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Alone y su Epoca



por Ignacio Valente

 


Desde estas columnas he disentido a veces de mi vecino Alone. No han sido muchas, porque es raro que nos encontremos hablando de un mismo libro, autor o tema; y sólo por eso. Sin mediar ninguna planificación central, domingo a domingo un invisible engranaje, el de nuestras preferencias espontáneas, nos conduce a regiones distintas y distantes de la literatura, que sólo aquí y allá se tocan. Y casi siempre que eso ocurre, disentimos -caballerosamente-. Por diferencias de gusto y de métodos, sin duda; pero sí detrás de gustos y de métodos hay siempre una doctrina tácita, una visión del mundo y de la literatura, ella no puede ser más diversa, en nuestros respectivos casos. No es extraño: una generación y media nos separa, una diferencia abrupta de credos, escuelas y temperamentos nos divide.

Confío en que esta distancia refuerce la afirmación, que aquí propongo, del papel que ha cumplido Alone en medio siglo de literatura chilena. Es un reconocimiento que hago desde la frialdad analítica del desacuerdo. Mis elogios serán sinceros y no ditirámbicos; mis reparos, efectos naturales de la distancia generacional. Comenzaré por el tópico: la figura de Alone domina ampliamente el panorama de las letras chilenas de este siglo. Domina por talento, por calidad, por eficacia. Es un hecho que reconocen sus enemigos más enconados (numerosos, como los de todo crítico exigente y sincero); la opinión del grueso público, y por tanto el éxito o fracaso externo de obras y autores dependieron en Chile -bien o mal- del dictamen de este imprevisible juez. Deben reconocerlo sus propias víctimas y también aquellos escritores que viven denigrándolo, pero cada domingo acuden a leerlo, quizá en la secreta esperanza de haber merecido su atención.

No es difícil descubrir las razones de este polémico reinado. Abstrayendo del valor de su juicio, el solo estilo de sus crónicas lo recomienda como un escritor de vuelos propios, personalísimo, vivaces; superior, por lo general, a los propios autores que comenta. Tantas veces se tiene la impresión de encontrar más estilo en una columna de Alone, que en las doscientas páginas del libro sometido a juicio. Ocurre entonces, con sus artículos, lo que con toda obra literaria autónoma, especialmente con la poesía: que vale por sí misma, al margen de su relación verosimil con el mundo externo, en este caso con los libros que le ofrecen el tema o la inspiración ocasional. Por eso pudo ser llamado el poeta de la crítica. Las crónicas de Alone han hecho época porque son amenas, sutiles, legibles como pocas. ¿Valores secundarios? Sobre todo para los que carecen de ellos. No seré yo, tedioso de mí, quien afecte despreciar el difícil, el admirable valor de lo entretenido, penetrante, sabroso, directo, en el género de la crítica. ¡Quién pudiera escribir con esa fluidez!

Yendo al fondo del asunto, diría que Alone ha tenido el mérito de subrayar, en su ejercicio crítico, el peso inevitable del gusto personal, del paladar o de la pupila literaria propia: de la sensibilidad, nunca sustituible por la doctrina o el aparato conceptual genérico. Modernas e impersonales teorías del arte olvidan, con demasiada facilidad, que el lector no es un mero espacio anónimo en el que se cumplen las leyes y se despliegan las estructuras culturales, los signos y códigos del arte. Es un sujeto vivo, que actúa y es actuado, al leer, en función de placer o tedio, de interés o fastidio, irreductibles sintomas; los análisis consiguientes no hacen sino dar razón de esta impresión primera. Y Alone hace bien en "apelar al íntimo testimonio y confesar honestamente, con humildad, aquel me gusta o no me gusta en que viene a resumirse, al fin, toda ciencia crítica". En cuanto a su gusto personal, vano sería enjuiciarlo desde otro gusto; baste con reconocer que, formado muy exclusivamente en la literatura francesa, dentro de su línea es fino y experimentado como pocos; que representa una época, y, por encima de ella, el sentir espontáneo de un tipo de lector medio que existirá, presumiblemente, mientras exista la letra impresa.

Pero este énfasis tiene su natural reverso. No sería honesto de mi parte soslayar, en este balance, los aspectos de fondo que hacen más vulnerable -en mi opinión- el ejercicio crítico de Alone (sobre todo en los últimos años, cuando ha entrado en tácito conflicto con nuevas formas de creación y apreciación literaria). Una cosa es ser entretenido, aun superlativamente, como lo es; otra consagrar la entretención y sus matices varios como los valores máximos en literatura. Poe este rumbo Alone se cerró casi los caminos de la poesía -género donde la amenidad cuenta poco- y de amplios sectores de la nueva narrativa, cuyo resorte profundo es esencialmente poético. Enfrentado a estos dominios, su juicio ha parecido con frecuencia subjetivo, caprichoso, conservador, hedonístico.

Ha tenido siempre más sensibilidad que rigor intelectual, más sentido del placer que del valor. El placer fue su valor. Buen empirista, redujo la literatura -también la vida- a impresiones psicológicas: exquisitas pero múltiples, fugaces, dispersas, y estas impresiones no llenaron del todo el vacío que dejaba la falta de una idea de la literatura -y de un sentido de la existencia-. Fundado en imprevistos y excéntricos gustos de detalle, no ha contribuido a establecer jerarquías, órdenes, perspectivas en la multiplicidad de la creación literaria chilena. Silenció a autores notables, magnificó a otros de menor cuantía; no fue proporcional, no usó el metro parejo. Tampoco se lo propuso nunca, en realidad; consecuente consigo mismo, se limitó a decir lo que le gustaba y lo que no; su propia historia de las letras nacionales se llama "Historia personal", y lo es en grado sumo.

Alone concentra, en la literatura chilena, las grandezas y límites de una época: el psicologísmo; el imperio del placer, la vivencia, la emoción, el gusto, el matiz psicológico; el impresionismo crítico. Sus crónicas responden a esta opción, para la cual estaba admirablemente dotado como lector y como prosista. Aun hoy, leyéndolo desde una posición de fondo muy diversa, admira uno esas condiciones; la penetración directa en el alma del autor, como mirando a través del texto para revelarnos los bastidores de su génesis; la facilidad para transmitir los matices inefables de una lectura; la amenidad de las disgresiones marginales, a menudo más interesantes que la substancia de la crónica; el eximio poder de tratar con ligereza y humor cuestiones difíciles y profundas, y la fluidez de una prosa que no necesita objetividad ni justicia porque es un fin en sí misma, un derroche de gracia y de expresividad.

 

en El Mercurio, 9 de mayo de 1971

 




 

 

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Hernán Díaz Arrieta: Alone y su Epoca
por Ignacio Valente
Fuente: El Mercurio , 9 de mayo de 1971.