no leen sino compran armas y luego se van de bolos.
Momento. Pausa. Stop.

¿Sí? ¿No será como mucho? ¿No estaré exagerando? ¿Por qué, en vez de estar asqueado y deprimido como me han programado, siento que estoy en medio de algo así como una revolución cultural?

Hace tiempo que me quedó claro que este tipo de librerías son centros sociales (hay parejas que coquetean en el café mientras que un grupo de orientales teclean en sus laptops en el sector de las novelas gráficas), pero lo que me tiene más sorprendido es que, por primera vez, capto que la mayoría de la gente que viene a estos sitios también se interesa por los libros.

¿Qué? Esto se sale del libreto. Totalmente. ¿Los norteamericanos leen? Al parecer, sí lo hacen. Por algo hay tantas librerías. Desde luego, compran libros. Es verdad que compran mucha basura, pero yo al menos soy de la idea que la basura literaria siempre es mejor que la basura televisiva (prefiero tres Paulo Coelho que un captítulo de «Rojo»). El escéptico podrá argumentar que aquellos que compran estos libros ni siquiera los leen. Puede ser. Pero, de un tiempo a esta parte, en especial durante este último mes, mi impresión es que sí. Sí, los leen. Pero no leen a solas. Han encontrado la manera de leer más y mejor, de combatir las innumerables vallas que atentan contra el respetable hábito (o vicio) de la lectura. La solución, dentro de todo, es simple.
Ahora leen acompañados.

Si lo piensan, hace sentido. Hacer algo acompañado es tanto más fácil que hacerlo solo. En especial cuando esa tarea es, de alguna manera, una tarea. Una tarea para valientes o fanáticos o estudiantes de doctorados. Leer no es tan fácil como parece. Todo —y todos— atentan en su contra. Pero leer acompañado, en cambio, es otra cosa.

Es, desde luego, mucho más fácil y, por cierto, más atractivo. Este concepto no implica compartir físicamente un libro con otra persona. Eso, por ahora, es imposible. Un libro debe leerse solo. No hay otro modo. Pero, a través de los clubes de los libros y de ciertos fenómenos mediáticos, de pronto, pareciera que, en el caso de algunos títulos, esa soledad se rompe cuando el lector se percata de que no es el único que está leyendo ese libro. Lectores de un mismo autor se topan en el metro y, sin presentarse, comentan el libro. "Ya llegaste a la parte en que". En ciertas oficinas, algunas secretarias se saltan hablar del último romance de J-Lo y, en vez, están más preocupadas de la madre que se transforma en regenta de Al este del paraíso de Steinbeck.

Esto, se me ocurre, es lo verdaderamente revolucionario. La piedra de toque que está alterando el rol que juegan los libros y la lectura en esta sociedad digital. Hubo una época en que los lectores esperaban el barco que traía las novelas nuevas y se devoraban los diarios con los capítulos que iban siendo publicados por entrega.

Durante las últimas semanas que he pasado acá en los Estados Unidos me ha tocado presenciar en tres ocasiones (en tres ocasiones seguidas) mediathons o maratones mediáticas ligadas a temas literarios. Según los expertos en comunicación, ya no basta con quince minutos para ser famoso o para que algo o alguien se quede grabado en la retina del otro. Ahora que todo el mundo es famoso, esos escurridizos 900 segundos sirven de bien poco. En la era post-reality/post-Iraq, el bombardeo debe ser constante, sostenido y en todos los frentes. Nada de quince minutos: ojalá quince horas y, mejor aún, quince días (esto, por suerte, no implica necesariamente que esa fama durará mucho; al revés, después de quince días de explosión mediática, la saturación es tal que la persona termina sumida en el más desolado de los silencios hasta que resucite años después en eso que ahora se llama el "minuto 16").

Las tres maratones literarias que me tocó presenciar fueron, en orden de aparición, el de la biografía de Hillary Clinton, el regreso de John Steinbeck y el nuevo Harry Potter. Me saltaré el Huracán Hillary por no ser propiamente literatura (aunque sí fue una clase de cómo un libro puede ser el inicio de una campaña). La senadora y ex primera dama y, acaso, futura presidenta, entendió que, para que la leyeran, debía estar en todas partes. Y en todas partes estuvo. Desde la portada del «Time» a Larry King y el especial de Barbara Walters en televisión, más artículos en cuanto diario y revista existe, la Clinton logró recuperar su adelanto de 8 millones de dólares en una semana; Living History vendió 200 mil ejemplares en un día.

Casi en forma paralela, la animadora Oprah Winfrey, que tiene el talk-show de más rating de la tarde y que, según todos, es la mujer más poderosa del mundo de las comunicaciones, decidió volver a leer en público. Oprah transformó el club de lectores (lectoras, en rigor) en algo masivo. Llevó a la televisión lo que vio que estaba sucediendo en pequeñas bibliotecas y en ciertas librerías: un grupo de personas, casi siempre mujeres, se encontraban para comentar lo que habían leído. No eran exactamente como los salones literarios parisinos del siglo 17 y 18 pero, de alguna manera, algo tenían en común. Rompían el círculo de soledad. Hacían público lo que el escritor creó en la soledad de su escritorio. Al comentar y discutir acerca de una historia ajena, sin darse cuenta comenzaban a hablar de sí mismas y de sus propias historias.

Lo que Oprah hizo revolucionó la industria editorial y, según muchos, la salvó y la obligó a replantearse. En 1986, The Deep End of the Ocean era una novela nueva, de una escritora nueva, que no tuvo grandes críticas y tampoco grandes ventas. Oprah leyó el libro, le gustó y decidió partir su club televisivo con esa novela. En menos de un mes, debió reimprimirse sin parar pues se necesitaron más de 600 mil ejemplares para saciar el apetito de las noveles lectoras, muchas de las cuales no habían abierto un libro desde que se sacaron una mala nota durante la secundaria. The Deep End of the Ocean no fue un voladero de luces. Libro que seleccionaba Oprah, libro que se disparaba al número uno. Así sucedió con todos los títulos a lo largo de cinco años. Oprah eligió muchas novelas francamente impresentables, donde el tema (generalmente femenino, y específicamente acerca de vencer la adversidad) importaba más que la prosa ("un típico libro de Oprah"). Esas novelas vendieron aún más ejemplares pero, y para no asustar a los recelosos que cuidan el panteón literario de aquellos intrusos que no merecen estar, lo cierto es que esos títulos tan vendidos sólo vendieron. Oprah no los transformó en arte; hoy apenas son parte de la trivia de la página web de la Winfrey. Pero, al momento de ser discutidos, sin duda sirvieron para abrir ventanas e iluminar sitios eriazos, lo que es respetable, pensando además que no se trata de gran literatura.

"Por alguna razón, nuestra sociedad valora la rapidez", señaló la propia Oprah hace poco. "Hemos crecido esperando que la gratificación sea siempre instantánea. En este contexto, ¿puede el lento arte de leer —el lento y sensual arte de leer— sobrevivir? Yo, al menos, creo que sí porque yo necesito leer; leer me da confort, es lo que me da mayor placer, me permite comunicarme y unirme a otros. Leer me enseña cosas de mí y de otros. Leer demanda tiempo, es cierto, pero es mi tiempo y es un lujo que me doy. Es el regalo que me doy a mí misma".

El interés mediático y la fuerza de la recomendación de Oprah proyectó a autores de otro nivel como el alemán Bernard Schlink, André Dubus, Joyce Carol Oates, nuestra propia Isabel Allende y la premio Nobel Toni Morrison. La debacle del Club de Oprah llegó cuando la carismática animadora decidió seguir subiendo el nivel de sus autores y optó por Jonathan Franzen y Las correcciones. Franzen resultó el típico atado de contradicciones: "soy un artista y no vendo pero quiero vender pero no quiero venderme y sólo quiero que me lean mis amigos y los críticos pero me da asco que me lean señoras que yo desprecio". A diferencia de otros, Franzen lo dijo y no aceptó ir al show y Oprah se sintió humillada y, con algo de histeria, canceló su Club y le declaró la guerra a los intelectuales snob.

Dos años y tantos después, Oprah se tendió en una hamaca a leer Al este del paraíso del premio Nobel John Steinbeck (ese estupendo fracaso novelístico, según Vargas Llosa) y se dio cuenta que este clásico podría seducir a su audiencia. Pero lo más importante era que el autor estaba muerto. No podía revolver el gallinero, armar polémica, jugarle una mala pasada.

Al día siguiente de anunciar que Al este del paraíso sería el nuevo libro, la novela saltó al número dos. En tres semanas, sumó 600 mil ejemplares, más que 550 mil más que lo normalmente vende en un año (lo piden en colegios y universidades). Oprah salió una vez más con la suya pero quizás lo más importante es que los medios captaron que los libros son entes ajenos, separados, de los autores. Que un autor no necesita hablar y contar chistes o explicar sus enfermedades para que alguien lea su libro. El autor, a veces, hasta puede lograr que la gente no lea su novela. Parece obvio pero no lo es. En una industria que apuesta por nombres que son marcas registradas y donde interesa más la historia detrás del autor que la historia que escribió el autor, el exitazo de Al este del paraíso es un hito y, es de esperar, sentará un precedente.

El otro evento "literario" fue aún más mediático puesto que incluyó dos continentes y varios husos horarios. Tal como el mundo se alineó para esperar, hora tras hora, la llegada del año 2000 (y averiguar si el mundo iba a estallar o no), el nacimiento del nuevo Harry Potter fue una obra maestra de coordinación. Lo que más impacta del fenómeno del chico de los lentes redondos es que, tal como «The Matrix» o los cómics de Marvel, esta máquina de hacer dinero comenzó sin ese propósito y, al parecer, y a pesar de todo, sigue encandilando a sus lectores. Harry puede tener dinero, pero no se ha vendido. Eso, hoy en día, es importante. El público conoce la diferencia y no le pasan gato por liebre. Y a pesar que uno podría creer que no hay nadie más vendido que la Rowling, lo cierto es que sus jóvenes lectores diferencian entre vender mucho y venderse. Y, a diferencia de otros fans que inician un fenómeno de culto, los lectores de Potter son generosos: no les molestan que otros lean a su Harry porque tienen claro que la experiencia es tan intensa que, a la larga, da lo mismo: Harry, pase lo que pase, le habla a cada uno en forma individual. Es más: sin hilar muy fino, pareciera que Harry es cada uno de esos millones de lectores. Por algo se disfrazan. Los lectores de Potter no son snobs; no les molesta que sean muchos. Al revés: la historia de la Pottermanía es la del grupo guerrillero que ahora tiene la mayoría del electorado y, aun así, no presentan candidato a la elección. Lo de ellos es Individualismo colectivo.

La noche que "llegó" Harry Potter a las librerías (la misma noche, dicho sea de paso, que debutó «Hulk»), pasé por una Borders y lo que presencié fue impresionante. Había una fiesta ad hoc, y filas de niñitos disfrazados de Harry esperando a que dieran las doce. Nunca, ni durante Halloween, había visto tal energía y derroche de disfraces. Pero de la Pottermanía, dos hitos me impresionaron del todo. El primero ocurrió en un rincón de la Borders (en el sector autoayuda, para ser riguroso): una docena de lectores adolescentes y veinteañeros con la, digamos, estereotipada cara de lo que la sociedad tradicional visualiza como "un lector" (poco agraciados, anteojos, sobrepeso, esa mirada que sólo tienen aquellos que pasan todo el día solos o aislados) estaban leyendo, en voz alta, una página por persona, la novela anterior de Harry Potter. Me senté a escucharlos y sentí un poco de envidia. Nunca me he sentado con doce fans a leer, en voz alta, un libro. Una cosa es sentirse tocado por Proust o Kafka o Fresan; otra muy distinta es conversar con ellos con tus amigos. O hacer amigos justamente porque son adictos a Tolkien o a Potter o a la Serrano.

Lo más cercano que me ha tocado vivir en ese aspecto fue cuando el nombre de Charles Bukowski reventó en la Universidad de Chile como si el propio Dios hubiera ingresado por Beca Deportiva al campus de La Placa. Bukowski se volvió uno más del grupo, el nombre infaltable que animaba todos los recreos. No se formó un club de lectores en el sentido tradicional porque sólo existían dos ejemplares de sus cachondos títulos pero se armó una comunidad, los libros se prestaban y, por un breve instante, creamos un club de Bukowski.

A la mañana siguiente, un sábado, «The New York Times» colocó su crítica de Harry Potter y La Orden del Fénix en su portada. El diario más importante se hacía cargo del frenesí y, en vez de reírse o bajarle el perfil, el Times consideró que, en efecto, esta aparición de Potter no sólo era un evento cultural sino un evento que había afectado el orbe.

"Es bastante más oscuro y psicológico que los libros anteriores y ocupa el mismo lugar emocional y narrativo que El Imperio Contraataca en la trilogía Star Wars", escribió con brío la Kukatani. "Harry puede ahora incorporarse a una galería de personajes como Luke Skywalker, Telémaco e incluso Jesús, mientras Voldemort vibra con las auras de Darth Vader o Hitler".

Es probable que tanta prensa, tanto ruido, cansa y, sin duda, distorsiona. No me cabe duda que los grandes libros no necesitan ni de marketing ni de prensa ni de ser elegidos por un club de lectura para encontrar sus lectores. Aquellos que leen saben cuáles son los libros que necesitan, cuáles son sus favoritos, y confían en las recomendaciones de sus amigos, de sus libreros, de las reseñas que leen en revistas como éstas. Pero para aquellos que no se ven a sí mismos como iniciados o intelectuales, pero que sí leen, tener este apoyo mediático y colectivo sin duda ayuda. Desde luego, no daña. Tener doce años y ver que el «NYT» coloca a Harry en su portada debe ser algo grato. Estar jubilada y tener un grupo de amigas que se juntan los jueves a comentar Al este del paraíso o, no sé. Santa María de las flores negras, sólo mejora y potencia la experiencia literaria. Porque de eso se trata. Uno siempre leerá solo pero es bueno saber que tampoco es el único. Que hay otros excéntricos como tú que también hacen lo mismo.

 

 


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Alberto Fuguet: De Steinbeck a Harry Potter,
Fuente: Revista de Libros de El Mercurio,
sábado 9 de agosto de 2003.