Cartas como novelas
“Mirá que resultó haragán
este Beckett”
le dice Joyce a su mujer,
mientras se saca los mocasines
y los apoya
junto a la mesa de luz.
“Hoy estuvimos trabajando
todo el día
en el capítulo siete
del Finnegans Wake.
¿Podés creer?
Ni siquiera fue capaz
de pasarlo a máquina.
Se lo había pedido
para dentro de dos semanas”
Atardece en Dublín.
Un sol de fuego
ilumina la cabecera de la cama.
Joyce está cansado.
Se aleja rumbo al estudio.
El sol crepuscular
se derrama
en pinceladas ocre
sobre la madera de cedro.
Relee un rato Bouvard et Pécuchet,
pero se le cae de las manos,
¡Buena novela!, eso no alcanza.
Al día siguiente hace las valijas
rumbo a París, de allí a Roma,
luego Milán. Conferencias,
asuntos editoriales.
Joyce se despide
con un beso en la nuca.
Nora se relame, golosa,
de solo pensar en las cartas
en que el deseo de Joyce,
se avivará con la distancia.
Espía
Samuel Beckett tiene fantasías
con Nora Joyce.
Joyce está en Capri,
hurgando en material
filológico.
Beckett imagina escenas
cópulas,
las posiciones del coito
que no se interrumpe
durante horas
debido a la sabiduría
de Nora.
Él ignora que muchos párrafos
obscenos
de las obras de Joyce
son el producto
de sus diálogos con Nora.
O bien de ciertas prácticas,
acomplamientos ardientes,
toques, caricias, exploraciones:
¡Escándalo!
El amor todo lo puede.
Pero Beckett
ni por todo el oro del mundo
sería capaz de conquistar a Nora.
Nora está demasiado enamorada
de su hombre.
Porque no solo sabe
de su genio,
sino que es un ser bestial
para nada atolondrado
a la hora del sexo.
Es más bien moroso.
Se entrega al amor
en las ceremonias
de las temperaturas ardientes.
Beckett no será
quien vea ese amor fenecer.
Nora mira a Joyce en ocasiones
como se escruta a un paisaje de Escocia
O como se lee un fragmento del Beowulf.
Con la misma nostalgia
de un pasado irremediable
par su autor.
En éxtasis. Sabe de lo que es capaz Joyce.
Sabe que es capaz de contener
hasta el momento culminante
sus furores lentos.
En efecto: su marido es una saga
que tiene mucho de titán,
mucho de triunfal,
mucho de victorioso.
Poco de derrota.
No ha conocido la fama.
Pero la fama
lo cortejará de modo perenne.
Inmortal.
Ella siente la necesidad
del abrazo apretado por las noches.
De nadar desnuda en verano,
de noche,
en las aguas turbulentas
de un arroyo donde no haya testigos.
Y si los hubiera,
¡qué le importa!
La cama como un buque a vapor
los conduce a un destino incierto.
Beckett toma un té rojo con ella
como para robarle algún secreto.
“Beckett no tiene cura”
“Si será ladino”,
piensa Nora de ese hombre.
Canoso, elegante, pero marchito.
Ha comenzado a agonizar
su inteligencia,
frente a la de su marido.
Sabe el futuro de traducciones
de sí mismo que le aguarda
en un trabajo en abismo
narcisista
como besar un espejo.
Con una excusa agraciada
lo despide
dándole la mano, sin un beso.
Fría, con su mano aterida
de esa noche de hielo
junto a ese hombre absurdo.
Beckett parece desgarbado.
No tiene una gota de pasión
Todo lo contrario de Joyce:
un hombre que sabe tratar a una dama
pero también sabe, a su debido tiempo
saciar su deseo
con obscenidad virtuosa,
en un papel.
Se permite audacias
como un malabarista sin red.
Nora, entre las piernas de Joyce,
no escribe.
Hace otras cosas.
para que empiece el día
con la cara limpia,
listo para sus mejores creaciones.
Esa inspiración olímpica
que solo conocen los dioses.
Nora Joyce: ni vestal ni Musa
Nora introduce
los cubos de calabaza
en la marmita.
Luego el apio,
los nabos.
Pica el ajo
¿Hay perejil en Irlanda?
(me pregunto yo en tanto
escribo estas líneas
en esta ciudad pueblerina
sudamericana).
Nora espera.
Espera una presencia.
Cuyo preámbulo le ha sido revelado
mediante un manojo de cartas en llamas.
Cartas que no ha querido
guardar en la casa
por pudor o vergüenza.
Su hija psicótica
gira por las habitaciones,
dándose golpes contra las paredes.
Agita su mueca de trenzas rubias
con una pollerita roja.
Todo parece trágico y excitante
en este momento en que es ella
la que se llena de jugos
de solo pensar
en cuándo llegará el momento
en que Beckett
haya dado
su señal de adiós
y ella se haya quedado a solas
con su hombre.
Ni vestal ni Musa.
Esos son lugares comunes.
No son esos roles
a los que Nora aspira.
Nora es una hembra
dispuesta a desatar
con los aromas de la cocina
otros aromas:
las tentaciones de su hombre
hasta su punto más tenso.
Y hacerle sentir que es su amante
pero no su esposa.
¡Menuda tarea!
El resto será dormir a la niña con amor,
con ternura, diría.
Cantarle su canción más bella
en un idioma
que le enseñó su abuela,
mientras tejía
bufandas a rombos.
Por fin abre la puerta
de cedro de la alcoba.
Encuentra a Joyce leyendo un libro.
Pero es tan solo un libro
durante unos pocos segundos
en que cae rendido.
Luego de haber escuchado atentamente
el canto de unas sirenas
se desembaraza del volumen
(¿un Virginia Woolf?).
Ahora ella comienza
a entonar gemidos,
mientras se acaricia
el vello del pubis
con el arte de una geisha.
Es la antesala de los primeros deleites.
De las promesas que se han jurado ambos,
en el pacto de sus cartas.
Por supuesto que todos sabemos
cómo culminará el futuro.
El asunto, el verdadero asunto,
como siempre,
es el durante.
¿Cuánto durará la parsimonia
del ritual?
Joyce sabe tatuar
sobre la espalda de una dama
la palabra que más la excite.
Por eso es el artista
de un nuevo lenguaje.
Nora se siente escrita.
“Escribo en tu cuerpo.
Escrito en el cuerpo”, la susurra Joyce.
Apartando la pluma
de tinta china de su escápula.
Apoyándola
sobre la mesa de luz
con la certeza
de haber hecho lo correcto.
Luego de la obra de arte,
haber escrito sus dos nombres,
ya no en un hombre,
sino en un papel secreto,
que tan solo ellos dos
podrán leer como quien cierra
con pasión y deleite,
un sobre con el lacre de un sello
rojo, húmedo y tenso.