La última carta: una receta de liebres al vino blanco. De tan lejos podía husmearlo,
cocinando junto a un fuego imperdible, una botella de buen tinto y toda la luna de África
mirando para este lado. Es cierto, la vida de marino tenía sus recompensas. Los paisajes no
eran de lo peor. La charla entre varones previsiblemente narrando encuentros explosivos,
escarceos que la vanidad insegura exageraba. El aire libre y pesado lleno de luciérnagas
palpitantes, de polillas aturdidas. La noche plagada de cigarrillos y de libros. Las alimañas
lejos, en algún sitio. Ella no se pavoneaba así delante de sus amigas. Hablaban de sus
madres, como sus madres hubieran hablado, mientras tomaban un café casto (y no un
brandy), a lo sumo fumando esos Galoises que le traía Marco de sus viajes. Entre las
manos, una costura añeja que ella no daba en acabar, destejiendo lo tejido el día anterior.
La primera carta que llegó, ella la abrió rompiéndolo todo con los dedos, arrebatando
esas novedades, tironeando de unas palabras que no decían la verdad. No admitió, ella no
pudo admitir enterarse de la verdad escondida. En las efervescencias de Marco ella
encontraba el consuelo perfecto para sus miedos. Los juramentos de amor eterno, de
fidelidad ultramarina, los sueños llenos de deseos, las poluciones nocturnas, le alcanzaban
para tirar de ese amor hasta la vuelta, como de un cordel sin fin. Pero con un límite. Tenía
un tope.
Hasta en sus fantasías ella lo hacía mil veces con el mismo: Marco, Marco, Marco.
Nunca con los que veía por la calle y miraba de soslayo, amantes imposibles que
despertaban sus oníricas fragancias. Nunca le ató un ancla al cuello y lo arrojó por la borda,
como suele hacer toda buena esposa alguna vez con su marido. Recordó que esa no había
sido su pesadilla. Lo cierto es que no soñaba con amantes y eso parecía no importarle. Se
supone que una madre cristiana observa una serie de ritos que...
Los días se le iban en la casa: el aseo por las mañanas, las flores del jardín por la tarde,
regadera en mano, rastrillo en la diestra, el sol que le hacía olvidarse de mirar los mapas. El
jardín era una geografía eterna, difícilmente controlable en su crecimiento indetenible y
azaroso. Sus tareas la sumergían en una materia tangible, una cartografía que sus manos
conocían. Atender al crecimiento de los hormigueros combatiendo con diestros plaguicidas
esos bichos monstruosos, con antenas y patas de escorpión, recortar los canteros, arrancar
las hojas secas del nogal, junto a la galería, atesorar al bulbo de los tulipanes, desmalezar
las begonias que no tenían la culpa de sus descuidos, alimentar al enorme quelonio que
descansaba como un Buda lento, manso y verde junto a la fontana.
El regador era un éxtasis para ella: la aspersión del agua y las gotas que se perdían en
esa dimensión de lo aéreo. Agua que salpica como sueños que salpican: sus propias
fantasías que se perdían sin asidero, al igual que esas burbujas que flotan y en un punto,
alguno, estallan. Alimentando esperanza y desazón, los ensueños son nada más que eso:
algo frágil, que puede explotar, extraviarse en otras manos, en algún espacio que ya no es
esta dimensión en la que vivíamos o creíamos vivir.
Dos veces por semana caminaba la avenida principal del pueblo. Ida y vuelta, asistía a la
renovación de la hojarasca inerte, arremolinándose mientras giraba en círculos con las
ráfagas del mediodía. Los últimos ocres y sepias del otoño la consternaban. Observaba los
carros cansinos, los caballos estallados, las veredas rotas sin remedio. Y no pensaba que eso
era perder el tiempo. La sangre palpitaba, los pulmones resollaban rumorosos, el abdomen
se inflaba, la tráquea palpitaba, la úvula rezongaba, términos de la medicina que ella usaba
para tranquilizar de sus inquietudes infundadas, como si conjurara, con un mantra
científico, un dolor moral. Se sentía menos sola, es verdad.
Las cartas de Marco estaban todas atadas en un paquete lila. No las perfumaba porque
ese le parecía una cursilería de adolescente o, peor aún, de solterona. Pero las apilaba
formando un mazo y las releía en desorden. Alterando la cronología, se enteraba, como en
un tarot imaginario y fatal, de un futuro que quería ignorar y jugaba a conocer en una
versión cómoda. Ese día miró por la ventana y vio por primera vez dos niños que venían de
la escuela. En ocasiones las disponía sobre la mesa ordenando el recorrido de Marco según
los puertos en los que se había detenido, depositado la carta en una oficina postal y por fin
zarpado.
En una carta Marco le refería las hazañas en un confín del mundo, ese lugar en el que la
gente parece caerse del planisferio, o subirse a él, según cómo se mire. Frente a sus rutinas
circulares, las cartas de Marco eran la larga novela por entregas que ella consumía al calor
del hogar, a todas horas, antes o después de las comidas. Pero siempre a solas, como esas
mujeres que leían folletines por entregas a medida que los navíos los traían en sus vientres.
Ese carácter insólito de los avatares de Marco, de su residencia en Yemen, Turquía o, el
colmo del snobismo: la misma Abisinia. Las noticias sobre el tránsito de una caravana por
Afganistán, le evidenciaban su pobreza, su pereza, cuando no su mediocridad.
Sin embargo, hastiado de episodios extraordinarios, Marco anhelaba la tranquilidad
modesta de un cuarto, el café amargo por las mañanas, el sabor de su pipa de marlo junto a
la chimenea, el sosiego cierto del sexo con la misma hembra durante meses. ¿Una utopía
recíproca, plagada de optimismo nupcial? Harta de las puntadas de su aguja, ella añoraba
los camellos y los turbantes. Él, quién podría saberlo.
Recíprocamente, sus destinos los aliaban en un pacto. Lo que ninguno de los dos tenía
era siempre lo que había que celebrar. Y la certeza de que mutuamente la distancia en
incesante movimiento de uno, el sedentarismo de la otra, eran dos mitades necesarias. En
las largas partidas de Marco (que eran también partidas de naipes), en las rutinas
domésticas de ella, había un fondo común: el murmullo de un deseo.
Ella no le escribía. Mejor dicho, escribía un cuaderno de tapas amarillas que Marco leía
todo de un tirón a su regreso. Recostado en el sofá de la sala, olisqueando el café negro
recién molido por ella, Marco por fin tenía el otro relato, la otra historia: la historia menuda
que le gustaba soñar para ella y que ella cuidadosamente segregaba como un plasma.
La última carta llegó un martes. Junto con la receta de las liebres que le había pasado no
sé qué hindú, Marco le advertía de su próximo arribo en dos semanas. Dentro del sobre
había dos pétalos de una flor blanca sin aroma. Le pedía que lo esperara con una cena
mediterránea, dos vinos helados, una buena provisión de tabaco y la cama con sábanas
limpias y estiradas.
Ella se esmeró. Lavó las sábanas con un jabón muy blanco y fragante. Las planchó hasta
quedar exhausta. Hizo la cama y la deshizo tres veces porque no satisfacía el carácter
tirante que quería imprimirle a la ropa. Esponjó las almohadas. Preparó dos velas rojas para
la cena y otras dos de madreselva para el dormitorio y la sala. Enceró pisos. Y no se puso
ropa interior: el detalle que Marco no aclaraba pero que ya era un pacto.
Encendidas las velas, ventilado el comedor después de las preparaciones, dispuesta la
mesa, abiertos los ventanales que daban al jardín, ella se retiró a la sala. Allí esperó,
releyendo las cartas de Marco. La última terminaba así:
“... y si temés por mí, por la distancia, por los peligros de un viaje, sería bueno que te
inclinaras sobre un fuego y supieras que allí estoy: crepitando, donde haya luz será el
lugar para encontrarme. Te ama. Marco.”
Ella repitió esa frase muchas veces, muchas veces, muchas veces, dejándose invadir por
la idea de que era más un maleficio que una promesa. El eco de las palabras de Marco (su
eficacia) la hicieron inclinarse sobre la chimenea que estaba apagada, pero en la cual
viboreaba el pabilo de una vela blanca y perfumada. No lloró porque la carta no era triste.
Sonó la campanilla del timbre y ella se levantó de un brinco, en un paroxismo de
expectación. Corrió a la puerta y sí, era Marco, que traía un loro en el hombro. Antes de
regañarlo lo hizo pasar y lo besó con recelo, después de pedirle que apartara al pajarraco.
Se sentaron en el sofá y él le anunció que no traía apetito. Ella entendió y lo condujo de
la mano hasta la alcoba. Se besaron formando una sola boca, un solo nombre, un solo
pétalo florecido. Él traía olor a boj. Se desnudaron como si desvistieran un mismo cuerpo,
se acoplaron formando una misma figura que, vista desde afuera, era bellísima y
monstruosa, como una quimera, un hipogrifo o un andrógino. Él acarició su pubis, su
monte de Venus, acarició su abdomen y llegó a la frescura blanca de los pechos. En eso
estaba cuando se topó con las durezas sólidas y enormes.