Joyce camina con Beckett: final de partida
Fatigan en sus caminatas
por Dublín
los War Memorial Gardens
Joyce y Beckett.
Beckett (más astuto)
le dice a Joyce que tiene
la punta del zapato izquierdo
con un agujero (lo que no es cierto).
Joyce se inclina y levanta el pie
para mirarse.
Descubre la treta.
Ríen.
Pero a Joyce no le ha gustado la broma
(ya son demasiadas, se está cansando).
No le gusta que le gasten bromas.
Menos aún Beckett
quien es su secretario,
su subordinado.
Por otra parte
está indignado
porque su hija ha caído rendida
a los pies de Beckett.
Sin embargo,
él tenía otros planes
más interesantes (digamos).
Joyce viene de visitar a Jung
quien le ha dicho
literalmente:
“Ya sé que su hija también escribe.
Pero donde usted nada ella se ahoga”.
Y bueno,
“Esas cosas suceden con los psicóticos”, le explica.
Joyce, entre resentido y culposo,
se marcha del consultorio,
no sin antes haber mantenido
una larga charla sobre Arte.
Jung no estaba dispuesto
a dejar marchar así como así al Maestro.
Beckett lo interroga
acerca de esa entrevista.
Pero Joyce es un hombre reservado.
Calla. Comprende ¡qué triste!
que Beckett es un chismoso
(rasgo que detesta en la gente).
Doblan en el primer recodo
de los War Memorial Ganders.
A Joyce, Beckett lo tiene podrido.
El pacto de lealtad ya se ha quebrado
por la malicia imperdonable de Beckett
quien pese a que le pasa de todo
no escarmienta.
Por lo visto es un patán.
Tanto que parecía un señorito
que escribía y además traducía
del inglés al francés y viceversa.
Joyce, de un certero golpe de timón
directamente lo despide
dándole la espalda,
dejándolo plantado en los War Memorial Gardens
de Dublín.
Una tarde soleada de otoño.
La pesadilla de Beckett
Beckett escribe
febrilmente
pero con sigilo
de estratega
Final de partida.
Ese título
es como la jugada maestra
de un ajedrez de atletas
que comenzó en un secretariado
desvaído como un daguerrotipo.
Ahora ya es una foto
porque se enteró
por un chisme
de que Joyce ha publicado
el Finnnegans Wake
¡Maldición! ¡Obra maestra!
“Una obra inmortal”, se confiesa
rumiando la noticia
con cierta penitencia.
Él ha sido testigo
de semejante proeza.
Su corruptela sin embargo
no ha llegado a tanto
como para copiar el truco
del Maestro, pero también del Jefe.
No hubiera podido
con la estrategia de acróbata
de ciertas almas superlativas
como la de Joyce
puesto a escribir.
Joyce se mueve entre signos
como lo haría un olímpico
en una pileta de cien yardas.
Y es que tal vez lo sea: “Habita un Olimpo…”,
se dice con rabia.
Le chirrían los dientes.
Se muerde los labios
hasta sacarse sangre.
Un hilito chorrea
por la comisura derecha.
Unas gotas le manchan
las solapas.
Las reglas del secreto
al fin y cabo
se las llevará Joyce.
Cerebro de Babel
en el cual no se extravía.
Joyce está hecho
de una materia exquisita.
Vive creando
hasta el mismísimo acto
de caminar.
Después del festín titánico
que fue
terminar su obra maestra
ahora descansa
en un cottage de Escocia
con Nora.
Se trata de un libro
que no conocerá presentaciones
salvo el teatro magnífico
de su reinado insigne.
¿El de Ítaca después de Ilión?
Sin embargo Dublín queda tan lejos
de París,
de Grecia,
de Tebas.
Impotente
porque ni siquiera
un desdichado Premio Nobel
será su consuelo.
Beckett llora, llora, llora
“No ser
quien ha creado
esa bestia espléndida y maldita”
(maldice)
"Ese Finnegans Wake
parece escrito por el mismísimo Diablo”.
Se sume entonces en el sueño.
Es la mejor muerte
cuando uno tiene pesadillas
intolerables
Joyce y Beckett: un discurso en Estocolmo
Mientras Joyce se afeita
con la espuma de jabón de glicerina
(Nora le enseñó ese truco),
Beckett se peina esa cabellera
canosa, desordenada, feroz
que supo ser rubia
en su bohardilla de Dublín.
Jamás fueron amigos
ni lo serán.
Conversarán
en un ocasional paseo por Temple Park
pero hasta ahí, y punto.
Conversarán de los manuscritos
de Joyce, no de los de Beckett.
No debe olvidar que es
su secretario.
Un segundón.
Lo contrató porque fue capaz
de apreciar su talento.
Beckett sacó todo el partido
que le fue posible
de ese hombre colosal
que es Joyce.
Le copió la tarea (digamos)
escribiendo en los márgenes
del manuscrito del Finnegans Wake
sus secretos más certeros
(ya el Ulysses había sido
una herida narcisista para él).
Pero en vano.
No me digan
que no es una forma
de ser un indigente
con astucias
perdiendo toda imaginación.
Ahora se encontrarán
en un pub
para beber
un whisky con soda.
Llega Joyce.
Puntual y ordenado
como lo ha sido
con sus manuscritos siempre.
De todas formas
ha mirado su reloj
como si fuera un báculo.
Joyce es preciso, justo,
mide los milímetros
de cada palabra.
Convengamos en que ese
es un signo de prudencia.
Llega Beckett agitado
con la excusa
de que al capítulo no sé cuánto
del libro que Joyce termina ahora
le faltan unas cuatro hojas
(como mínimo)
“¿Cuatro hojas?”, queda paralizado Joyce
“¿dónde pueden haber ido a parar
cuatro hojas
en medio de una bohardilla?”,
se pregunta descontrolado e iracundo.
Y ahora Beckett
lo confirma de viva voz:
“Sí, son cuatro. Pero solo cuatro”.
Joyce se pone de pie
de modo terminante
no lo saluda.
No acata modales.
Sospecha que está
en medio de una celada
que le ha tendido un canalla
que además carece
del más elemental de los talentos.
Luego, arroja con desprecio
unas monedas sobre la mesa,
cuyo tintineo es la melodía
que indica
la sentencia de muerte de Beckett.
Saldada la deuda
de ambos,
ahora sí puede marcharse
con modales.
Estar con gente así
es una forma de perder el tiempo.
Causa verdaderas náuseas.
Hasta uno termina
por volverse más estúpido.
Jung le adelantó como un gurú
en cierta charla amena que mantuvieron
que si publicaba el Finnegans Wake
lo detestarían.
Pasar unos minutos junto a Beckett
no solo es una forma de perder la dignidad.
Daría un paso más allá:
hasta alcanzar cierta noción
de ética profesional infringida.
¿Qué pensará a su debido tiempo Beckett
cuando en su estrado de Estocolmo
haya terminado
de pronunciar el discurso
de recepción del Premio Nobel?
Seguramente algo
que se parece demasiado
a la vergüenza,
a la impotencia
Pero, sobre todo,
a la más patética humillación,
cuando evoca su pensamiento
de anoche:
que en ese estrado
quien verdaderamente
debería estar sentado
es el que antaño fue
su afamado jefe.