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OBRAS INCOMPLETAS

(GREATEST HITS)

Alberto Fuguet
Revista de Libros de El Mercurio, Viernes 30 de Junio de 2006

 

Partamos así: esos gruesos volúmenes de Obras completas, Obras reunidas o, lo que es más común, Cuentos completos, tienden a superarme. Tanto por el grosor y, sobre todo, por el peso (para no hablar del precio). Esto de los ladrillos completos de más de un kilo y medio es más que un libro: es vida embalsamada. Nada de obras completas sino de vidas completas. Mientras más grueso el libro parece que mejor fue la vida. Al menos la vida creativa.

Esto de canonizar a un autor, ya sea vivo o muerto, con un inacarreable ejemplar que reúne algo coherente (novelas breves, cuentos, ensayos, obra periodística) no es nuevo y no es algo propio de la cultura hispana. Para nada. Tal como los premios, lo normal es que un autor acceda a esta suerte de canonización pasada cierta edad o, al menos, después de pasar a mejor vida. Lo rutinario es que un autor pasa a ser "candidato" a publicaciones de este tipo una vez que ha cruzado un cierto umbral etario. Es decir, cuando deja de ser un lirio y se transforma en un gurú. O, al menos, cuando ya luce canas. Como casi todos los autores tienden a ser más generosos que avaros con sus palabras (Juan Rulfo y María Luisa Bombal serían la excepción), la idea de tratar de reunirlos en un solo volumen se ha vuelto casi imposible (a lo Borges, vía Emecé, en papel biblia). Esos tomos forrados en cuero son cosa del pasado.

Con esta concepción de obras completas, de triunfo, de canonización, ha funcionado mi cabeza desde hace mucho tiempo. Es lo que está en mi disco duro, en mi propia wikipedia personal. Cuando pienso en obras reunidas, en cuentos completos, pienso, primero, en cantidad y, luego, quizás al mismo tiempo, en edad. En canas. En esos premios que más bien parecen maldiciones. Pienso en polvo más que en brisa. De ahí mi absoluta sorpresa y obsesión con la colección Vintage Readers de la editorial Random House de Nueva York.

Veamos cómo accedí a uno de estos curiosos y bien diseñados ejemplares. Caí, como muchos, en la adicción Murakami. Tropecé con Tokio Blues y quedé adicto, pero como mi japonés es nulo, opté por leerlo en inglés. Lo encargué por Amazon.com. Todo bien hasta ahí. Me llegó mi ejemplar de Norwegian Wood y, a punto de terminarlo, quise seguir con mi nuevo amigo. Estaba lejos, en uno de esos sitios donde no hay librerías ni leyes pero sí cyber-cafés. Volví a Amazon.com. Busqué más Murakami. Lo tenían todo, claro. Empecé a marcar uno a uno, pero luego me topé con un ejemplar denominado Vintage Murakami. Como todo era virtual, miré la portada y me gustó: los ojos rasgados del autor mirando hacia fuera del libro, como tratando de arrancar de su súbita fama occidental. También me pareció bien el precio: US$ 9,95. Todo bien, una ganga. Ya de vuelta, un día llega a mi casilla el ejemplar. No era exactamente lo que esperaba. El grosor del libro no era precisamente voluminoso: 182 páginas. ¿Qué era esto? Claro, pensé: quizás debiste fijarte en el precio. Un poco más de cinco mil pesos por una obra que, mirando los libros de Murakami en Tusquets, abarca más de mil páginas, era sospechoso para no decir imposible.

Miré el libro con detención para tratar de descubrir qué significaba todo esto.

Vintage es un sello de Random House que partió rompiendo esquemas. En el mercado literario norteamericano, todo libro que se publica por primera vez sale en tapa dura. Vintage empezó a publicar a autores nuevos, pero selectos, directamente en papel. Entre ellos, Raymond Carver, Richard Ford, Mclnerney, Richard Yates y Don DeLillo. Vintage Contemporaries se llamó la colección. Vintage Readers, pronto capté, no era una colección dedicada a las obras completas de autores vintage. No se trataba de una canonización. Es un resumen, un avance. Vintage no sólo es ropa usada, es una selección que ha envejecido bien. Era algo así como los greatest hits de un determinado autor. ¿Quiénes? En este caso, muchos, y bien diversos, vivos y muertos: Richard Ford, Joan Didion, Cheever, Hammett. Pero también Nabokov y Naipaul y Ondaatje y Martin Amis. Cuesta encontrar qué los une. Unos han tocado la gloria, otros están en eso, como Sandra Cisneros. Está Phillip K. Dick y Nicholson Baker para no caer en las garras de la alta cultura. Pero también hay autores que se leen en las universidades yanquis como Willa Cather y James Baldwin. Y qué viene adentro: cuentos, trozos, crónicas. En el caso de Murakami, el primer capítulo de Tokio Blues, un par de cuentos, un trozo de su libro sobre el ataque al metro con gas sarín.

Quedé fascinado con estos libros. No me queda claro si se leen antes de leer al autor (mi acercamiento a Alice Munro, por ejemplo) y o si sirve para volver, en otro formato, con alguien que uno quiere (Richard Ford, con el bonus de Mi madre, in memorium, publicado por primera vez en inglés). La colección Vintage Readers es lo contrario a la idea de las obras completas: nada de prólogos, del autor o de otro. Algunos críticos de la vieja escuela consideran que son algo así como trailers, sinopsis, que están hechos para seducir y atrapar. Esto, desde luego, no me parece mal. Un poco de Lolita y de Habla, Memoria para querer seguir con más Nabokov y, quizás, con todo Lolita. ¿Es esto malo? Veamos el mismo ejemplo al revés: mil páginas de un autor desconocido pueden asustar. Mil páginas de un autor que uno no quiere mucho pueden atosigar. Mil páginas de un autor que uno destesta sencillamente repelen.

Lo interesante de este experimento es que, al seleccionar, no resumen ni cortan ni abrevian. Esto no es Readers Digest ni tampoco el sitio de internet El rincón del vago, donde algunos alumnos mateos resumen las novelas para que el resto no tenga que "darse la lata" de leer todo "el mamotreto".

El gran desafío de un autor es lograr una voz propia, una forma de mirar el mundo y una obra coherente. Los más exitosos logran que su apellido se transforme en un adjetivo. Pero todos saben que, al final, nadie leerá todo lo que escribieron. Lo que quedará será poco, pero no será menor: un cuento, una novela, uno o dos poemas, una frase, una cita, un final. ¿Es necesario leer todo Scott Fitzgerald para ingresar y ser tocado por él? No bastará quizás el comienzo y el final de El gran Gatsby; gran parte de las crónicas de El derrumbe; algunos cuentos de Pat Hobby.

Los editores de Vintage Readers no están tratando de que la gente lea menos ni están tratando de ahorrar tiempo. Están ofreciendo aperitivos. En mi caso, lograron que comprara textos que ya tenía. En esta era de Podcasts y Quicktime, andar en el bolsillo con lo mejor de un autor que uno admira me parece algo parecido a un regalo delicado y sincero.


 

 

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Obras incompletas (greatest hits).
Alberto Fuguet.
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Viernes 30 de junio de 2006.