Llama poderosamente la atención que cuando la palabra “compromiso” en literatura
o poética es pronunciada, caras ceñudas asistan a ella como si se tratara de asunto
anticuado, fuera de circulación, demodé o cualquiera sea el adjetivo que se prefiera
adjudicarle en este sentido de ser sinónimo de materia anacrónica. Esto es: a los
argentinos nos atrasa el reloj y nos hemos quedado en los tiempos de la literatura
“engagé” y en el existencialismo francés. Para evitables malentendidos, utilizaré un
término que no resultará tan sencillo descalificar: “una literatura crítica”.
En razón del citado repudio, me preguntaba de quiénes provenían esos rostros que
tendían a arrugarse en señal de desaprobación, de indiferencia o de afán despectivo. Y
pienso que precisamente la población que suele reaccionar de ese modo resulta ser, bien
mirada, la verdaderamente anacrónica, en un ejercicio oportunista que apela a coartadas
para un indefendible individualismo alarmante con el fin de desentenderse de la suerte
del semejante en estado de desprotección, precariedad, exclusión, inautenticidad, todo
aquel que funciona por fuera de un sistema en tanto el satisfecho preserva la propia a
buen reguardo.
Concretamente en el caso de los escritores y periodistas culturales, que es en el que
me toca desempeñarme, la literatura comprometida no debe ser confundida con una
literatura panfletaria o de propaganda. Ni con una pieza de museo, producto de una
prehistoria superada. Tampoco consiste, a mi juicio, en el malentendido con una que, de
modo forzado, se obligue a hablar de ciertos temas de una manera que descuide formas
renovadoras para referirse a ellos a través de recursos, procedimientos o no esté atenta a
la preocupación por la excelencia estética. Cualquiera que haya trabajado en los
estudios literarios en profundidad sabe que la literatura más innovadora importa zonas
de compromiso y politización porque irracionaliza marcos de referencia previos, en
términos de que, al ser revisados y puestos en cuestión, automáticamente subvierte y se
vuelven transgresores del statu quo cultural. De allí mi propuesta de suplantar la palabra
“comprometida” por “crítica”, con resonancias más actualizadas y perennes.
Pero ¿alcanza esta clase de revisión de la literatura, de sus paradigmas, para decir
que existe un genuino interés por revertir las causas que motivan las injusticias sociales
y por mejorar la calidad de vida del semejante? A mi juicio no. En verdad lo que hace es
impactar en el mundo de una cierta manera, lateral y ligero, afectando de modo limitado
a élites. Así, su efecto termina por resultar ineficaz si lo que aparentemente aspira a
hacer es revertir condiciones de vida inequitativas.
Una literatura crítica, entonces, debería en tal caso ensayar una mirada severa y
aguda sobre las poéticas de modo tal que manifiesten un genuino interés por desarticular
discursos unívocos y monológicos, por un lado. Por el otro, incidir bajo la forma de un
discurso efectivo que afecte las condiciones discursivas sobre las que se asientan la
dominación y los privilegios de las clases dominantes. En tal sentido, una crítica desde
la economía de la representación de la literatura que esa clase considera como su
patrimonio me parece dar un paso importante para comenzar a repensar el sistema. No
diría el capitalismo o neo capitalismo, lo que sería presuntuoso y hasta imposible, pero
sí algunas bases discursivas sobre las que ciertas instancias del poder están inscriptas
bajo la forma de una verdad revelada. Dicha inscripción es la responsable de causar
determinados efectos ideológicos e inhibir otros.
Hay, para no dar demasiadas vueltas y acudir a una metáfora clara, que “tomar el
toro por las astas” y poner en evidencia lo que ya tantas personas autorizadas
previamente han hecho con pericia, estudiando bibliografía competente, argumentada y
si es posible fundamentando artículos u obras literarias con ellos. No considero
descabellado que una literatura que manifieste interés por el semejante deba ser tildada
como una literatura “de tesis”. Se trata de una literatura de revisión en todo caso que
aspira a subvertir de modo verdaderamente radical formas de concebir el arte y la
relación entre los sujetos de cultura con él. Hay infinidad de medios mediante los cuales
una literatura puede además de innovar ciertas formas literarias acompañar esa
preocupación en el marco de una ubicación en esa constelación de sentidos de un
espacio para el semejante que le restituya dignidad. De otro modo incurrimos en una
suerte de pirotecnia vanidosa o hasta narcisista atenta solo a un supuesto “escribir bien”
o a procurar experimentos en literatura en un circuito por completo por fuera de los
contextos más acuciantes. Por otra parte ¿en qué consistiría ese “escribir bien” o
“escribir con excelencia”? ¿supone una innovación en literatura ir en desmedro de una
preocupación genuina por asuntos de índole social tan alarmantes como a los que en el
mundo estamos asistiendo? Una literatura crítica, entonces, pone el acento en depositar
en la alteridad del semejante un máximo de dignidad con un mínimo de dogmatismo. Y,
en cambio, en quienes están más dotados de capital simbólico, un máximo de
responsabilidad social. También en lo referente a no confundir dicha preocupación con
un olvido de la búsqueda de nuevas formas expresivas para el arte literario. La
renovación en el arte debe correr pareja con la reivindicación de principios de equidad.
Recuerdo que el economista canadiense Sir John Kenneth Galbraith se refería en su
libro La cultura de la satisfacción (pdf) (1992) que leí siendo muy joven precisamente a este
concepto. Una cultura que tendía a ser la satisfecha, entre otros motivos, por políticas de
Estado y otras tantas del capitalismo en tanto que sistema. La así llamada “economía de
la satisfacción”, que no era otra que la “economía de mercado”. Pero que engendraba
terribles contradicciones e injusticias. Las sociedades se dividían en dos franjas bien
nítidas. Los que estaban cómodamente apoltronados entre sus cojines (aunque
trabajaran como cualquier hijo de vecino) y los insatisfechos, un grupo que podía llegar
en muchos casos a la indigencia pero fundamentalmente se caracterizaban por padecer
distintos matices de la exclusión. Desde la pobreza a la marginalidad en un amplio arco
de temas que no se limitan solamente al orden de lo económico sino al acceso (en
muchos casos) a los bienes simbólicos. A los estudios, al consiguiente pensamiento
abstracto y al pensamiento crítico, de todos estos temas me parece debe hablar la
literatura, si de veras se propone ser verdaderamente humanista. Caso contrario, deviene
una veleidosa carrera (en su doble acepción profesional y de velocidad vertiginosa en un
marco competitivo) hacia un destino pleno de egoísmo y también pleno de exitismo,
según el talento y las posibilidades que se la presenten a cada quien. Diariamente asisto
a meteóricos logros profesionales de escritores y escritoras pero que no van de la mano
con una preocupación por el semejante en su proyecto creador.
De modo que no veo a mi alrededor, y menos aún en Argentina, que es el país en el
que resido, precisamente un paisaje de justicia social sino plagado de contradicciones y
de una preocupante conflictividad social. Este panorama, además, es rico en paradojas y
propicia una explotación del semejante que asesta un duro golpe a una vida de
realización. Existe una desigualdad de oportunidades en el marco de esta sociedad que
impide toda posibilidad de movilidad y ascenso en el mejor de las acepciones de ambas
palabras. Estos beneficios permitirían y habilitarían para que un sujeto pueda verse
beneficiado con una mejor calidad de vida tanto en lo relativo a lo material como a lo
relativo a su preparación y formación. Una literatura que narre historia, o que cante
poemas en los cuales sea posible plasmar de la mano de una escritura de excelencia la
imagen denigrante de una comunidad astillada en la cual perdedores y ganadores ofician
de protagonistas por exclusión de un juego paradojal.
Por motivos éticos entonces considero que corresponde a un escritor o escritora, si
poseen como dicen un cierto sentido de la sensibilidad, tomar medidas concretas desde
su área de competencia, que puede manifestarse de múltiples maneras y que por cierto
no están reñidas con sus proyectos creativos en modo alguno. Los habrá quienes opten
por la realización de investigaciones. Otros escribiendo artículos de opinión. O quienes,
afectados por estos temas de manera honesta, sientan la vocación de escribir obras
literarias en sintonía con una puesta en juego de principios que aspiren a desenmascarar
las tramas de la dominación social. La narración de vidas de perdedores. El fracaso
paradojal de los triunfadores siempre resulta material atractiva para narrar o poner en
escena. Acudiendo a poner en cuestión estos sistemas plagados de desventajas que
aquejan a un grupo cada vez mayor e introduce situaciones de precariedad.
No hacerlo supone en un punto, actuando por omisión, una falta moral. Ello denota
desaprensión y falta de solidaridad por el semejante, si hay consciencia de tal situación
y en algunas personas las hemos visto llegar al colmo del cinismo. Estas personas son
partidarias de una sociedad atomizada, regida por el patrón del particularismo
profesional, consagrado por el capitalismo más dañino que una literatura crítica no
puede dejar pasar si se postula como partidaria del bien común.
En el medio naturalmente hay posiciones que no son excluyentes. Se puede ser un
excelente dramaturgo, poeta, guionista o narrador y además escribir artículos o libros en
los cuales el semejante sea reivindicado con toda la consideración que merece en orden
a realizar señalamientos hacia las clases dirigentes o bien para dar cuenta de
representaciones de las tramas del dolor social. También evidenciar las insuficiencias de
un sistema ineficaz a la hora de establecer la igualdad y equidad económicas y de
acceso a capital material y simbólico. La búsqueda tras los pasos de exhortar a tomar
una posición activa (no necesariamente activista, pero sí de alguna traducida en alguna
clase de iniciativa) en torno de los ejes polémicos a los que descriptivamente acabo de
hacer alusión.
No hay a mi juicio una literatura sin que ella a su vez solicite una sociedad más justa
sencillamente porque todos aspiramos a una calidad de producción literaria y, me
parece, de lectores y lectoras competentes capaces de apreciarla a través de un arte (no
solo literario) multiplicado y con la mayor calidad a la que podamos aspirar. Una
cultura letrada que circule por fuera de la realidad erizada de aflicción me resulta propia
del individualismo capitalista menos pendiente del entorno en el marco del cual se
desenvuelve el arte. También resulta primordial una recuperación de sucesos atroces
que tuvieron lugar a lo largo de la Historia de nuestro país y el mundo. Porque la
literatura cumple también una misión de archivo, de memoria, de recuperación de
experiencias atroces a los efectos aleccionadores de su nunca más. De evocación y de
registro de acontecimientos que, evocándolos, evitaremos repetir porque informaremos
sobre ellos a quienes están despertando al mundo, como por ejemplo los adolescentes.
Una literatura crítica no es sinónimo de propaganda partidista, por más que así pueda
eventualmente expresarse en algunos casos puntuales. Tampoco es un slogan facilista
que no problematice categorías o teorías de la literatura. Conste que adherir a un partido
consiste en asumir como propias un conjunto de principios propios del dogma. Y el
escritor y la escritora siempre es bueno que permanezcan por fuera de los aparatos.
Consiste en un trabajo arduo sobre el material que es nuestra materia prima, una
determinada orientación ideológica del discurso que le imprimiremos tanto desde la
forma (que aspiramos a que sea novedosa) como desde sus contenidos (que aspiramos
sean cuestionadores) pero sí que contemplen al semejante desde la situación concreta
que aqueja de modo planetario a los seres humanos de pobreza, abuso de menores,
narcotráfico, trata de mujeres y niños, violencia de género, prepotencia de las fuerzas de
seguridad, corrupción en todos los estratos del poder (incluso en instituciones ligadas a
la cultura), precarización laboral, guerras, dificultad en el acceso a la salud y la
educación públicas (en los países en los que ambas estén en vigencia), desnutrición
infantil, contaminación medioambiental y la lista podría seguir en un largo y dramático
etcétera porque todo indica que los daños que vienen aquejando a nuestra civilización,
lo siguen y lo seguirán haciendo de modo perpetuo y se volverán día a día más
peligrosos. De modo que un escritor que escribe en su vanidoso mundo de papel en el
que el semejante no ocupa otro espacio más que una restringida noción imaginaria (por
más exigente que la conciba) termina por resultar completamente funcional al sistema,
mal que le pese. El escritor exitoso que hace carrera sin pensar en el mundo que lo
rodea, que es pura derrota, puede en todo caso utilizar su poder de predicamento (que
bien ganado se lo tiene), para beneficio de las personas más olvidadas por el sistema.
Entre la indiferencia y una posición crítica frente al mundo subyace ese abismo que
divide a las personas que son verdaderamente sensibles (porque logran experimentar las
carencias del otro bajo la forma de la compasión, no de la lástima, que no son
sinónimos, o mejor aún, de experimentarlas desde el respeto) y las personas solo atentas
a la autopromoción y a ir tras sus auspiciosas carreras sin terminar de comprender que
ese mismo mundo en el que se desplazan los aplastará porque la actualidad es una época
en la que la noción de semejante no encaja dentro del marco del sistema literario
capitalista. Y estimo que si un escritor se dice sensible para el arte no termino de
comprender cómo no lo es para asistir a este espectáculo penoso lleno de virulencia
social y de personas que los contextos por exclusión expulsan, ubicándolas en la
periferia.
En otros casos, ciertos episodios de la realidad y de la Historia causan tanto irritación
como indignación si uno tiene y fue educado en el sentido de la justicia y de la ética
también profesional. La explotación del semejante por otra persona y la violencia
ejercida sobre él no pueden sino provocar reacciones emocionales de repudio. En este
caso sí dudaría seriamente de que alguien que dice dedicarse a la literatura, afirme,
como dije, ser sensible y por analogía transferir este atributo o capacidad al orden de lo
social tanto como de la ética pública. Porque la ética es ante todo preocupación por la
suerte del semejante, no solo la de apreciar el arte o producirlo en los mejores términos
de jerarquía estética. Tampoco enseñarlo o gestionar políticas vinculadas a él. Porque
tan alarmante como que un escritor o escritora dejen pasar por el costado de sus vidas
cuestiones de esta naturaleza me parece que instituciones que se dicen dedicadas a
difundir y promover la cultura literaria en nuestro caso en el orden del uso estético del
lenguaje no se planteen seriamente una revisión del lugar que ocupa dicha literatura en
el marco de un país subalterno. Es más, incluso en los países así llamados desarrollados
es posible advertir contextos de extrema pobreza, sectores socialmente vulnerables y
una expulsión de los sistemas productivos.
Diría que hasta casi por una cuestión de modales no puedo dejar de pensarme como
un individuo que escribe desde la una literatura crítica (de modo espontáneo, no
impostado) y sobre temas que involucran social y políticamente al sujeto con la
comunidad de la que forma parte. Me interesa también la alteridad como narrador y
como poeta. También como ensayista. La posibilidad maravillosa de jugar con la voz
para dársela a quienes están privados de ella. O de visibilizar situaciones
cuidadosamente y escrupulosamente cubiertas por la doble moral social. Por otra parte,
la literatura busca crear un lenguaje que esté en las antípodas de los lugares comunes y
del pensamiento cristalizado. ¿Hay acaso función más subversiva que esa en la
literatura?
Considero al semejante tan importante como considero serlo yo mismo para una
colectividad o, mejor, para una comunidad. Me parece ante todo de buena educación por
parte de una persona considerada que además de pensar en su destino profesional
procure, en la medida de sus posibilidades, responder a una demanda ética y cívica a
partir de la cual se genera la pertenencia a una nación, a una lengua, a una patria y, por
extensión, a una literatura nacional. Resulta primordial que los escritores y escritoras
sean los responsables, en tanto que entrenados en la destreza del lenguaje, de hacer oír
voces disidentes a ese sistema represivo que tampoco permite la expresión de la
subjetividad social de muchos. Hay grupos acallados, grupos amordazados, grupos de
analfabetos que no pueden expresar su marginalidad, grupos de perdedores que a nadie
pueden reprochar su derrota.
Cada uno, sea escritor, escritora o el oficio o profesión que se ocupe estimo sería
ideal lo hiciera en términos responsables. Pero también en sintonía con las tragedias que
están aconteciendo cada semana, cada día, a cada segundo. Su comportamiento puede
ser tanto virtuoso y encomiable si se trata de una persona que adopta la posición de la
defensa del semejante y de su voz. Ello no debería por qué afectar en modo alguno, su
arte. Por el contrario, la jerarquía estética de enormes creadores y creadoras de todos los
continentes y épocas demuestran que la atención al prójimo puede dar por resultado
obras magníficas y hasta obras maestras.
Una autor o autora debe a partir de una mirada severa, crítica y sin concesiones
pensar y repensar qué se propone con su literatura. Si la neutralidad y la indiferencia, o
bien una toma de partido que lo ubique en situación de defensa de los derechos de los
quienes no tienen voz, de los más desprotegidos, de los más fuera de toda participación
en polémicas o denuncias. La voz de quien escribe tiene mucho para decir, justamente,
sobre las que están carentes de ella. Así, cada quien decidirá qué quiere hacer de su
proyecto creativo. O el reinado abundante de un monarca egoísta. O el territorio
solidario de quien, finamente abonado por la solidaridad, preocupado por los demás,
también está dispuesto a revisar las premisas de su arte, sin plantearlos en términos de
una disyuntiva.