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Olvídate de la historia, chico
(o de cómo un fan se topa con uno de sus maestros)


ALBERTO FUGUET
Revista Lateral, Nº 129 septiembre 2005

El novelista chileno Alberto Fuguet relata el encuentro en su juventud con uno de sus ídolos, el escritor y guionista Richard Price, durante un viaje iniciático a la ciudad de Nueva York. A medio camino entre el relato de formación y la reivindicación del fenómeno fan, el autor destapa la caja de sus recuerdos para revelar su secreto mejor guardado: las lecciones de vida que le impartió Price, o cómo convertirse en escritor en un almuerzo.


Veamos: he visto gente famosa de lejos, de cerca, en el metro, en supermercados, en premières. He estado con gente famosa, almorzando, comiendo, desayunando. He entrevistado a muchos famosos (bueno, no tantos) pero no, eso no vale. Una entrevista no es un encuentro, no es una charla, es –a lo más– una charada. He pedido autógrafos. En rigor, esto no es tan así, nunca tan groupie. Fan, sí, claro que sí, sino para qué. Si uno no es fan de alguien o de algo, para qué seguir. Le he pedido a muchos escritores que me firmen sus libros. Tengo una colección de novelas con dedicatoria en la página tres.

La verdad es que he tenido la suerte de estar y conversar e interactuar con varios artistas que han sido importantes –que han sido claves– para el desarrollo de mi vocación. Porque para mí, la fama es artística. Es la única fama que me interesa, que respeto, que me asusta o me deja sin habla. Si me topara con Woody Allen, ¿qué le diría? ¿Qué? No me interesan los presidentes, los políticos, los deportistas, la gente de la tele. Lo que transforma a un artista en un famoso, creo, no es la fama en sí, no es el reconocimiento público, o el mito, o la leyenda, sino el hecho que, debido a esa fama (debido a esa obra que le dio esa fama), es altamente probable que esa persona continúe viva para siempre. Como diría un amigo, “algo no menor”.

La fama artística es, en lenguaje pop, algo así como la inmortalidad. Sigo: la fama, como el tiempo, es relativa. Muta, cambia, crece y disminuye de forma constante. La fama no es igual para todos. Ni para aquellos que lo son ni para aquellos que la observan o se obnubilan frente a ella. Trent Reznor es, en términos generales, medianamente famoso. De hecho, para mucha gente, y en muchos sitios del mundo, Trent Reznor no existe. Pero, en ciertos círculos, Trent Reznor es Dios. Es Dios porque sus temas seguirán sonando cuando él ya no esté. Y es Dios porque, tal como los santos, ha entregado su vida a ayudar a los demás. Porque ¿acaso no es esa la misión de los artistas: ayudar? Ayudar a que te sientas menos solo o más conectado. Ayudarte a que sientas que no eres el único, que hay gente que piensa o metaboliza igual. Un artista debe ser capaz de alejarte de este mundo, y, al mismo tiempo, acercarte a tu propio ser.

Alguien una vez me dijo que un buen ejercicio para medir a tus autores favoritos es recordar aquellos que te ayudaron más. ¿O quizás lo leí? No lo tengo claro. Capaz que lo estoy inventando ahora mismo. Los autores que importan, aquellos que son tus héroes, son esos pocos que estuvieron ahí, junto a ti, cuando nadie más lo estaba. Y si bien hay autores claves que uno ha leído ya de grande, o hace poco, a la larga, no son tan importantes. Ningún autor que uno lea después de haber publicado su primer libro importa tanto.

Con esta forma de medición, despejas mucho polvo de tu biblioteca porque los autores de moda o los políticamente correctos, aquellos clásicos que te ayudan a subir de pelo literario, desaparecen automáticamente. Tus autores son aquellos con los que te topaste cuando necesitabas leer para sobrevivir, que releíste cuando te diste cuenta de que tú también deseabas escribir. Escribir como ellos. Escribir parecido a ellos. O casi. No copiarlos sino homenajearlos. Afanarlos. Robarlos. Uno quería escribir igual a ellos pero… con cosas de uno. Uno quería ser como ellos quizá porque la idea de ser como uno era no era la opción más atractiva.

Para mí, uno de estos autores era –es– Richard Price.

Quién es Richard Price? Richard Price, me consta, no es Paul Auster. No es una superestrella literaria. Y eso que ahora, quince años después, Richard Price es mucho más Richard Price. Tiene algo así como un nombre literario aunque, lo sé, no es un gran y pesado nombre literario. No es parte del canon norteamericano como lo es Phillip Roth o John Irving o William Styron. No, Price no es de esos, no. Tampoco es uno de estos nuevos jóvenes. Richard Price no está, por ejemplo, en Anagrama. No ha sido untado de amarillo para adornar las repisas de los lofts de los lectores cosmopolitas sudamericanos que sueñan con Nueva York. Richard Price es de Nueva York pero del Nueva York real. No del SoHo, de los restaurantes de moda, del mundo design. De hecho, apenas está traducido al castellano. De hecho, está mal traducido. Las pocas novelas suyas que han pasado el cedazo del español deben estar al fondo de una librería en la sección saldos.

Esta historia entonces es sobre Richard Price pero, sin duda, esta historia también es sobre mí. O sobre alguien que se parece a mí, porque el que va a tomar ahora la narración, el que va a continuar con esta historia, no tiene acceso a escribir en revistas como ésta o a publicar libros en ciertas editoriales. Este chico, el chico que ahora se va a hacer cargo de esta historia, es inocente y, a la vez, está lleno de ambición. Tiene proyectos, ideas, historias. Tiene una carpeta con cuentos inéditos, tipeados a máquina, unos; otros, impresos ya en su primer computador Apple II que compró con el primer premio literario que ha ganado. Este chico recién ha terminado Periodismo… no, ya lleva unos años fuera de la universidad pero siente que la vida aún no ha empezado. Ha ido a unos talleres literarios. Pronto va a publicar su primer libro, algo que cree que le va a cambiar la vida, lo que de alguna manera es cierto, aunque el cambio, en rigor, será para mal, pero él no lo sabe, no sabe muchas cosas.

Pero empecemos de una vez.

Estoy en Nueva York. Manhattan. Primera vez. No, no es la primera vez. La primera vez estuve dos días, de paso. Pero esta es mi primera vez de verdad. No entiendo mucho lo que quiero decir con esto. Quizá lo que quiero decir es que este viaje ha sido planeado. La primera vez que aterricé aquí en Manhattan fue de casualidad, casi. Fue una idea de última hora. Lo decidí en un instante. Estaba de gira, una gira de rotarios, una gira organizada por el Rotary para estudiantes pobres sudamericanos o que no eran tan pobres pero no tenían acceso a viajar, porque antes viajar no era tan fácil, no era tan barato y todo esto del Rotary da para un cuento, lo sé, lo sé hace años, da para un cuento que he empezado mil veces, un cuento que se llama “Rotar”. El asunto es que la primera vez que llegué aquí a Nueva York me alojé justo debajo de estas Torres Gemelas, donde me encuentro ahora, el sitio donde filmaron el remake de King Kong, me alojé en el suelo de un departamento nuevo en Battery Park City, en el departamento de la tía de un chileno que no conocía, y todo fue gracias a que el jefe de los rotarios se dio cuenta de que mi pasaje era “flexible”, era un VISIT USA de Eastern, línea aérea que ya no existe. Y por eso volé de Nueva Orleans, mi epicentro rotario, a Nueva York, por dos días, con un tipo repelente que tocaba la viola y que odiaba a su hermana, que tocaba el violoncelo, y que era más talentosa que él, por algo ella estaba becada en Julliard y él se iba de gira por el sur profundo con los rotarios.

Vuelvo al presente. Este presente que en rigor es pasado. ¿Cuánto? ¿Quince años atrás? Dieciséis, más bien. Algo así. ¿Importa?

El pasaje ha sido pagado con el dinero del premio. Estoy solo. Más adelante, creo, llegarán unos amigos, con los que me encontraré pero, no tengo claro por qué, quizá por un asunto de pasajes o de descuentos o no se qué, pero yo partí antes. Mucho antes. Y este es mi primer día aquí, aquí en Manhattan y hace frío, al parecer nevó hace unos días atrás porque todo está con nieve pero no hay suficiente para que no se pueda transitar. Estoy alojando en un hotel llamado Portland Square y el radiador de mi pequeña pieza suena como en un filme de David Lynch. Llego a mi hotel después de tomar un bus desde el aeropuerto que me deja cerca, en Port Authority, y llego a mi hotel y subo en un ascensor impregnado con olor a mantequilla derretida y de ahí a una cama y me quedo dormido y duermo profundo y cuando despierto, sudando, por el calor del radiador tipo Eraser- head, capto que no debo seguir durmiendo porque estoy en Nueva York y ésta es, en rigor, la primera vez que estoy en Nueva York.

Salgo a la calle, y en la misma esquina, veo aparecer Times Square. El Times Square del afiche de Taxi Driver. Hay neones, sí, y afiches gigantes, pero nada de Gap o Starbucks o tiendas Disney y el olor a desinfectante se escapa de las porno-shops y los prostitutas y los homeless dificultan el cruce de la calle. Pero sigo caminando, por Broadway abajo, y paso por Macy´s y luego por el Flatiron Building que aparece en tantas fotos y afiches, hasta que, de pronto, ya estoy en el Village, en un barrio definitivamente con onda, con tanta onda que no sé qué hacer, qué mirar, dónde entrar.

Después de dar varias vueltas, decido entrar a una librería. Shakespeare and Company. Estoy seriamente congelado. Necesito entrar a un lugar donde haya calefacción. Así que entro. Y es como entrar a la librería a la que siempre has querido ingresar. La librería de tus sueños. Y ahí estoy, tratando de no desmayarme con todos los estímulos, intentando grabarme todos los libros nuevos, todos los nuevos autores, autores de los que nunca he escuchado. Ando con una libreta y anoto. No tengo presupuesto ni para el 10% de lo que deseo. Cómo elegir. Qué comprar. Decido no comprar nada. Por ahora. Decido empezar a anotar y hacer una lista y a medida que pasen los días –porque voy a estar dos semanas– iré reduciendo la lista hasta condensarla. Pero sigo ahí, en la librería. Bajo al subterráneo. Vuelvo al primero. Miro la sección cine. Dios, qué libros. Por qué yo no soy de aquí, por qué no tengo acceso a estas ideas. Por qué siento lo que siento ahora. Qué es lo que siento. No lo tengo claro. Me siento con suerte de estar acá y deprimido de no ser parte de este mundo y angustiado de poder leer todos estos títulos y amargado por no tener los dólares para comprar lo que quisiera y triste por no estar con nadie para compartir todas estas emociones y sobreexcitado porque siento que, por el sólo hecho de estar aquí, en esta noche fría de invierno, ya soy mejor escritor, aunque tampoco me queda muy claro por qué, pero siento que éste es un buen lugar y que éste es un gran momento, un momento literario, fitzgeraldiano, porque todo me parece una promesa y por primera vez capto que ser joven no significa sólo tener pocos años sino sentir más de la cuenta.
Entonces lo veo. Más bien, reconozco al tipo que está a mi lado mirando libros de tapa dura. Mirando, uno a uno, en orden alfabético los libros que están en la estantería. Me parece conocido. Vagamente familiar. Lo primero que pienso es que es alguien que no he visto hace años. ¿Pero de dónde? ¿Del diario tabloide donde, años atrás, hice las prácticas? ¿De la universidad? ¿Puede ser un profesor? No. ¿Qué hace este chileno acá? Pero no, no, no es chileno. ¿O sí? ¿Quién es? No es un actor de cine. No. No, no puede ser actor, no tiene el aspecto de un actor. Depende. El tipo tiene algo rudo, desajustado, muy Actor’s Studio. De galán, no tiene nada. Al revés, su aspecto es de actor secundario. Actor de carácter. Pero de películas B. Luce una chaqueta de cuero pero no tiene la postura ni la personalidad de un tipo que usa una chaqueta de cuero. Tiene algo de Ratso Ritzo, el personaje de Dustin Hoffman en Perdidos en la noche. El mal cutis color tiza, el esqueleto casi a la vista, el pelo negro grasoso. Entonces él avanza y atraviesa la librería y veo que cojea. Y me fijo en que su brazo es raro. Que todo su lado izquierdo, de hecho, tiene una suerte de parálisis. Entonces ahí, recién ahí, sé que tengo al lado mío, en esta librería a la que he entrado por primera vez, a Richard Price.

¿Qué debo hacer? Saludarlo. Irme. ¿Y si me equivoco? Bueno, no sería tan bochornoso. No, I´m not. ¿Y si lo es? Quizás se enoje, le parezca mal. Sería interrumpirlo. Además, a lo mejor, no es. Decido confirmar mi descubrimiento. Parto hacia la letra P y busco sus libros para mirar la foto de la portada. O quizás puedo comprar uno y mostrárselo y ver si reacciona y entonces aprovechar para pedirle una firma. Pero no hay ningún libro de Price en el instante. Quizás están agotados. Me fijo en que Price sigue en la librería y está hojeando una novela de Doris Lessing. Me acerco al mesón, donde está el computador que guarda toda la información del local, para preguntar si, por casualidad, tienen una novela de Richard Price en el local. La dependiente teclea y, luego de un rato, me dice que no, que de hecho Richard Price está out of print.
Fuera de circulación.
—Sólo puedes encontrar libros suyos en librerías de segunda mano o en la biblioteca. Hace tiempo que no los reeditan. Sorry.
Miro hacia donde está Price y capto que ya no está con el libro en la mano. Capaz que esté por partir. Así que me acerco y me paro al lado suyo. Cuento hasta diez y largo:
—You are Richard Price, right?
Price me mira y en ese instante me percato que el que está nervioso es él y que no tiene respuesta. Se ha quedado en blanco.
—Price –insisto– Bloodbrothers, The Wanderers, Ladies´ Man, The Breaks. I love The Breaks.
—Sí –me dice, pero en inglés, aunque mejor traduzco todo. Todo menos sus libros porque siempre prefiero los títulos originales y porque, a pesar de todo el tiempo que ha pasado, y a pesar de que ahora sus libros sí se encuentran in print, en las estanterías, sus cuatro novelas clásicas “de juventud” nunca han sido traducidas.
—Sí –me dice, titubeando.
—Lo sabía. Soy un fan, un gran fan.
—Ah.
—Puta, te he leído todo. Todo. Te he subrayado. Tengo ese articulo que escribiste que apareció en American Film pegado en mi corcho, en mi pieza. No puedo creerlo. Richard Price. Soy un fan.
—Ya me quedó claro.
—Perdona. ¿Te estoy molestando? ¿Estás ocupado? Me voy.
—No. Me incomodas pero no me estás molestando.
—He leído todos tus libros. Los encontré una vez en una librería de la calle San Diego. En una caja, amontonados. Unas ediciones paperback, bastante rústicas, con unas portadas muy setenteras. Ojalá anduviera con uno de ellos. Pero cómo iba a saber. ¿Cómo? Mi primer día en Nueva York y me topo con Richard Price. Con Richard Price.
—No tan fuerte, no es necesario que todos se enteren. ¿Eres de San Diego? ¿Mexicano?
—No, no. De la calle San Diego. Es una calle popular, donde están las librerías de segunda mano. En Santiago. Santiago de Chile.
—¿Chile? ¿Mis libros estaban en Chile? Pero nunca han sido traducidos. Bueno, uno. The Wanderers, por la película, pero al alemán. ¿Tu eres de Chile?
—Sí, llegué hoy, pero sé inglés.
—Si no no estaríamos hablando.
—Cierto. Pero antes sabía más. Es que estoy oxidado. Yo vivía de pequeño en California y…
—No quiero saber tu vida, perdona.
—No, claro. Perdóname. Fue un gusto…. Un honor conocerte…
—Me leíste en inglés.
—Sí. Antes sabía mucho inglés o quizá lo sé ahora pero leo en inglés. Casi todo lo que leo es en inglés. Pero me cuesta encontrar libros en inglés porque Chile está muy lejos y es Tercer Mundo y todo eso.

Price me mira y me doy cuenta de que no entiende mucho lo que está pasando y yo intento mirarme a mí mismo y capto que estoy hiperventilado y que capaz que cree que soy una suerte de Mark Chapman, un fan-groupie-psicópata que tiene un arma escondida en el bolsillo de su chaqueta.
—No soy un psicópata –le digo–. Sólo un fan.
—Deja de decir eso. Y nada… yo me tengo que ir. Que tu estadía acá sea… placentera.
—Gracias.
—¿Cómo me reconociste?
—Tengo buena memoria visual. Además, me fijé en ti cuando volví a ver tus películas.

Luego que Price dejara de escribir novelas, a fines de los setenta, comenzó a ahondar su lazo con el cine. Un lazo que había partido cuando Hollywood golpeó a su puerta y adaptó sus dos primeras novelas con buenos resultados artísticos aunque cero resultados económicos. Ambas películas las había visto en Santiago. Los pandilleros, basada en The Wanderers, dirigida por Phillip Kaufman, y Hermanos de sangre, de Robert Mulligan, con un nuevo actor desconocido llamado Richard Gere. Cinco años después, Martin Scorsese se acercó a Price y le propuso que trabajaran juntos. Price hizo el guión de El color del dinero y, un tiempo después, el capítulo “Life Lessons”, con Nick Nolte, de la antología Historias de Nueva York. En esas dos películas, Price hacía unos cameos. Como esas dos películas las vi muchas veces, me fijé en los créditos y pude ponerle una cara a Richard Price.
—No son mis películas –me corrije, al punto de perder la paciencia–. Son de Marty.
—Marty. Qué cool. Tratar a Martin Scorsese de Marty. No puedo creerlo.
—Créelo. Adiós.
—Adiós.
Trato de darle la mano pero mi mano se topa con su mano paralizada y es complicado y no sé como zafar así que le toco el hombro.
—Gracias por encontrarte conmigo. No me van a creer.
Price, exhausto ante este fan sudamericano que no para de hablar, sale de la librería y, de pronto, la librería, que estaba casi vacía, ahora se siente francamente desolada y yo, de pronto, capto que estoy muy lejos de casa. Camino hacia la sección de los libros de fotos. Me fijo en uno sobre el cine negro y, mientras lo hojeo, siento el frío que entra de la calle, un frío fresco y limpio que arrasa y avanza entre el calor adormilado del interior.
—¿Tienes con quien almorzar mañana?
Miro y es Richard Price.
—Mira, de verdad estoy apurado pero… ¿De Chile? ¿De verdad eres de Chile? ¿No estás inventando esto?
—Ando con mi pasaporte.
—No hace falta. Mira… Ok, mañana, a las 12:30. Corto. No tengo mucho tiempo. Estoy escribiendo una novela y no quiero distraerme.
—¿Cuál? ¿Cómo se llama?
—Clockers. Pero eso es asunto mío. No seas tan ansioso.
—¿Pero va a salir pronto?
—Tengo que terminarla primero. Si me sigues hablando, nunca la voy a terminar. Mañana a las 12:30. No llegues antes. Entendiste. Un almuerzo corto. De cuarenta y cinco minutos. ¿Ok?
—Ok.
—Hasta mañana –me dice y me pasa una tarjeta.
La miro. Es sencilla. Richard Price, screenwriter. Calle Broadway X. Piso 7º.
—Pregunta por mí.
Price parte, sin despedirse, sin sonreír, casi exasperado, enojado, tenso. Yo me acerco a la misma chica y le digo que el que acaba de estar ahí, en su librería, es Richard Price, pero a ella la información no la conmueve. Miro la hora. Son las siete y media de la tarde. Está de noche y está nevando.
—Disculpa –le digo–, ¿conoces una librería de libros usados que esté cerca?
—No me digas que andas buscando un libro de Richard Price.

Son las doce y cuarto del día, no cae nieve, y estoy en la esquina de Broadway con la 48. Miro el edificio. Tiene unos diez pisos y es levemente Art Déco y color amarillo. Se ve viejo. Se llama The Brill Building pero yo aún no sé, me enteraré años después de que es un edificio legendario, no tanto por su arquitectura sino por la cantidad de clásicos de la música que fueron compuestos ahí. Durante décadas, the Brill Building fue el epicentro de Broadway y de la música popular norteamericana.

Hoy, es decir, cuando esta historia se desarrolla, es el epicentro del cine neoyorquino. Pero, insisto, eso no lo sé. Sólo sé que anoche encontré la librería Strand y tuve la suerte de hallar un ejemplar desvencijado de Ladies’ Man que me costó 4,99 y que ahora tengo en mi bolsillo.

Miro el reloj de Times Square. Lo veo clarito. Las 12:22 p.m. Decido entrar. Un guardia me mira pero no me dice nada. Subo en el ascensor. Me fijo en que estoy rodeado de tipos de FedEx, UPS, DHL.
Me bajo en el piso siete. Leo pero no creo lo que leo. MARTIN SCORSESE PRODUCTIONS.
La recepcionista me mira, me sonríe y me pregunta si me puede ayudar.
—Creo que me equivoqué de piso.
Disculpe.
—¿A quién buscas?
—Eh… A Richard Price.
—Sí. De parte de quién.
—De Alberto Fuguet.
Marca el teléfono. Veo como ella pronuncia, mal, mi nombre. La expresión en su cara es innegable. Price no sabe quién soy. Se ha olvidado de la cita. O quizás se arrepintió.
—The Chilean guy –le digo–. The fan.
Ella me mira y, por un instante, duda en repetir la estupidez que acabo de pronunciar pero quizás le inspiro lástima y le dice.
—It´s the Chilean fan.
Price, por al auricular, le dice “Ok, yeah”. Eso lo escucho.
—Viene de inmediato –me dice.
Sigo mirando el letrero que dice MARTIN SCORSESE y me entretengo mirando cómo llegan paquetes DHL desde Hollywood con los logotipos de Universal y Warner Brothers.
Price aparece.
—Hey. Ven, tengo que contestar una llamada de Elei. Ven a mi oficina.
Lo sigo. Entramos a través de una puerta y lo que está al otro lado son una serie de pasillos que dan a decenas y decenas de puertas. Los pasillos están adornados con afiches. Con los afiches de las películas de Scorsese en distintos idiomas. Calles peligrosas, Toro salvaje, El rey de la comedia.
Llegamos a su oficina. La oficina es una mierda. La ventana da al patio de luz. El escritorio de funcionario público está atiborrado de blocs de papel amarillo escritos a mano. En la pared cuelga un afiche de Historias de Nueva York en francés y otro de Sea of Love, autografiado por Al Pacino. Justo a la altura de mis ojos, un diploma, escrito a mano, con letras muy cursivas, que certificaba que Richard Price había estado nominado al Oscar por su adaptación de la novela de Walter Trevis para El color del dinero. En eso suena el teléfono.
—Baby, how are you –le dice la persona que lo llama pero mientras le habla, le levanta el dedo del medio y me pone cara de asco.
Yo trato de mirar todo lo que hay a mi disposición. Me fijo en unos guiones, anillados. Uno dice NIGHT AND THE CITY, el otro, MAD DOG AND GLORY. No puedo evitar abrir uno. Me fijo en que los diálogos están interrumpidos por paréntesis que dicen BEAT.

(BEAT)

Un latido del corazón. Un silencio. Un momento. Price cuelga el fono
—Hollywood es una mierda. Lo único que deseo es terminar esta puta novela y alejarme de esta gente asquerosa.
Yo sigo mirando el guión.
—Beat –me dice–. Así los actores saben en qué momento callar. O detenerse. Si llenas los diálogos con silencios, puedes decir lo que quieras y dejarlos hablar por horas. En el cine, funcionan más los silencios que las palabras. ¿Vamos?
Le paso mi ejemplar de su libro.
—¿Me lo firmas?
—No aún. Después del almuerzo.
Tocan la puerta y entra Paul Schrader. Tengo muy clara la cara de Paul Schrader. Tengo el guión de Taxi Driver con su foto en mi casa en Santiago.
—¿Almorzamos? –le dice Schrader a Price.
—Voy a almorzar con él.
—Ah, hola, encantado. Un honor. Tú eres Paul Schrader.
—Sí, claro.
—Taxi Driver. Toro salvaje. Gigoló americano. La marca de la pantera.
Price me mira con algo de enojo y me pone cara de “cállate, contrólate”.
—Sí.
—Es un fan chileno.
—Mira… anoche vi Missing en la tele, no la había visto.
—Yo nunca la he visto. Está prohibida en mi país.
—Claro. Bueno, es como explicable. Suerte.
Schrader se va y Price se levanta.
—Ok, partamos. ¿Quieres esos guiones?
—¿Sí?
—Sí.
—¿Se van a filmar?
—Quizás. Al menos, me los pagaron.
Volvemos al pasillo y ahora, no sé por qué, hacemos otro recorrido.
—Eh… ¿esta es la productora de Scorsese, cierto?
—Claro.
—¿Y él está?
—No. Por suerte no está. Un consejo: no puedes lanzarle a todo el mundo su currículum. No es algo muy… educado, digamos. Es impertinente.
—Perdona.
—No me pidas perdón. Qué tengo que ver yo contigo.

Estamos almorzando sándwiches de atún en una deli que está a dos cuadras del Edificio Brill. Yo decido pedir lo mismo que él. Coloco mi copia de Ladies’ Man en la mesa, pero él le da vuelta y la esconde debajo de los guiones que me regaló. Price me cuenta cómo está investigando para su novela, cómo ha salido, durante noches enteras, con dos policías, y se ha internado por los peores barrios de Nueva Jersey.
—¿Y tú? –me dice, de pronto, mientras mastica un pepino dill– ¿Qué estás escribiendo?
—Estoy como escribiendo una novela de aprendizaje. Y tengo unos cuentos, pero aún no pasa nada. No he publicado ni nada. ¿Cómo sabes que quiero ser escritor?
Price se ríe. Se ríe por primera vez.
—Mi trabajo es ver lo que otros no ven. Aunque en tu caso, tampoco es tan difícil darse cuenta. ¿Quieres que te dé unos consejos?
—Sí.
—A ver, ¿cuánto tiempo tenemos? Porque, mira, tampoco voy a estar toda la tarde contigo, ¿entiendes? No tengo tiempo que perder. Porque si no tienes tiempo, no tienes nada. ¿Me entiendes? Eso es lo primero.
—Eso es lo primero.
—Mi primera lección de vida –le digo, y pienso en cómo Paul Newman le empieza a enseñar sus trucos a Tom Cruise.
—¿Qué más?
—Fíjate en los detalles. Todo, al final, es comportamiento.
—Todo es comportamiento.
—Sí –me dice–. Olvídate de la historia, chico. Apuesta siempre por los personajes. Si tienes personajes, tienes una historia. ¿Sigamos?
—Sigamos.

 
 

 

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Olvídate de la historia, chico (o de cómo un fan se topa con uno de sus maestros).
Por Alberto Fuguet.
Revista Lateral, N°129, Septiembre de 2005.